Reflexiones vigorizantes

Momentos de paz, tan valiosos como huidizos

Después de un viaje en avión, seguido de cien kilómetros en coche hasta Tarragona, tuve ocasión de celebrar un encuentro de trabajo, hablar y escribir, proponer y debatir; finalmente, retorné a Barcelona y pude dedicarme a patear la gran ciudad en la mañana libre durante tres horas; tres horas de supuesta soledad envuelto por multitud de gente con prisas. Por fin, agotado de tumultos, he vuelto a mi hogar en Asturias. Mi refugio. Mi pecera.

Es domingo por la mañana, con el cielo nuboso y el sol pugnando por atravesarlo, y me siento a observar el verdor y sentir la calma. Un momento de paz. Veo un caracol que trepa lentamente por el tallo de un trébol, y levantando la vista, justo encima, observo en las alturas un águila que planea majestuosa, mientras al fondo las ramas del álamo se balancean con calma. Me pregunto: ¿Qué paz debemos envidiar?, ¿la del caracol, la del águila o del álamo? ¿o la del homínido con gafas y móvil cercano sentado en una silla, con aire hastiado y enfrascado en inútiles divagaciones?

Estos momentos de paz son escasos en las coordenadas de la vida que nos ha tocado vivir, en que el tiempo se limita y el espacio nos distancia, mientras el trabajo y el ocio nos impiden pensar en nosotros y nuestra circunstancia. Por eso a veces, percibimos como paz la ausencia de inquietudes, en no tener zozobra, dolores ni preocupaciones, ni implicarse en las noticias de guerras y desastres.

Benditos momentos de paz. Casualmente, ayer leía una entrevista al escritor Jorge Luis Borges (“Borges: el misterio esencial, 2021”) en que le preguntaban si había sentido alguna vez momentos de paz y respondía:

He tenido algunos momentos de paz. Me fueron dados, tal vez, en algunas ocasiones, por la mera soledad. Otras veces por los libros, y otras por la memoria”.

Me maravilla la sencillez y acierto de la respuesta. La paz puede encontrarse en soledad, libros o la memoria.

La soledad propicia la paz. Estar solo consigo mismo. Me recuerda el conocido poema de Lope de Vega: «A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos». Lo bueno de dejarse llevar por la voz interior y la mente libre es que no discutimos.

Sin embargo, es difícil estar solo, pues parecemos empeñarnos en estar acompañados, en llenar los huecos de la agenda, en buscar compañía para pasear o almorzar, en tener encendida la televisión aunque no la miremos, en repasar la pantalla del dispositivo buscando mensajes o contacto con el exterior, en pasar las vacaciones donde va más gente de vacaciones, etcétera.

En el aeropuerto constaté que las personas que viajaban solas no estaban soñando, reflexionando o recapitulando su vida. La inmensa mayoría estaba sentada, en pie o apoyada, pero casi todos con un móvil frente a los ojos, renunciando a la soledad para aferrarse a la compañía de un jueguecito o de una red social.

Los libros proporcionan paz. La lectura, el ensimismamiento, la dulce prisión de la curiosidad, disfrutar de la belleza de palabras y sus mensajes… Son momentos de paz íntima, en que viajamos escuchando la voz del autor que nos aleja de nuestras inquietudes. Un verso del propio Borges nos lo indica: ”Ese tumulto silencioso duerme/ en el ámbito de uno de los libros/ del tranquilo anaquel. Duerme y espera”. Un milagro: el libro es un objeto inerte que con el lector cobra vida.

La memoria también es fuente de paz. Nos permite rememorar buenos momentos, encuentros cálidos, tiempos de vino y rosas, estampas de infancia, fulgures de adolescencia, placeres y días…. Paradójicamente, también el olvido nos ofrece paz, pues entierra malas experiencias, nos aleja los problemas o nos hace enterrarlos. El gran problema es que no somos dueños del olvido: no tenemos un tecla de borrado de nuestra memoria, y además, cuando no queremos pensar en algo, no lo conseguimos (la vieja trampa de intentar cumplir infructuosamente la famosa orden: ¡No piense en un elefante blanco!).

Todos tenemos nuestros momentos personales de paz. Me atrevo a confesar mis momentos favoritos de paz: el lapso temporal previo a ser capturado por el sueño; el sentir el agua de la ducha sobre el cuerpo, sin prisas, con sensación vigorizante y de renacimiento; los momentos de escritura creativa por necesidad interior; los de admirarme de escuchar a quien admiro; los de contemplar a mis hijos ilusionados jugando conmigo o enfrascados en convencerme de algo sin saber que ya estoy convencido; los de sentir a mi pareja que «calla porque está como ausente» (Poema XV Neruda); o los de compartir el agasajo por el éxito de mis amigos o familiares. No son muchos momentos, ni constantes, pero deliciosos de sentir y atesorar.

En fin, la paz es una meta irrenunciable. La paz de los pueblos, la paz de las familias, la paz social y sobre todo la paz con uno mismo. Me llama la atención la naturalidad con que todos decimos ante un fallecimiento: ”Qué descanse en paz”, pues todos damos por sentado que la vida es desapacible, turbulencia y desasosiego. Quizá sería mejor que deseásemos “morir en paz”, o sea, en paz con quienes hemos ofendido, con quienes hemos decepcionado, con quienes hemos despreciado, con quienes tenemos deudas de corazón, con la naturaleza… Pero para este “morir en paz”, lo mejor es “vivir en paz”, y dejarnos de creer únicos, eternos y soberbios. Confieso que no es fácil controlar eso que llamamos «ego», y que finalmente nos «ahoga». Nada fácil.

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