Claves para ser feliz

Una saludable mariscada para evadirse de un mundo caótico

Ayer regresé a Coruña en visita familiar y cómo no, en vez de besar el suelo, rendí los honores a la ciudad, disfrutando de una mariscada. La vida es tan compleja, sorprendente y caótica, que se requieren momentos de oasis placentero, y algunos solemos encontrarlos allí donde hay buena compañía en torno a un mantel… repleto de buenas viandas.

Enfrentarse a una mariscada es un ritual mágico. Primero, porque no todos coincidimos en el concepto de mariscada, pues vistos los anuncios que pululan por las callejuelas de Coruña y Santiago de Compostela, se identifica con el amontonamiento en bandeja de marisco variado, lo que explica que las hay que se anuncian compuestas de mejillones, gambas y algún langostino y las hay formadas por bogavantes, centollos y percebes. A medio camino, las hay que barajan todo tipo de moluscos y crustáceos.

Curiosamente, hay varias claves para identificar una buena mariscada.

Primero, la variedad. Deben existir varias especies para proporcionar ese placer de saltar de sabores y elegir una u otro como Polifemo elegía marineros y se los zampaba.

Segundo, la calidad. Pocos campos hay tan didácticos como las mariscadas para enseñar que cantidad y calidad no coinciden y que “el hábito no hace al monje”, pues a veces enormes mejillones y lustrosos langostinos son insípidos o peor aún, indigestos.

Tercero, la presentación. Es cierto que los anuncios y la realidad muestran la diferencia entre lo pintado y lo vivo, pero mal empezamos si la mariscada no se come con los ojos, como un bello bodegón.

Cuarto, deben ser cocidos o tratados a la plancha, o condimentados, con cariño y destreza. ¡Cuántos buenos bogavantes se han pasado de plancha!, ¿y mejillones herméticos?, ¿o langostinos con sabores anómalos?, ¿y percebes que te hacen sentir un ídem por acuosos?, etcétera.

Y por supuesto, una buena mariscada hay que pagarla. En la vida he aprendido que quien paga barato, recibe barato. Eso sí, no creo que un gran restaurante de lujo en New York mejore lo que puede ofrecer un modesto restaurante casero gallego, porque al menos, en este se ve y se sabe lo que se come, sin necesidad de que te lo explique el maître.

En todo caso, como es algo excepcional, no me siento culpable por enfrentarme a una mariscada de cuando en cuando. Al fin y al cabo, polvo somos y en polvo nos convertimos, pero mejor en polvo amariscado.

Ni soy vegano, ni vegetariano, ni me van las etiquetas gastronómicas. Me considero omnívoro y además procedo de una época en que me enseñaron a comer todo lo que me sirven por aquellas letanías que mis padres me espetaban: “todo es de dios”, “cuesta mucho obtenerlo”, “hay quienes no tienen nada”… Quizá por eso no hago ascos a ningún tipo de marisco. Tampoco me dejo llevar por opiniones ajenas sobre las sensaciones gustativas. Las mías son mías y respeto las de los demás. No necesito libros de cocina para valorar la calidad de una tortilla (es más, como decía Churchill, la valoro mejor que la gallina que puso los huevos). Mis gustos son míos y parafraseando a Groucho Marx, si no les gustan, tengo otros para… cuando me de la gana, que nadie es prisionero de sus primeras impresiones.

Por eso, no tengo empacho en disfrutar del centollo afirmando que resulta más laborioso que gozoso; en destripar el bogavante pensando que lo sabroso dura poco; en calificar los percebes como “ruido con pocas nueces”; en descifrar las entrañas de las cigalas con el cuidado de abrir un broche de oro; o saborear con rapidez los langostinos por su facilidad para someterse al sacrificio de ser deglutidos.

Pero sobre todo me encantan las gambas, tan pequeñas, tan claras, tan lisas, tan indefensas, tan rosadas (las rojas hace tiempo que no me visitan), tan agradecidas al paladar… Son las pipas del adulto y su nombre es tan delicioso como su contenido: gambaaaaa… llena la boca y se recrea en ella. Es curioso, pero parece que las “gambas” se llaman así porque en italiano “gamba” es pierna, y los marinos italianos consideraban que eran animalitos “llenos de piernas”, por sus patitas.

En fin, se qué con mi comentario “he metido la pata” o “metido la gamba”, pero me sirve para el secreto de disfrutar gratis de lo bueno: recordarlo.

El caso es que pocos actos hay tan gratificantes como regalarse una buena mariscada. Y si es en buena compañía, mejor. Y si la compañía adicional es un albariño, el mundo cobra sentido.

Solo falta pedir que no nos sienten mal. Que no pasemos del cielo al infierno. Afortunadamente, no sucedió ayer sábado.

Para finalizar, la inolvidable escena de la película Anny Hall, sobre las langostas… no envejece bien, pero es imposible no sonreír…

2 comentarios

Gracias por comentar con el fin de mejorar

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.