Reflexiones vigorizantes

Hagamos algo para no hacer nada: Dolce far niente

Nadie como los italianos lo saben decir mejor: «Dolce far niente»: la dulzura de no hacer nada. En castellano somos más toscos: el placer de tocarse las narices.

Lo pienso desde el aeropuerto de Granada mientras espero tomar el avión para regresar a Oviedo, después de un estupendo congreso profesional, donde he pasado momentos fantásticos y tenido ocasión de saludar, abrazar y conversar con bellísimas personas. Eso sin olvidar la obligada visita a esa séptima maravilla de España que es La Alhambra y el consiguiente tapeo y copeo, con algo de cachondeo, que nunca viene mal un viaje en la montaña rusa.

Sin embargo, discrepo de Joaquín Sabina cuando decía aquello de “Como fuera de casa, en ningún sitio”. Como el mítico Ulises puedo pasar aventuras prodigiosas fuera de casa pero no oculta mi hoja de ruta hacia mi nicho, mi refugio, mi hogar. Cuando era más joven mis sueños e ilusiones solían pasar por lo de “salir”, “viajar”, “visitar”, “experimentar” y otras actividades con la nota común de aspirar a salir del ámbito doméstico, como si la alegría y las metas solo estuvieran fuera del hogar. Ahora que soy menos joven, mis ilusiones pasan por “entrar”, “permanecer” y quedarme en el hogar; me vuelvo reticente a viajar, huraño y deseoso de mantenerme en la madriguera, pese a lo cual, soy tan débil que no se decir que no a más viajes de los que debería. Como dije en su día, frecuentemente hago nesting sin saberlo.

Es una curiosa transición del joven que quiere salir hacia el maduro que quiere permanecer, que además son situaciones conectadas, puesto que cuando estamos en casa solemos anticipar e ilusionarnos con el inminente viaje, pero cuando estamos inmersos en el viaje, añoramos el regreso la casa (y a partir del tercer día, “resucita” nuestra nostalgia emulando a E.T., “Mi casa…”).

¿Qué tiene el hogar que valoramos más cuando no estamos en él? Pues que es nuestro círculo dominado. El ámbito diseñado a nuestro antojo y con la presencia deseada. El campo donde somos nosotros, en zapatillas y camiseta, despiertos y dormidos, donde guardamos nuestro pasado y disfrutamos el presente más inmediato. Nuestra circunstancia delimitada en el perímetro de la habitación en que estamos. Y lo más importante, el campo preferido para no hacer nada. O sea, para no hacer nada que nos suponga molestia o esfuerzo.

Para haraganear, o dicho en palabras más suaves, para meditar con la mente libre sobre nosotros y nuestra circunstancia. Es verdad que a veces ese “dolce far niente” se estimula delante de la televisión, en que nuestra mirada se fija en la pantalla como vaca mirando el horizonte, mientras rumiamos pensamientos de todo tipo. Lo curioso es que cuando no hacemos nada, estamos haciendo algo. Pensar. Y más curioso resulta que pese a creerlo así, no dirigimos nuestro pensamiento sino que somos nosotros los espectadores de nuestro propio pensamiento, e incluso sus esclavos, porque nos deja ensimismados, anclados en pensamientos erráticos o en cuestiones imprevisibles.

No digamos como ayuda a ese “dolce far niente” salir al jardín y mirar los detalles de la naturaleza, o escuchar el sonido de crecer la hierba, o el murmullo de la brisa.

Pero, ojo, el placer de no hacer nada, no hay que confundirlo con pegarse al ordenador, a las redes sociales, a la pantallita del Smartphone… No. No es eso. Hay que saber desconectarse para ser personas.

Se trata de dejar la mente libre de interferencias y ruido y dejar que se expanda la percepción. Cumplir las tres “S”: Ser, Sentir, Sonreír.

Curiosamente ese “no hacer nada” genera dos paradojas.

La primera paradoja  consiste en que ese tiempo de no hacer nada suele ser muy productivo. Descanso real y se desatarán insospechadas fuerzas creativas.

La segunda paradoja consiste en que ese estado de relajo se añora y valora más, si se ha experimentado una hiperactividad anterior ( o sea, tras viajes o situaciones de estrés o estimulación intensa). Tras estas situaciones, se añora el descanso, desconectar, encontrarse en territorio dominado y consigo mismo. Como decía el humorista británico Jerome Kapla:

Es imposible disfrutar plenamente de la ociosidad si no tienes mucho trabajo que hacer «…»

Me llama la atención que en las películas americanas todos los tiempos muertos en el hogar de los protagonistas, son con una copa de vino, o descorchando una botella. Sobre todo las escenas de parejas que tienen lugar tras las horas de desayuno: él o ella descorchan la botella y sirven las copas y mientras hablan, discuten o callan. Quizá es un recurso cinematográfico para que los actores tengan las manos ocupadas y dar sentido a la escena, pero más bien tengo la sensación de que el modelo americano es dolce far drinking.

Casualmente he visto la semana pasada en Netflix la película Come, Reza, Ama (2010), —película que se deja ver para mantener la mente al ralentí, aunque perfectamente prescindible— donde una joven Julia Roberts busca sentido y acople de su vida, y viaja a Roma donde a fuerza de vino, pasta y risas, comprende precisamente el “dolce far niente”, pero luego viaja a Bali donde aprende de un monje que

El lugar de descanso de la mente es el corazón. Lo único que la mente oye todo el día es el sonido de las campanas, el ruido y la discusión, y todo lo que quiere es quietud. El único lugar donde la mente encontrará paz es dentro del silencio del corazón. Ahí es donde tienes que ir.

Muy bonito y muy cierto, pero el gran problema radica en que nos estamos acostumbrando a tener el piloto automático en la mente y no en el corazón. No dejamos tiempo para reflexionar sobre lo que sentimos o lo que deberíamos sentir. Tampoco sabemos disfrutar del ocio. De no hacer nada. Hay quien confiesa que no puede estar parado y eso me parece realmente preocupante (en mi caso me muevo entre ambos polos: o los del hiperactivo o los del hiperpasivo, lo que es aceptable).

Por si acaso (como me temo que soy el único que está en plena laboriosidad en esta sala de espera del aeropuerto), comenzaré a aprender el arte de no hacer nada tras el aterrizaje. Pero incluso este buen propósito lo aparcaré con el pretexto del “dolce far niente”.

Y es que, como comenté otro día, el mejor plan es no tener ninguno.

1 comentario

  1. Un hogar es el lugar donde uno es siempre esperado. El sitio donde dejas todo lo que amas y sabes que seguirá cuando regreses. El imán de tu persona. Algo hecho de amor, compañía y sueños que trasciende la idea de vivienda, patrimonio y valor inmobiliario. Para algunos es un espacio, por otros una persona, para mayoría una mezcla cálida y humana de ambos.

    Pocas cosas hay más disfrutables que el placer de volver a tu morada. Porque cuando estás en tu hogar te tienes, te sientes -bien y en paz-, te aportas -y aportan-, te sanas y creces. Porque los colores, los sabores, los olores, las presencias, los recuerdos y ¡nuestro corazón!, por bien que estés y disfrutes fuera de casa, solo viven en tu hogar y no saben de mudanzas. Y porque la vida, en el fondo, es un eterno ir y volver a casa.

    P.D. Ese «no hacer nada» del que nos habla, tras su agotador aunque disfrutado periplo granadino, es, en realidad, una reacción biológica y mental normal para evitar -si me lo permite- que le salten los plomos (tomarse un tiempo de adaptación para volver a su orden natural; refrescar su cerebro y mirada; recargar pilas; y, por encima de todo, descansar). Pero, más allá de su acertado uso como recurso literario, de dolce far niente ¡niente! La prueba irrefutable: el tiempo, el esfuerzo y el trabajo dedicados en pensar y escribir este artículo. Descanse. Y no haga nada. Que el lunes ya amenaza.

    Me gusta

Gracias por comentar con el fin de mejorar

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.