Claves para ser feliz

Un inolvidable atardecer en Ibiza

No se trata de una noche en la ópera, ni un día en las carreras o en Casablanca, como las películas de los Hermanos Marx, sino de algo mas simple pero más real y entrañable. Y es que si un yanqui visitó la corte del Rey Arturo (Mark Twain) o si merecieron relatarse las tribulaciones de un chino en china (Julio Verne) creo que puede ser interesante contar la crónica de dos asturianos en Ibiza el pasado viernes, 23 de junio.

Y es que el pasado viernes, 23 de junio, noche de San Juan, tuve ocasión de acudir con mis buenos amigos, Fátima Lozano y Antonio Arias, al restaurante Sunset Ashram, situado en una playa cerca de Cala Conta. Expondré algunas cosas que me llamaron la atención y ruego que el lector tenga en cuenta, ante mi provinciana crónica, que éramos tres, dos hombres y una mujer, con una media aritmética de 55 años, y los tres con visión alegre de la vida. Además, advertiré que los dos varones rompíamos el molde de los asistentes: no teníamos tatuajes, ni piercing visibles, ni coleta, ni camiseta floreada mostrando músculos de gimnasio, ni moreno broncíneo, ni colgantes o collares de conchas… Realmente era difícil que pudiéramos mimetizarnos en aquél local.

De entrada advertiré que el lugar está en un emplazamiento privilegiado, que la atención del personal era amabilísima y la comida sabrosa. Hasta aquí mi aportación publicitaria, y a partir de aquí mi íntima impresión.

  • Para evitar sorpresas, lo primero que hice fue consultar el significado de “Sunset Ashram”, y parece que fusiona el “Sunset” (atardecer, en inglés) y el “ashram” (lugar de meditación, en sánscrito). Se comprende el nombre si tenemos en cuenta que el atardecer muestra en ese lugar (desde la cala y playas mirando mar adentro) una increíble puesta de sol sobre el horizonte, ofreciendo una luz magnética que transita del cielo para hundirse suavemente en el mar a los ojos de cientos de espectadores, la mayoría turistas que tomaban fotografías, aplaudían o sonreían estupefactos, ante el poderío solar que empequeñecía los pretenciosos yates. Nosotros acabábamos de disfrutar de esa experiencia única e inolvidable.
  • Conseguir una tosca pero sólida mesa de madera, de la limitada veintena disponible en el local, resultaba más difícil que compartir restaurante con Vladimir Putin. Tuvimos que hacer cola a la entrada (porque lo de la reserva telefónica era misión imposible) poniendo a prueba la paciencia que supone esperar por quienes no tenemos edad de tener paciencia. Pero nuestra amiga Fátima, usó su cortesía e irresistible sonrisa para que los dos comensales que ya habían terminado nos acogieran en su mesa como huéspedes, usando el viejo truco de “empujar psicológicamente” a la pareja a la huida, con el ruego suplicante de que “no tuviesen prisa aunque quedasen diez minutos para las once de la noche, momento en que ya no se nos serviría comida pues la cocina cerraría”.
  • El restaurante tenía una techumbre de madera y con algún material inidentificable parecía trazar una cúpula circular, que me recordaba una nave espacial que bajaba hacia los comensales estilo “Encuentros en la Tercera Fase”.
  • La mesa que nos tocó estaba a pie de playa, junto al mar. Sin embargo, dada su disposición y hora, en vez de mirar el paisaje exterior, nos concentramos en la masa multiforme y desbocada que cuajaba aquel restaurante.
  • La delicia de escuchar el murmullo del mar desde la mesa se esfumaba por la música de la pequeña pista de baile atestada de personas en frenesí propio de aquelarre. No era fácil hablar entre nosotros tampoco. Debo decir, que lo de música de ambiente, es una calificación muy generosa, porque aquello parecía los tambores de guerra de los comanches tras haber trasegado “agua de fuego”. No sé si era música dance, Funky o jazz, pero ese amigo cotilla que es Google me dijo que era “chill out”, lo que para un español como yo con dominio de inglés parvulario, sonaba a lo adecuado:”Chillidos fuera”.
  • La carta de platos era exótica, con dominio de delicias indias y japonesas, pero sobre todo el precio parecía puesto para un día generoso del rajá de Singapur.
  • Cuando finalmente se fue la pareja que ocupaba nuestra ansiada mesa, tomamos plena posesión de nuestro territorio, que estaba regado de las sobras y varias botellas de agua. Para nuestra sorpresa, una camarera fue retirándolo y nos propuso si queríamos quedarnos con el agua de los comensales precedentes, pues las dos botellas grandes estaban prácticamente sin probar. Aceptamos tan insólita propuesta como si fuésemos conquistadores siguiendo el juego de los indígenas de un país descubierto, y debo decir que, tras traernos unos vasos, fue una refrescante idea. Primero, por tener sed. Segundo, por ser gratis, ya que al examinar la carta, su precio era de agua vitaminada (10€), y Tercero, porque contamos con la íntima coartada de no desperdiciar el escaso y valioso líquido elemento.
  • Mientras bebíamos el agua de la vida y salivábamos esperando que se tomase nota de la comanda, vino un segundo camarero preocupado hacia nosotros. Quería aclarar nuestra “ocupación” de la mesa, pues parece ser que, al tomar el atajo de la ocupación de hecho, habíamos perjudicado las expectativas de otros clientes. De unos que estaban en la zona central y ansiaban desplazarse a la mesa exterior “con vistas y oídos” al mar, y de otros que estaban fuera suplicando por sentarse en cualquier mesa. Finalmente aclaramos el embrollo de la única manera posible: con la verdad por delante pero hablando los tres a la vez, y con la complicidad de la música estridente que no dejaba escuchar ni nuestras explicaciones, ni las peticiones del camarero, así que éste llamó a la jefe de mesa, quien a su vez desistió de echarnos al vernos decir sonrientes tantas tonterías, todas las cuales encerraban un simple mensaje: “no nos moverán”.
  • Elegimos varios platos. Lo hicimos combinando el criterio del exotismo de su nombre y su precio, para compartir. Quedo bien si digo que pedimos un poke bowl de algo. No sabría decir qué comí exactamente (por la penumbra imperante o por una apariencia del plato indescifrable), pero sea lo que fuere, estaba realmente bueno, pese a lo curioso que resultaba que los tres platos tenían el mismo sabor pese a su distinta presentación.
  • Los mojitos de postre eran ligeros, suaves y realmente insaboros, porque no los pedimos.
  • Conseguimos almorzar y contemplar un panorama psicodélico. Infinidad de hombres y mujeres, pocos españoles y muchos italianos e ingleses. Los que estaban sentados, con enormes jarras de sangría (60 € jarra, por cierto). Los que estaban en pie con enormes ataques epilépticos a juzgar por su manera de bailar. Y entre todos ellos, media docena de camareros que con celeridad atendían a los clientes, portaban bandejas como malabaristas y no dejaban de esbozar sonrisas.
  • Mi amigo Antonio demostró sus conocimientos de portugués, pues al decir el camarero que era brasileño, le chapurreó: “Tenho muitos amigos em Minas Gerais” y el camarero le replicó tras unos instantes mirándole para descifrar el mensaje: “eu também”. Me maravillé de tan fructífero y enriquecedor diálogo, y que yo también dominaba el portugués al nivel de mi amigo Antonio.
  • La gente lo pasaba realmente bien en aquél local. Me temo que inversamente proporcional a cuando despertasen el día siguiente. Quise creer que el tipo de la frente tatuada con rastas estaba hablando de mecánica cuántica con la chica de la argolla en la lengua (quizá catedrática de latín), mientras terciaba con ellos hablando del Quijote un chico que usaba dos móviles a la vez (uno en cada oreja). Por las voces, las miradas perdidas, las libaciones descontroladas, o los movimientos espásticos de ritmo musical, me temo que a la mayor parte de los presentes en el restaurantes no les preocupaba la guerra de Ucrania, el calentamiento global, ni las pandemias, ni cómo llegar a fin de mes, suponiendo que tuviesen noticia de que estas situaciones no eran un juego de rol ni de ordenador.
  • El agolpamiento ante la puerta de los baños era proporcional a la ingesta de líquidos, e intuyo que muchos que botaban verticalmente en la pista de baile como sardinas enlatada se las arreglaban para no necesitar usarlos.
  • Tampoco pude evitar plantearme dónde irían a ser evacuadas las aguas residuales del local, aunque las posibles mutaciones de los peces de la zona podrían darnos alguna pista.
  • Esta es mi crónica lúdica de la noche (¡Qué noche la de aquél día!). Me gustaría leer la crónica de cualquiera de los jóvenes aturdidos que allí campaban pues seguramente comentarían que en una mesa lateral estaban dos hombres y una mujer, con ojos abiertos, indumentaria fuera de lugar, y que posiblemente eran los tres más longevos del local.

De hecho, le comenté a mis dos acompañantes que si ese espigón de tierra donde estaba el restaurante Sunset Ashram se desgajase de la isla por un movimiento sísmico y quedásemos flotando a la deriva en el mar, posiblemente mostraríamos un panorama extraño desde la distancia. Doscientas personas apiñadas en el restaurante flotante, y con dos noticias para nosotros. La buena, que al ser los ancianos de la “isla” teóricamente seríamos los jefes. La mala, que posiblemente nos culparían del fenómeno y nos arrojarían al mar.

Sin embargo, debo decir que no olvidaré ese lugar, esa puesta de sol ni esa buena velada, en mi vida.

5 comentarios

  1. Cuando se aúna la Belleza de la Naturaleza en estado puro con la autenticidad de la Amistad y Brillantez ingeniosa, el resultado no puede ser más que Felicidad!

    Espectacular velada desternillados de la risa!

    Gracias por tanto!!

    Fátima.

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  2. ¡Extra! ¡Extra! Vuelven los Zipi y Zape de la Justicia y la fiscalización españolas.
    En su penúltima aventura vuelven a escaparse de casa y hacen acompañar de la alegre y revoltosa Pequeña Lulú, también en busca y captura, como compinche de fechorías .
    El resultado: la inspirada comisión de nuevas travesuras (ingenuas, inocentes y muy divertidas).
    Los tres nos enseñan que en la vida solo es grande quien sabe ser pequeño y mundano, supera el caos con simpatía, sencillez y un poco de pillería y/o aprecia la magia y sencillez de los pequeños momentos, disfrutándolos a fondo y convirtiéndolos en instantáneos recuerdos.

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