Claves para ser feliz

El Decálogo del lector feliz

Los lectores empezamos a ser minoría. Las librerías van cerrando. Las bibliotecas públicas tienen menos visitantes. Las pantallas van ganando. El libro electrónico es un buen sucedáneo pero no sustituye el original. Se lee poco y los lectores leen libros más ligeros. No abundan las conversaciones sobre novelas o poesías, salvo círculos selectos.

En la tragedia «Julio César», de Shakespeare, pone en boca de Julio César su recelo hacia Casio, del que afirma que «Lee mucho. Es un gran observador», y en consecuencia lo juzga: «Piensa demasiado. Tales hombres son peligrosos».

No sé si la lectura empieza a ser actividad sospechosa y los lectores observados con cautela, pero en todo caso, creo que frente a esa latente tendencia, los lectores merecemos respeto y que nuestro hábito sea protegido, conjurando que en un futuro no seamos contemplados como extraña especie a extinguir.

Me he tropezado casualmente con un Decálogo de Derechos del lector, creado por el escritor francés Daniel Pennac que se utilizó en Francia para una campaña de animación a la lectura en 2009. El autor afirma lúcidamente que “nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir”.

Me ha resultado muy atinado y creo que es un buen punto de partida afianzar nuestros derechos. Voy a comentar lo que me sugieren los enunciados de esos derechos, y además, aunque el autor solo establece diez derechos, voy a ensanchar el catálogo con otros cinco que se me han ocurrido, porque el Diccionario de la lengua española define el decálogo como «Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad».

I) El derecho a no leer

Cierto. Pero para ejercer ese derecho hay que saber en qué consiste la lectura sosegada. No podemos negarnos a abrir una puerta sin saber lo que hay detrás. Hay muchos que se niegan a leer libros de narración, poesía o teatro, porque «nunca leí nada» o porque “les da la gana”, pero en realidad es que nunca han sentido la curiosidad por la lectura ni han probado un aperitivo de letras. Al menos, no en los años jóvenes de inquietud y afán de aprender, donde la lectura abre universos y experiencias nuevos.

Además, una vertiente del derecho a no leer es el derecho a descansar de la lectura, a hacer pausas, a tomarlo y retomarlo cuando place. No es obligatorio leer un libro de un tirón, sino al gusto del lector.

II) El derecho a saltarnos páginas

Cierto. A veces, aunque nos encantan les fabes asturianas, apartamos el tocino o la morcilla, y no por eso perdemos placer. Tampoco estamos obligados a ser esclavos del discurso del autor de una obra literaria. Sin embargo, saltarse páginas tiene sus riesgos, porque podemos perder el hilo o aspectos esenciales. Confieso que leí hace años «En busca del tiempo perdido» (Proust), con enormes saltos de pértiga de mis ojos, porque me perdía en las minuciosas descripciones, que eran bellas pero hasta la belleza indigesta.

III) El derecho a no terminar un libro

Hay tantísimos libros disponibles, tantos buenos, que si un libro no nos cautiva en las primeras páginas, si no nos gusta más que el tiempo que gastamos o si nos desagrada, hay que apartarlo sin piedad.

Le di la oportunidad al Ulises de Joyce, y pronto me sentí tan agotado, perdido y víctima de un fraude, que me dije para mis adentros:¡Quien te disfrute, que te lea!

IV) El derecho a releer

Hay lecturas deliciosas, que da una pena horrible cerrar el libro. Atrás quedan los protagonistas, la curiosidad por una trama que ha llegado a su meta. Sensaciones, zozobra, curiosidad, emociones…todo queda atrás, como quien ha regresado de un viaje apasionante. Y los viajes que nos han gustado, como la comida o la compañía amorosa, solemos repetirlos, aunque nunca es como la primera vez.

En mi adolescencia leí y releí «Las Mil y una noches»(anónima). Me maravillaba y actualmente tengo varias ediciones de distintos traductores (Blasco Ibáñez, maravilloso), pero no consigo al releer pasajes o historias, la emoción intensa de la juventud que me llevó a adentrarme en un mundo mágico de fantasía, con genios, caballos voladores, visires ladinos, califas sabios, banquetes insólitos, derviches asombrosos, marineros audaces, sucedidos en matrimonios y herencias, etcétera.

V) El derecho a leer cualquier cosa

La lectura ofrece mensajes y no es necesario que esté enlatado en una editorial de lujo, ni que lo hayan recomendado los críticos, ni siquiera que tenga formato libro. Tuve una época en que leía tebeos, luego comics, otra me enfrascaba en cuentos y relatos cortos, tuve tiempos de novelas policíacas y de ciencia ficción, no faltaron las fábulas y retorné a las grandes narraciones. Primero, me encandilaban las grandes novelas de trama moderna, luego las históricas, a veces de suspense y otra intimistas. Claro que la literatura de humor también llamó a mi puerta. También picoteé algo de teatro y gotas de poesía. De todo un poco.

Como complemento, leer el periódico impreso es un pequeño placer que alimenta la serenidad.

A veces he estado esperando en soledad, en esos tiempos muertos que la vida depara, y el síndrome de abstinencia me lleva a leer folletos, anuncios, advertencias…todo tiene información y todo despierta curiosidad. Hasta un paseo de acompañante en un supermercado puede brindar sorpresas si se leen las etiquetas de productos, si se ven los engañosos mensajes publicitarios, el juego de tamaño de letras y colores, etcétera.

VI) El derecho al bovarismo o lectura compulsiva.

Y si nos gusta leer, no se nos diga eso de “te vas a volver loco como el Quijote de tanto leer”, o “descansa la vista”, o “¿no puedes hacer otra cosa? Sin embargo, leer no mata, pero engorda ... la mente.

Recuerdo en la infancia, con menos de diez años, que uno de los primeros castigos que sufrí (nada grave ni traumático, por cierto) fue porque se enteró mi madre que la moneda que me daban diariamente para un “bocadillo” en la cantina del colegio, la guardaba y me compraba un tebeo o cuento, informando en casa que lo había encontrado en la calle. Hoy posiblemente la escena sería al revés; el dinero que daría un padre para que su hijo comprase un tebeo o libro, posiblemente provocaría la tentación den el menor de emplearlo en una pizza o hamburguesa.

VII) El derecho a leer en cualquier lugar

Cierto. Los que otros consideran “tiempos muertos” son para mí un regalo. Ya se trate de la sala de espera en el dentista, en el tren, en el aeropuerto, en el metro, en el parque…ahí estoy con mi libro en el bolsillo, presto a devorarlo. Son mis puntuales viajes astrales, en que mi mente abandona mi cuerpo y se va con los protagonistas de la obra.

En esos tiempos libres, llamados a ser sembrados con utilidad, otros pueden oír música estridente, poner ojos de vaca en el horizonte, o dejar la mente en blanco. Donald Trump decía que no tenía tiempo para leer. En mi caso, prefiero alimentar la mente con la lectura. Además, he vuelto a leer en la cama. Un placer de inmersión único. En fin, cada uno reposta ideas y energías, donde quiere.

VIII) El derecho a hojear

Uno de mis grandes placeres es hojear libros en librerías. Cuando estoy de viaje suelo visitar las librerías de lance o segunda mano. Allí me zambullo entre estanterías, acaricio los libros, los hojeo, y si algo me cautiva, lo adquiero con íntimo goce.

En cierta ocasión, en una librería pregunté si podía quitarle a un libro nuevo el plástico exterior para hojearlo. La respuesta fue una desabrida negativa. La mía fue despedirme y no comprar nada. Lo normal es poder hojearlo, pero si el encargado entiende que no es posible, su sonrisa amable disculpándose por no facilitarlo es la necesaria compensación para el lector curioso.

IX) El derecho a leer en voz alta

Un derecho íntimo y personal. A mí me sucede con algunas poesías. Me pone en trance leer los versos y escucharme dándoles la cadencia. Es el caso del famoso poema de Gil de Biedma, “No volveré a ser joven”. Maravilloso leerlo, escucharlo y recitarlo. Es difícil decir tanto, en tan poco y tan bien. Ahí va:

No volveré a ser joven
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde ­
como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos ­
envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

X) El derecho a callarnos

Un libro supone una relación con el autor, con los personajes y situaciones; las opiniones y cambios que nos provoca en nuestro interior, son nuestras. No es necesario tras la lectura, salir a comentarlo, criticarlo o elogiarlo. Un libro es un amigo y a nosotros nos corresponde hablar de él o mantener discretamente nuestra relación.

XI)El derecho a marcar, subrayar y colorear

Cuando una frase o fragmento me impresiona, suelo realzarlo con una marca lateral a lápiz, de manera que cuando en el futuro hojeo el libro, me basta con mirar lo marcado para retornar a los pasajes inspiradores. Y si hay algunas páginas seguidas reveladoras o impactantes, entonces hago un doblez en la primera hoja.

XII) El derecho a amontonar libros aunque no se lean

Tengo muchos libros, y confieso que no he leído todos, pero son como esos amigos y parientes que no ves, pero que sabes donde están si los necesitas.

En cierta ocasión el filósofo Derrida mostraba su casa y al ver el entrevistador su enorme biblioteca le preguntó:¿Ha leído todos? Y el filósofo respondió: “He leído unos pocos, pero los pocos que he leído, han merecido suma atención”.

Este derecho conduce a otro: Derecho a ordenar los libros propios conforme al orden caótico que nos de la gana.

XIII) El derecho a tratar con familiaridad el libro

Se trata del derecho a llevarlo en el bolsillo, a dejarlo en el asiento del coche, meterlo en la bolsa de la playa con arena, a abanicarse con él, a sentarse encima si hace falta, etcétera. El libro está llamado a ser útil y tenerlo guardado bajo siete llaves y tocarlo con guantes de seda es legítimo para quien así lo desee, pero también lo es para quien tenga otros planes.

XIV) El derecho a discrepar en gusto literario

No hay razón para tener que compartir la pasión o gusto por un libro. Cada uno tiene en cada momento su necesidad intelectual y encajará el mensaje del autor o su forma de expresarse según su sensibilidad, emociones y cultura. Por eso, nadie debe dejar apabullarse por la crítica o tener la sensación de conducir por el carril en dirección equivocada.

Con la mayoría de edad aprendí a desmitificar los críticos literarios. Los gurús de la literatura. Ni siquiera un Premio Nobel es infalible y de obligado disfrute. Y por supuesto, las recomendaciones de las editoriales (juez y parte) no son lo más fiable. Bien está escuchar y leer críticas literarias pero la última palabra: la nuestra.

Mucho mejor es la recomendación de un buen amigo de gustos similares, pero insisto, lo que es infalible es la propia opinión.

Un libro de calidad es el que la tiene para nosotros y nos aporta algo. Creo que hay mucha verdad en lo que señalaba Ray Bradbury en Farenheit 541:

 ¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto más «literario» se vea”.

XV) El derecho a regalar libros

El libro que nos ha gustado y deseamos compartirlo. Con la persona que nos gusta, con la que amamos, con los amigos, con los colegas. Basta tener la ocasión y podemos regalarle algo valioso: sabiduría, arte, cultura y emociones. Regalar un libro es dar un abrazo para la mente.

Una proyección de este derecho, sería el derecho a leer acompañado. Compartir el silencio con la pareja o un amigo, ambos enfrascados en la lectura.

Y finalmente, el supremo derecho, el más íntimo e inaccesible para los demás: el derecho a recordar lo leído, suspirar, soñar y sonreír complacido.

En fin, querido lector, si ha llegado hasta aquí, es que ha leído el texto precedente, así que es usted «uno de los nuestros».

1 comentario

  1. Decía Santa Teresa «lee y conducirás, no leas y serás conducido». El problema de tan atinado consejo es que el verbo leer no acepta el imperativo. Favorecido por eso, venimos sufriendo un fenómeno catastrófico que amenaza con destruirnos como sociedad y como ciudadanos: la abundancia generalizada de la estupidez. El historiador del pensamiento económico Carlo María Cipolla reflexionó sobre este tema en su libro «Allegro ma non tropo». A partir de sus conclusiones bien podría afirmarse que frente a las leyes básicas de la lectura (que magistralmente refiere y comenta en su artículo) existen las de la estupidez. Dentro de las normas de la estulticia podríamos destacar algunas ideas:

    1. La estrechez de miras: el estúpido tiene una visión de la realidad que considera única y válida;
    2. el egoismo intelectual: el estúpido vive instalado en la semilla de la simpleza, el dogmatismo y las verdades absolutas y es ajeno y renuente a toda complejidad y duda;
    3. la intolerancia: el estúpido por su ceguera visceral, su actitud cerrada y su narcisismo huye del diálogo y es afin al frentismo (todo es blanco o todo es negro), al comportamiento gregario y al sectarismo (véase el capítulo precedente de este Blog: «Secta de atolondrados en la Universidad») ;
    4. la incapacidad para reconocer lo importante: el estúpido es vano y huero, desconoce o desprecia los verdaderos valores y vive rodeado de superficialidad;
    5. la peligrosidad: el estúpido es base y foco atrayente de totalitarismo, tiene gran capacidad de contagio y es mucho más temible que el malvado porque, a diferencia de éste, lo es «a tiempo completo».

    No obstante lo dicho, hay una forma maravillosa de volvernos temporalmente idiotas: ¡estar enamorados! Practíquenla si pueden. Ahora bien, más allá de esta incontestable excepción huyan de ellos. Al estúpido, como afirmaba Galdós, la lengua es un órgano que le estorba. Por eso, es fácil reconocerlos. La tontería se coloca siempre en primera fila para ser vista; la inteligencia detrás, para ver -Carmen Sylva-.

    Pero ¿tiene la estupidez remedio? Pues, como ocurre con el alcoholismo la drogadicción o la farmacodependencia, todo pasa por comenzar reconociendo el problema. Volver a las trincheras de la humildad, la modestia y la autocrítica. Relativizar y contrastar aquello que pensamos y hacemos. Acudir al comodín de la lectura, la buena compañia y la información plural, contrastada y variada. Y plantearnos regularmente, aún con el miedo de descubrir estar infectados, ¿y si fuera yo uno de esos imbéciles?, para ser tratados y curados.

    P.D. Ayer, a los 91 años, falleció el gran cineasta y fotógrafo Carlos Saura. Murió joven porque se mantuvo curioso (activo, creativo, ilusionado, motivado y abierto a nuevas cosas) hasta el último momento. Sus huellas señalan un camino que nos aleja de la estupidez y nos acerca a la humanidad, el crecimiento constante, el arte y la cultura.

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