Viajes

La mejor atracción de Roma al alcance de todos

Acabo de llegar de un viaje familiar a Roma. Y no voy a hablar de la visita al Coliseo, ni al Vaticano ni a la Fontana di Trevi, pues estos monumentos los visité junto con una manada de turistas que como ñúes en el Kalahari perseguíamos llegar los primeros. No. Voy a hablar de la experiencia única, impactante e imborrable que disfruté en Roma.

Se trata del uso del transporte público en autobús. Es algo que debería figurar en las guías de viaje de los turistas o de los parques de atracciones, o como experiencia mística que supera la visión de la Pietá de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro.

Eso sí, antes de subir hay que hacerse antes un electrocardiograma y estar más preparado que un astronauta antes de subir a la nave espacial, o despedirse de los familiares. No exagero sobre lo que espera a quien toma un autobús en la estación Termini de Roma.

Pase lo de averiguar cuando va a pasar el autobús adecuado por la parada elegida, pues son muchos y cada uno parece tomar el rumbo que le place. La espera se ajusta a la regla de Murphy: siempre llega primero el autobús que no se espera.

En cambio, lo de subir es una experiencia alucinante. Da igual que existan unas señales que indican que las puertas delanteras son para subir y las traseras para bajar, o las del centro solo para subir. Todas valen para todo. Me temo que ni los turistas ni los romanos nos molestamos en leer las indicaciones o no nos importan. Y me incluyo porque tengo la atenuante de la primera vez en que intenté respetar la norma, pero posteriormente aprendí la ley de la jungla urbana Roma. Se resume así: sube y empuja, y si te empujan, resiste. Luego, aunque no te empujen, sigue empujando para contrarrestar el posible empuje.

Si ya se consigue subir, es fácil sentirse como una sardinilla enlatada, porque lo de sentarse pertenece a la ciencia ficción. No debe intentarse jamás pagar, porque la maquinita por la que hay que pasar el billete:

a) siempre está muy lejos;
b) No funciona;
c) todos los que te ven intentando pagar te miran con pena.

Intenté sopesar lo que tardaría en llegar a la maquinita de la que me separaban una docena larga de personas en el atestado pasillo, pero solo Jesucristo supo caminar sobre las aguas del Tiberíades, y yo no me veía caminando sobre tanta cabeza o asestando codazos para pagar. Eso sí, es curioso que nadie parece pagar. Quizá es porque los pasajeros saben lo que vale el servicio y por eso no pagan nada. El pasajero sube, suda, lucha y se baja.

Durante el trayecto, y en el interior del autobús, la fiesta continúa. Varias cosas se descubren.

Primera. Si en el exterior existen 36 grados de calor, en el interior se elevan sensiblemente como cabina de bronceado con termostato estropeado hacia los 42 grados.

Segundo. Debe estar prohibido en Roma que las personas se apliquen desodorante, o quizá se manda que todo pasajero demuestre que no lo utiliza, porque gran parte se agarra en la barra del techo para exhibir el sobaco, con lo que se asegura la difusión de feromonas de jabalí.

Tercero. La mayor parte de los viajeros no hablan, pero los que hablan, lo hacen a voces y parecen dedicártelo. La mayoría emulan estatuas de personajes crispados, somnolientos o peligrosos. Eso sí, dentro se aplica la igualdad a rajatabla: ancianos, embarazadas, niños y mujeres, saben que no deben esperar atenciones o que les cedan el asiento. Paradójicamente, para los grupos débiles, en caso de accidente o volcado, resulta más seguro ir de pie, envuelto al milímetro en otras personas, que sentado.

Cuarto. Por alguna extraña razón, el pasajero siente que viaja algún pillete o discípulo de Oliver Twist que aprovechará el empujón para aligerarte los bolsillos. De hecho, en la mitad de los viajes algún pasajero movía la mano con un gesto apuntándome a la cintura, pero lo que inicialmente interpreté como un inquietante guiño sexual, realmente era una advertencia para que vigilara la riñonera por los ladrones.

Quinto. Por si el pasajero se duerme, existe un sutil mecanismo para despertarle. Un brusco frenazo o un volantazo repentino te recuerdan que el carrusel continua su marcha.

Sexto. Algo muy malo pasa por la cabeza del viajero cuando viajando en esas condiciones ve entre las rendijas que dejan los cuerpos apretados, que en el exterior la circulación en Roma es caótica, lo que nos enseñó la carrera de carros de la película Ben-Hur. No parecen existir muchos semáforos, ni importa la prioridad, ni los peatones son considerados seres humanos. Cabe preguntarse si estamos en la segunda parte del Show de Truman, si hay cámaras ocultas o si se trata del experimento de alguna especie inteligente de otro planeta.

Pero como soy positivo, busqué explicaciones:

  • Se trata de transporte gratuito gentileza del Ayuntamiento de Roma.
  • Se trata de preparar al turista para lo que el espera en la marea humana que visita el Coliseo o el Museo Vaticano.
  • Se trata de que el turista se sienta en una ciudad cosmopolita y no se asuste si en la calle alguien le saluda con una motosierra y le dice: “Buona sera«.
  • Se trata de que el viajero no sufra contraste al bajar a las calles más sucias que puede imaginar. Me vino a la mente un dicho aplicable a la Roma que vi: “¿Cuál es la diferencia entre Roma y un inodoro?; Respuesta: el inodoro se puede limpiar”.
  • Se trata de emular a Julio César al bajarse del autobús y exclamar gozoso: “Vine, vi y sobreviví”.

Ya sé, ya sé. Podía haber alquilado un coche o tomar un taxi, pero elegí el autobús. Soy ahorrativo, temerario, y además reincidente, porque una vez has estado en Vietnam, te sientes cómodo volviendo a la selva. Quizá somos la masa de turistas los responsables de la situación, quizá la oleada de calor provoca las sensaciones negativas… pero fácil sería que el Ayuntamiento de Roma planificase mejor en esa época la frecuencia de paso de determinadas líneas y si se acompaña de una dosis de formación cívica, estupendo.

Lo cierto es que sin esas experiencias extrañas, que pudieran contarse en clave lúdica, los viajes serían insípidos, por lo que me limito a desahogarme y a mostrarme satisfecho de mi viaje a una ciudad portentosa. Por favor, que lo que yo digo no le disuada de viajar, ni a Roma, ni de usar los autobuses, ni de probar la pasta, ni de visitar todo lo visitable. Merece la pena. Y he exagerado… cierto: cuando decía que el calor sofocante en el interior alcanzaba los 42 grados… era solo de 38.

2 comentarios

  1. Vuelve el Chaves fresco, irónico, socarrón y lúcido de siempre. Ese capaz de sacarse de su imaginaria chistera ocurrentes conclusiones sobre cualquier suceso o tema (una, dos,…seis… las que se proponga), en este caso sobre su experiencia romana «guaguera».
    Fiel a su estilo, tras el torrencial desboque reflexivo inicial, llega cierta contención «aparente». Al fin y al cabo, queremos pensar, Roma es la ciudad eterna. Allí vacacionaron y se enamoraron -fílmicamente- Audrey Hepburn y Gregory Peck (y nosotros -para siempre- de ella). Y su encanto infinito no puede verse superado por un desencuentro desagradable con su bárbaro y despiadado transporte público.
    Y es aquí donde somos sorprendidos. Una vez bajada la guardia, deseosos y expectantes por oír los descargos, exculpaciones, justificaciones y excusas a lo sucedido, aparece un desenvuelto fiscal -jovial y bromista- disfrazado de abogado defensor que , a partir de argumentos humorísticamente serios, apuntala la segura condena.
    Decía Aldoux Huxley que es delicioso dar con alguien que acepte las pequeñas ironías como expresiones de la mayor seriedad. José Ramón Chaves es uno de ellos. Serio, en el mejor sentido de la palabra (formal, juicioso, honrado, cumplidor y digno de confianza), con un perenne aire de fiesta -humor- para mantener la cordura, evitar la ira y hacer la realidad habitable.

    Bienvenido, José Ramón, ¡los que van a leer(te) te saludan!

    P.D. Para quiénes no han podido visitar Roma. https://youtu.be/Nai-Ipc77X0

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    1. Gracias mil, Felipe, por estar ahí y por tus siempre estimulantes y generosas palabras. Me alegra que los calores veraniegos te hayan respetado y sigas ahí, como el sol y las cosas grandes, que van y vienen, pero siempre están para hacernos la vida mejor.

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