Del amor

De amores inspiradores

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La inmensa mayoría de los que dicen haber leído El Quijote, o la Divina Comedia, o el Ulises, no han pasado de un puñado de páginas o no los han acabado. Sin embargo, como se supone que hay que parecer culto, suele afirmarse sin rubor tal lectura, a sabiendas de que el interlocutor posiblemente tampoco lo ha hecho.

En mi caso, “declaro por mi honor“ haber leído por entero El Quijote hace más de treinta años, aunque debo confesar que me salté diversos fragmentos por premuras de la edad o ignorancia de las alusiones, o sobrecarga de palabras que desconocía. Como penitencia, me propongo releerlo calmosamente este mismo verano, con anotación de palabras desconocidas y subrayado de párrafos inspiradores.

Sin embargo, la Divina Comedia comencé a leerla, y me resultó bella en la forma pero críptica en el mensaje, por la inmensidad de referencias a personajes, mitos y sucedidos, además de perderme en los difíciles tercetos. Lo admito, abandoné su lectura y me pesa.

En cuanto al Ulises de Joyce, abandoné su lectura a las pocas páginas y no pienso reintentarlo, ni me arrepiento.

Viene al caso, porque escribo esto desde  Verona, la ciudad de Romeo y Julieta, obra de Shakespeare que se abre con el Coro a modo de resumen:

En Verona, escena de la acción,/dos familias de rango y calidad/ renuevan viejos odios con pasión/y manchan con su sangre la ciudad./

De la entraña fatal de estos rivales/nacieron dos amantes malhadados,/ cuyas desgracias y funestos males/ enterrarán conflictos heredados.

El curso de un amor de muerte herido/ y una ira paterna tan extrema/que hasta el fin de sus hijos no ha cedido/ será en estas dos horas nuestro tema.

Si escucháis la obra con paciencia,/ nuestro afán salvará toda carencia.

No se trata del amor a las cosas que sentimos “para nosotros” (placeres, libros, deportes, bienes,etcétera) sino del amor que sentimos “hacia los otros”, en todas sus variantes (paternofilial, fraterno, amoroso y amistoso), aunque la más natural y mágica sea la del sentimiento amoroso hacia la pareja, el que inspiró a Shakespeare y que puebla Verona en forma de candados con compromisos en los puentes del río que serpentea la ciudad.

En justicia hemos de decir que no es muy edificante el caso de la célebre obra de Shakespeare «Romeo y Julieta», que no deja de ser la funesta consecuencia de un malentendido provocado por un fraile bienintencionado (Fray Lorenzo), como tampoco es comprensible la leyenda del Pozzo dell’Amore, referido a una joven noble que pide al humilde pretendiente la prueba de su amor tirándose a un pozo, lo que hace aquél pereciendo, y por remordimiento, se arrojará después ella.

Personalmente, me resulta inspirador y maravilloso el cuento de O,Henry, El Regalo, auténticamente delicioso y claro sobre lo que es amar.

Sin embargo, el amor es escurridizo y rebelde, como evoca la frase que constituía el lema del duque de Gonzaga, que se ofrecía plasmada en la sala del Laberinto del Palacio Ducal de Mantua:”Forse che sí. Forse che no”(“Tal vez sí, tal vez no”). Una incertidumbre que inunda fatalmente la trama de Romeo y Julieta, y que tiene cruda actualidad en todo tiempo y todo lugar, tanto para cuestiones de amor como de fortuna.

Y en esta ciudad, paseando por sus calles, laberintos de historia y belleza, de antigüedad y renacimiento, de ciudadanos y turistas, me tropecé con esta escultura de Dante, con un libro en las manos, que abierto, muestra en una página el inicio de la Divina Comedia, en el Infierno, («A mitad del viaje de la vida, me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto») y en la otra el final de la misma, en El Paraíso, (“Mi voluntad y deseo giraban como ruedas que impulsaba, el amor que mueve el sol y las estrellas”).He aquí una frase bella e inspiradora, y que encierra el motor de la humanidad y la individualidad: El amor que mueve el sol y las estrellas.

Conectando todo lo dicho sobre esa cosa escurridiza que llamamos “amor”, nada nos quita la delicadeza impetuosa de Don Quijote al exponer su sentimiento amoroso por Dulcinea cuando la describe:

Su hermosura es sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas; que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración pude encarecerlas y no compararlas.

No corren buenos tiempos para la lírica amorosa, pero que bello es el amor. Y más en Verona.

3 comentarios

  1. El Quijote hasta la página 30. La divina comedia no he osado y a Joyce lo descarto por soporífero e infumable. Ni con la voluntad de un asceta.
    No sé si la cultura depende de la lectura de unos clásicos. Lo que sí tienen los clásicos, por eso mismo lo son, es que encierran un presente perenne que no depende de la actualidad. El presente simple que siempre es cierto. Disfruta de Verona. Un saludo.

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  2. Alguna vez he hablado de Pedro Pablo Sacristán. Una crisis personal, motivada por la enfermedad incurable de uno de sus cinco hijos, le hizo cambiar su exitosa profesión (como ingeniero aeronáutica) por la muy incierta (de escritor de cuentos infantiles que transmiten valores). Hoy, en versión reducida y adaptada, reproduzco este ocurrente, inspirador, realista y desmitificador cuento (para todas las edades) sobre el amor verdadero.

    «¿Y SI NO FUERON FELICES Y SE HARTARON DE PERDICES?

    Érase una vez el final de un cuento de hadas.Todo había acabado bien, el príncipe y la princesa habían llegado a casarse, tras muchas aventuras, y vivieron felices y comieron perdices…Pero, al día siguiente de ese final, el príncipe tenía un fuerte dolor de cabeza y no le apetecía comer perdiz. Mientras la princesa, por el contrario, devoraba perdices hasta indigestarse. Esa noche, el príncipe protestó.

    – Vaya birria de cuento. No me siento para nada feliz.
    – Si no eres feliz es porque no has comido perdiz, le contestó la princesa.

    Al día siguiente ambos solo comieron perdices, pero el mal humor del príncipe no desapareció, y la indigestión de la princesa empeoró.

    – Vaya birria de cuento, dijo también la princesa. ¿Cómo puede irnos tan mal? ¿Acaso no fue todo perfecto durante el cuento? ¿Qué más necesitamos para ser felices?

    Ninguno de los dos tenía ni idea, pues se habían preparado para vivir una vida de cuento. Pero, al terminar el cuento, no sabían por dónde seguir. Decididos a reclamar una felicidad a la que tenían derecho, fueron a quejarse al escritor del cuento.

    – Queremos otro final.
    – Este es el mejor que tengo. No me sé ninguno mejor.

    La infeliz pareja no se resignó, y decidió visitar a las más famosas parejas de cuento. Pero ni Cenicienta, ni la Bella Durmiente, ni siquiera Blancanieves, hacían otra cosa que dejar pasar tristemente los días en sus palacios. Ni una sola de aquellas legendarias parejas había sabido cómo continuar el cuento después del día de la boda.

    – Nosotros probamos a bailar, bailar, y bailar durante días, contó Cenicienta, pero solo conseguimos un dolor de huesos que no se quita con nada.
    – Mi príncipe me despertaba cada mañana con un ardiente beso que duraba horas, recordaba la Bella Durmiente, pero aquello llegó a ser tan aburrido que ahora paso días enteros sin dormir para que nadie venga a despertarme.
    – Yo me atraganté con la manzana cien veces, y mi príncipe me salvó otras tantas, y luego nos quedábamos mirándonos profundamente, dijo Blancanieves. Ahora tengo alergia a las manzanas.

    Decepcionados, los recién casados fueron a visitar al resto de personajes de su cuento y a sus leales súbditos, pero nada supieron hacer.

    – Nada, tendré que encargarme de mi felicidad yo misma, decidió la princesa precisamente el día que el príncipe pensó lo mismo.

    Y cada uno se fue por su lado a intentar ser feliz haciendo aquello que siempre le había gustado. Pero por emocionantes y especiales que fueran todas aquellas cosas, no era lo mismo hacerlas sin tener a su lado a su amor de cuento. Tras aceptar su fracaso por separado, volvieron a encontrarse en el palacio llenos de pena y desesperanza.

    – Lo hemos intentado todo, dijo el príncipe, cabizbajo. Ya no queda nadie más a quien pedirle que nos haga felices. Estamos atrapados en un penoso final de cuento.
    – Bueno, querido, aún nos queda una cosa por probar, susurró la princesa. Hay alguien que aún no se ha encargado de tu final feliz.
    – ¿Sí? ¿Quién?
    – Cariño, no te vayas del cuento. Me refiero a mí. Aún no me he encargado de hacerte feliz. Ni tú tampoco de mí.

    Era verdad. Y no perdían nada por intentarlo. Aunque hacer feliz al príncipe tenía lo suyo. Solía levantarse de mal humor, trabajaba algo menos que poco y era un tipo más bien guarrete. Y tampoco la princesa era perfecta, pues lo menos que se podía decir de ella es que era caprichosa y mandona, bastante cotilla y un poco pesada. Pero, a pesar de todo, se querían, y descubrieron que, al esforzarse por el otro, olvidándose de sí mismos, no necesitaban más que ver asomar la felicidad en el rostro de la persona amada para sentirse plenamente dichosos. Nunca antes habían repartido felicidad, y hacerlo con su único amor los llenaba de tanta alegría que era difícil saber quién de los dos era más feliz.

    Pronto se sintieron tan dichosos repartiéndose felicidad que, a pesar del esfuerzo que les suponía, no pudieron parar en ellos mismos, y comenzaron también a preocuparse de la felicidad de sus súbditos y los demás personajes de su cuento.

    Así, habiendo descubierto el secreto de los finales felices, hicieron por fin una última visita para llevar a su amigo el escritor un regalo muy especial: un nuevo final de cuento. Y el escritor lo tomó y lo agregó a la última página, donde desde entonces puede leerse “…y, renunciando a su felicidad por la del otro, pudieron amarse y ser felices para siempre”.

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