Hablar y comunicarse

De las malas conferencias ¡líbranos Señor!

Creo que Ortega decía que la claridad era la cortesía del filósofo. Mas bien la “amenidad” en el sentido del diccionario, que considera “ameno”, lo “grato, placentero, deleitable”.

Por razones personales y profesionales he asistido a infinidad de conferencias en mi vida, hasta el punto de que, en casi todas las capitales de provincia podría decirse aquella frase atribuida a Eugenio d,Ors: «En Madrid, a los ocho de la tarde, das una conferencia o te la dan». De hecho, el pasado jueves tuve ocasión en Santander de asistir a dos charlas e impartir una en el Palacio de La Magdalena.

El problema de las conferencias es similar al de los vuelos aéreos, pues se pierde tiempo en acudir hasta embarcar y en irse, además de que nunca se sabe si comenzará y acabará todo en el horario anunciado. Lo peor es que, al igual que en los vuelos, una vez montado hay que esperar al final, pues en las conferencias resulta incómodo, descortés y sonrojante, levantarse en el curso de la charla bajo el reproche de soslayo del conferenciante y la mirada curiosa (o comprensiva, a veces) de los restantes asistentes.

Confieso que asisto a poquísimas conferencias. Me da pereza porque no quiero afrontar la desilusión o pérdida de tiempo si no me cautiva el conferenciante. Además, cuando comparo la oferta de una conferencia con la de un buen libro, triunfa éste.

Con los tiempos que corren, en que la cultura no atrae mucho, he sentido lástima por el conferenciante, cuando asistiendo a su exposición, me he percatado de las siguientes actitudes entre los asistentes: algunos mirando el reloj insistentemente; otros consultando el teléfono móvil sin pudor, otros disimulando bostezos o intentando echar una cabezadita con los ojos abiertos, y como no, los peores son los que –como yo­– miramos a esos otros grupos.

Aunque a veces, quien merece lástima es el decepcionado asistente, pues salvo que se haya cobijado allí de la inclemencia de la lluvia, esperaba salir del acto alimentado de sabiduría, y sufre el castigo de un conferenciante no tiene nada que exponer, o no sabe exponerlo, o lo peor, demuestra la ilusión y parsimonia del condenado a la horca, o cuando parece hablar para el botón de la camisa o, algo tan sedante como no introducir inflexiones en la voz ni metáforas, chistes o guiños al público. Es entonces cuando se produce la magia de la sabana africana, pues coexisten calmosamente el conferenciante como elefante mordisqueando ramaje y los asistentes leones tumbados observando, aquél hablando sin interés y éstos sin escucharle, aunque manteniendo el contacto visual.

En ese viaje interminable de la conferencia plúmbea, cada minuto resulta de mayor duración que el anterior y cada palabra adicional se suma a la legión de palabras sin acuse de recibo. En mi caso, tengo la fortuna de una enorme capacidad de evasión mental, pudiendo transportarme con mayor facilidad que lo hacen las almas en la vieja película Ghost, aunque con el riesgo de delatarme mi gesto exterior lo que pienso en el interior, mientras fijo la mirada en el conferenciante (puedo revelar la disonancia de mostrar preocupación cuando lo que dice el ponente es divertido, o a la inversa). Es en esos momentos cuando se agradece si existiese power point, porque permite a los asistentes dejar que la mirada salte como un cervatillo por la pantalla buscando distracción.

Lo que ya es la puntilla para el público, es cuando el conferenciante finaliza, y todos hipócritamente aplaudimos aunque no lo merezca, momento en que se abre un turno de preguntas… ¡Y alguien pregunta!, ¡Y el ponente contesta complacido con una segunda conferencia!

En fin, los conferenciantes aburridos merecen lástima y nuestra benevolencia.

Primero, por no conocerse a sí mismos, sus capacidades y talento, pues se puede saber mucho y transmitir poco, y a la inversa.

Segundo, por no comprender que la sala a la que se dirigen, no está vacía precisamente por amenaza de bomba.

Tercero, porque no suelen tener amigos y familiares que tengan compasión y les digan la cruda realidad, con delicadeza o sin ella.

Siendo justos, quizá yo mismo o usted lector, vivimos ajenos a la realidad de nuestras posibilidades y somos unos pelmazos, dentro o fuera del mundo de las conferencias, pues es un rasgo negativo de la personalidad en que, como las infidelidades, el perjudicado es el último en saberlo.

No me resisto a contar una anécdota real del pasado, con toque de humor.

Recuerdo que matriculado en los cursos de postgrado de la universidad de Oviedo, con casi treinta añitos (¡qué lejos quedan!) asistí junto con un amigo y con otros tres alumnos desconocidos a una charla sobre “Armonización fiscal en la Unión Europea”. Nos esperaba el catedrático de derecho tributario y nos hizo sentar en torno a una mesa ovalada, en cuyo frente se sentó otro catedrático invitado a dar la charla. Nos acomodamos, y algunos pusimos unos folios y bolígrafo para tomar notas. Nuestro catedrático presentó al conferenciante como alto funcionario de la Comisión Europea, venido desde Tolouse, y acto seguido inició su conferencia. Se notaba que dominaba la materia, pues hablaba con rapidez y vehemencia, e incluso nos hacía gestos de complicidad, a los que respondíamos asintiendo. Estábamos muy cercanos, como caballeros de la mesa redonda, y el aula se llenaba de las palabras jurídicas que sabían a borbotones del conferenciante hacia nosotros. Hubiera sido una estupenda velada, y nada tendría de particular, si no fuese porque ni mi amigo ni yo hablábamos una sola palabra de francés, pero éramos tan educados que, para no dejar la conferencia con el aforo reducido a un trío, ni dejar en mal lugar a nuestro catedrático español, permanecimos mirando al ponente con nuestros ojos de lechuza atenta, mientras en nuestro interior bullía una gran duda:¿nos preguntará al final algo de esta melodía de la que solo oímos música pero no conocemos la letra?, ¿por qué soy tan estúpido de no hablar claro y decirlo antes de seguir hundiéndome en esta mascarada vergonzante para mí? Crucé mis ojos con los de mi amigo, enarcando levemente las cejas, y conseguimos comunicarnos telepáticamente la molesta situación. Intenté averiguar si los otros tres alumnos comprendían el discurso del ponente, e hice mi apuesta interior de que parecía que solo una chica hablaba francés, porque los otros dos ponían rostro de funeral.

El tiempo pasaba tan lentamente que, por la cercanía física, no me atrevía a volver a mirar otra vez el reloj, así que intenté escudriñar la hora en los relojes de los otros asistentes. Una forma como otra cualquier de entretenerme. Después me entretuve analizando al detalle el rostro del ponente, coloración, espinillas, dentadura, pilosidad…,pues no queda otra si miras a alguien fijamente durante largo tiempo sin que te pueda distraer lo que dice.

Transcurrida una “hora larga” y ahora entiendo esa expresión aparentemente absurda, pues las horas duran siempre los mismos sesenta minutos, el conferenciante cerró la boca, sonrió, cruzó las manos, y miró al profesor español. Éste agradeció la ponencia y en español nos propuso que planteásemos las dudas, con la inquietante advertencia, de que, por cortesía, se las hiciésemos en francés. Opté por mover la cabeza negativamente frunciendo los labios. Nadie preguntó nada. Entonces, el invitado dijo algo en francés, lo que provocó mi reflejo de supervivencia pues hice como que buscaba algo en el bolsillo, evitando el contacto visual para no darme por aludido. Afortunadamente, el profesor español le contestó en francés, y el profesor francés le replicó en la misma lengua. Ante este breve peloteo de tenis, salí de mi trinchera existencial y los miré tranquilizado. Finalmente, nuestro profesor dio por terminada la clase, me atreví a imitar la despedida de la chica que hablaba francés con un tosco “au revoir”, y salimos silenciosamente…silenciosamente hasta el exterior, en que mi amigo y yo comentamos nuestra zozobra, y dimos rienda suelta a nuestra risa nerviosa por haber salido bien del lance.

También recuerdo otra ocasión del pasado lejano, en que me equivoqué de sala de conferencia, pero al estar solo con otros tres presentes y recibir un sonoro “Buenos días, gracias por venir”, del conferenciante que mentalmente sumaba los interesados, me senté y tuve el privilegio de escuchar una charla sobre algo tan apasionante como “La influencia de la regencia de Espartero en la jurisdicción eclesiástica”. No se puede ser educado (más vale una vez rojo que ciento colorado, dice el refrán).

Sin embargo, debo admitir que, si de da la mágica conjunción de un buen conferenciante, un tema atractivo, y un espacio cómodo para los asistentes, disfrutaremos de una fuente maravillosa de placer y ciencia. También debo admitir que un mal conferenciante, con tema soso y en lugar inadecuado, puede brindar algo bueno: el placer inenarrable experimentado al salir, al respirar y huir despavorido.

 En suma, el problema es saber elegir ponente y charla. Y si se elige, el problema es elegir un sitio o asiento estratégico, por si hay que huir discretamente en medio de la charla. Pero si no podemos huir, aprendamos la lección y aprovechemos a meditar en ese tiempo, que hay pocas ocasiones en la vida… antes de que la vida se nos vaya.

2 comentarios

  1. Siendo Mozart ya un músico reputado se le acercó un joven y le preguntó: cómo se compone una sinfonía. Éste le respondió: estudiando y aprendiendo durante muchos años para poder siquiera llegar a intentarlo. No conforme con la respuesta, el interpelante replicó: pero tú ya componías a los diez años. Y Mozart le contestó: sí, ¡pero no tenía que preguntar cómo!

    Salvo que seas un genio, no dar conferencias ¡hasta que domines el qué y el cómo! es una de las claves evitar causar bochorno o aburrimiento.

    Siendo Einstein, aún muy joven, ya era requerido por muchas universidades para dar conferencias sobre su recien creada teoría de la relatividad -1905-. Para desplazarse utilizaba los servicios del mismo chófer. Un día, hastiado de tener que repetirla una y otra vez, se lo confesó a su chofer. Comoquiera que éste le indicara que, de tantas veces que la había escuchado, podía repetir su conferencia, el genio le tomó la palabra y se intercabiaron ropas y papeles. Nadie reconoció el engaño pues, en es momento, la imagen de Einstein aún era desconocida. El chófer cumplió con solvencia su cometido y repitió como esmero la conferencia. Pero, abierto el turno de preguntas, un impertinente profesor del público planteó una duda. Desconocedor de la respuesta, el chófer tiró de ingenio: «La pregunta que me hace es tan sencilla que dejaré que mi chofer, que se encuentra al final de la sala, se la responda».

    Tener frescura, imaginación, humor y/o ingenio, más alla de conocimiento, es clave adicional necesaria para poder salvar con exito el envite.

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