Viajes

Cosas que hay que saber para viajar a Londres en la edad tardía

 En mi juventud fui a Londres tres veces, con coche y alpargatas propias, además de exiguo presupuesto. La precariedad de condiciones de esos viajes fue suplida por la buena compañía.

 Treinta y cinco años después he viajado a Londres con mis tres hijos (23, 15 y 14 años) durante tres días y cuatro noches, y me gustaría compartir lo que me hubiera gustado saber antes de haber viajado.

Primero. Las ventajas de la reserva directa on line, con el consiguiente ahorro de intermediarios. El alojamiento (apartamento vía booking), el viaje de ida y vuelta (Vueling) y un taxi para llevarnos del aeropuerto al hotel y de regreso. Tengo que decir que mi natural desconfianza hacia el éxito de tales reservas “a ciegas”, en que se paga por anticipado a alguien que no se ve, era infundada. Todo funcionó perfectamente.

Segundo. Las economías del turista astuto. Descubrí que en vez de ir pagando en cada atracción, monumento o museo, resultaba más económico adquirir la llamada London Pass que, por una cantidad fija permite visitar infinidad de sitios y además en la mayor parte de los casos “sin hacer colas”. Con ello, existe un sensible ahorro económico y de tiempo, puesto que las entradas a los lugares clásicos tienen precios propios de atracción que se autodestruye a las veinticuatro horas (el Shard, 28 libras; Catedral de San Pablo, 20 libras; viaje en barco por el Támesis, 17 libras, etcétera).

Tercero. Londres es enorme (el Gran Londres cubre 606 millas cuadradas y casi nueve millones de personas, incluyendo el área metropolitana extensa). Moverse por Londres en metro es una excelente opción. Basta sacar la Tarjeta Oyster en una máquina y rellenarla con fondos, para usarla con rapidez y precisión. Como complemento recomiendo vivamente la aplicación Tube Map, que tiene una pestaña donde pones la “Ruta” y te indica exactamente las líneas a tomar. Sencillo y rápido. Eso sí, no hay que olvidar que las estaciones de metro suelen estar bastante concurridas, y hay que tener presente que hay que dejar libre el lado izquierdo de la escalera mecánica para que suban o bajen quienes van con prisa, pues de no hacerlo, podemos vernos empujando o sufrir miradas agrias de algún londinense acelerado. Además, ir en metro es como visitar una atracción, pues es la primera red ferroviaria subterránea del mundo (1863) e incluso algunos tramos pasan bajo el río Támesis.

Cuarto. Lo de las comidas es otro cantar. Todo carísimo y desproporcionado para quienes procedemos de países como España, donde tiene protagonismo la comida casera, abundante y de buen precio. En cambio, en Londres los precios están desatados, y además en los restaurantes con aplicación de un “recargo de servicio personal” del 12,5% que es “voluntariamente obligatorio”, a lo que debe añadirse el IVA, sin que ambos extremos los refleje la carta o los anuncios exteriores (¡ojo!). 

 Cosa distinta es que se opte por ir a Chinatown, a restaurantes chinos o italianos de modesta presencia, o a kioskos callejeros, lo que facilita la economía a costa de la calidad. E igual sucede si uno intenta alimentarse de “fish and chips” pues los chips están claros pero determinar de qué fish se trata es cosa para entendidos.

Quinto. La ciudad es un hormiguero frenético. Taxis negros, autobuses rojos, ingleses colorados, indios grises, trajeados pálidos, aristócratas y colgados, y a su alrededor un enjambre de turistas. Al oscurecer la mayoría se va a su madriguera y queda la ciudad iluminada en la oscuridad.

Sexto. Colas y esperas. Las atracciones y Museos siempre cuenta con la cola de entrada. Una vez dentro, cada uno va a su interés, aunque si dividimos lo que hay que ver entre el número de visitantes, la duración de la visita demuestra que la inmensa mayoría “está” más que “visita” la atracción.

Séptimo. Pese a ser una ciudad cosmopolita y referencia de la cultura, acudí a mi indicador informal del nivel intelectual del país, que viene dado por la tasa de libros por vagón de metro que portan o leen sus usuarios, dividida por el número de móviles que miran con atención mientras el tren se desplaza con vértigo. Creo que la media anda por un libro por cada veinte móviles de cada treinta pasajeros. Que cada uno saque sus conclusiones.

Octavo. Los medios de pago. En Londres el dinero, sean libras o peniques, es un medio de pago a extinguir. En la inmensa mayoría de los lugares hay carteles de “cards only”, incluso cuando se trata de puestos callejeros. Muy llamativo, y sobre todo, que cuando intenté pagar con libras en el café del aeropuerto del lado británico, se me impuso el pago con tarjeta, como si fuera un extraterrestre intentando pagar con rocas marcianas. O sea, regrese con buena parte de las libras que llevé. Además no todas las tarjetas de crédito van, con lo que me salvó la Revolut.

Noveno. Lo gratuito puede ser lo mejor. Al menos hay cuatro visitas obligadas que justifican todos los pesares y cargos. Curiosamente son gratuitas. Primero, el Museo Británico. Segundo, el Museo de Ciencias. Tercero, el Museo de Historia Natural. Cuarto, la National Gallery. Eso sin olvidar que toda la ciudad es un museo y basta alzar la vista atenta hacia edificios y barrios, o pasear por los parques.

Décimo. En el centro de Londres se respira lujo, aristocracia y riqueza (lo que en ocasiones va unido al mal gusto). Eso explica unos edificios majestuosos, vehículos de altísima gama, proliferación de joyerías y sastrerías exclusivas, comercios con medidas de seguridad propias de Fort Knox, etcétera. Se estima que Londres es la ciudad que aloja mayor número de multimillonarios del mundo (un centenar de grandes fortunas) como si fuese la corte de adorar a don Dinero.

Décimoprimero. Evolución. Cabe reflexionar sobre como un pueblo diminuto fundado en tiempos del emperador Claudio y denominado Londinium (43. d.C.), que sufrió un gran incendio que duró cuatro días (1666), que fue bombardeada por los alemanes en los guerras mundiales, se ha convertido en la ciudad más cosmopolita del mundo. Quizá tiene sentido el castizo «De Madrid, al cielo», pero no impide añadir el camino: «pasando por Londres».

Quede esta crónica de tan rápido e inolvidable viaje, con el inventario de lo que pudimos visitar en este viaje (y cuando digo visitar me refiero a dedicarles un mínimo de atención, reflexión y comentario) los siguientes lugares:

  • Museo Británico.
  • Museo de Historia Natural.
  • Museo de Ciencias.
  • Torre de Londres y acceso a las Joyas de la Corona.
  • London Bridge.
  • Catedral de San Pablo, con las tumbas del Duque de Wellington y del Almirante Nelson o del pintor Turner.
  • The Shard (rascacielos de 73 plantas).

Además, desde el exterior, contemplándolo en su grandeza desde nuestra humilde cercanía, pudimos ver los siguientes:

  • Big Ben.
  • Abadía de Westminster.
  • Palacio de Buckingham.
  • Estatua o columna de Nelson en la plaza de Trafalgar Square.
  • Estatua homenaje a Agatha Christie (próximo al teatro donde llevan 72 años representando “La Ratonera”-
  • El Ojo ( la noria gigante)
  • El Belfast (buque de guerra, museo).
  • Paseo breve por Hyde Park.

Y como no, también tuvimos ocasión para visitas comerciales:

  • Covent Garden.
  • Camden Town.
  • Almacenes Harrods.

Es verdad que no tuvimos tiempo para visitar el Observatorio de Greenwich, ni el Planetario, ni el Museo de Cera de Madame Tussauds, ni la Tate Britain, ni las casas del Parlamento,  ni la Biblioteca Británica, ni el número 19 de Dowing Street, ni Abbey Road,  ni Nottting Hill, ni la Aguja de Cleopatra, ni tomamos una pinta en un pub londinense, ni usamos un taxi negro ni autobús rojo… Pero no hay obligación de verlo todo, porque se trataba de un viaje de placer. Inolvidable y cada uno dimos una media de 30.000 pasos diarios, pero viaje de placer.

Me preguntaba como era posible que el Reino Unido transitase tras el Brexit viviendo en el espejismo de ser el ombligo del mundo con toques anacrónicos (monarquía, conducir por la izquierda, vivir de un glorioso pasado, etcétera), e infinidad de mandatos y prohibiciones sobre cómo hay que comportarse en la ciudad.

En Londres, existe libertad, pero el turista se siente con cierta libertad vigilada. Me percaté de que precisamente en este viaje había estado muy cerca de Erasmo de Rotterdam y de Charles Darwin, pues aquél, con su «Elogio de la necedad» se había esforzado en demostrar que la estupidez humana o la locura están en la base de todo placer humano, mientras que éste, con «El origen de las especies» demostró que la selección natural marcaba el rumbo de las especies. Pues bien, me temo que los ingleses son muy particulares, y dentro de ellos los londinenses se las traen; tengo la misma sensación tras regresar, que expuso graciosamente el escritor Julio Camba (1884-1962) en uno de sus artículos periodísticos durante su estancia en Londres entre diciembre de 1910 y enero de 1912 :

Este es el país de la libertad de ideas. Yo puedo irme mañana a Hyde Park y en plena faz de los guardias pronunciar un discurso incendiario diciendo que hay que arrasar con todo Londres. No sólo tengo el derecho a decirlo, sino que si alguien me interrumpe, los guardias le llevarán a la cárcel. Pero en cuanto acabe de hablar, yo no podré ir despacio por la calle, porque los guardias me obligarán a ir de prisa; ni soltar una carcajada, porque la gente se escandalizará; ni comer medio panecillo con el almuerzo, porque pasaré por un hombre mal educado. Yo puedo emitir aquí todas las ideas que guste, pero a condición de que me alise el pelo con engrudo y de que no me ponga nunca el sombrero un poco ladeado. ¿No vale cien veces más la libertad de España? Ahí no existirá tal vez la libertad de hablar, pero existe la libertad de ser. Ahí le dejan a uno ser lo que quiera y como quiera: ruso, australiano o chino; triste o jovial, ingenioso o estúpido; elegante o descuidado; rubio o moreno…»

Admito que el viaje, además de consumir cuatro días de mis vacaciones anuales y un mes de mi trabajo para compensar el gasto soportado, tiene el importantísimo valor añadido de viajar en familia, y aunque no faltaron peleas e incidencias menores propias de mi gente menor («estoy cansado», “yo primero”, “me toca elegir”, ¿cuándo comemos?, etcétera), fue una buena ocasión para que mis tres retoños aprendiesen algo de esfuerzo, algo de cultura y algo de vida social. Tolerancia y supervivencia. Confesaré que, en este viaje, me he percatado de la distinta manera de pedir de los menores, que responde a la ley de la súplica creciente en chantaje emocional. Veamos tres ejemplos reales: mi hija de 14 años:«papito, ¿podrías comprarme ese yogur helado que venden aquí y es lo único que siempre he querido?»; mi hijo de 15 años: «papá, ya sé que posiblemente digas que no, pero me gustaría intentar que me escuchases:¿podrías considerar comprarme esta camiseta del Hard Rock  que realmente necesito?»); y ya la bomba de mi hijo de 23, ultimando sexto curso de medicina: «querido padre, me preguntaba si, desde tu condición de persona con la vida solucionada y al que te acompaña tu siempre servicial hijo, que nunca te da disgustos, ¿podrías afrontar un nuevo dispendio y comprarme este libro que me resultará realmente útil?.»

En fin, que el viaje fue un éxito. Ellos tienen por delante infinidad de tiempo y oportunidades de viajes, pero por mi parte, me temo que cada vez seré más hogareño y algo me dice que Londres queda ya en el baúl de los recuerdos, así que tendré que usar mis últimas cartas de vitalidad para elegir otros viajes de manera cuidadosa. Eso sí, siempre seguiré viajando con el único sucedáneo capaz de superar al original: los libros de viajes.

También debo reconocer que mi deficiente inglés fue suplido por los de mis retoños, y además que estando inmersos en la cultura tecnológica, numerosas situaciones de orientación, tecleo y reserva en Londres, fueron zanjadas por ellos en la quinta parte de tiempo que a mí me hubiese llevado salir adelante ( o marcha atrás).

Así y todo, si un inglés viaja a España, es un tópico su deseo regresar frente a su chimenea, tomar un té y fumarse una pipa. En mi caso, como asturiano que viajé a Londres con mis hijos, mi deseo realista y realizado fue regresar a mi casita, desplomarme en el sofá y tomarme una sidra, mientras mi mujer sonreía complacida de no haber podido ir por razones laborales (y evitarse el trepidante viaje), y acto seguido, yo entornaba los ojos para pensar lo grande que es el mundo y lo pequeño que somos nosotros.

1 comentario

  1. Hoy, nuestro esperado premio de fin de semana consiste en una ordenada y exhaustiva colección de impresiones, vivencias y consejos, más de un viajero que de un turista, deudora de ese vehículo con derecho de admisión que es la buena compañía.
    Se presenta acicalada con acertadas referencias literarias, el encanto consustancial de lugares imperecederos o la eterna fascinación que producen ciertos personajes históricos, pero, antes de eso, con el personalísimo parpadeo escrito que el viaje y la provisional estancia provocan en el autor.
    Y concluye con una vuelta enriquecida al yo (porque ese lugar -lo visto y lo vivido- pasa a formar parte de uno mismo) y al nosotros (porque esa experiencia del viajar juntos refuerza los lazos comunes). Pero también con unas gotas realistas de melancolía porque, como el paso del tiempo manda, estos viajes con los tuyos acabarán y tornaran en memoria o viajes mentales.

    Se puede vivir en nidos, como hacen las aves, o en el aire, como hacen las veletas, o bajo techo, como hacen las personas, pero si antes de morir no has pasado en alguna ocasión por alguna de la dos primeras versiones es que algo te ha faltado por vivir.

    P.D. Hilario Camacho, un estupendo cantautor (rebelde, muy especial y de grandes canciones) tristemente fallecido, escribió este maravilloso «Final de Viaje». Escuchen y disfruten de su letra (voz y música). Según él, creo que acierta, el final del viaje solo puede ser estar con alguien al que quieras, que te quiera y te haga sentir -todos los días- que amaneces.

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