Hoy me asomé a las páginas de la prensa y los titulares provocaban escalofríos: “Más de un centenar de incendios devoran Asturias y Cantabria” (Noticias de Gipuzkoa), “Los furtivos continúan esquilmando la ría a plena luz del día “(La Voz de Galicia), “Seis meses de cárcel por dejar morir de hambre a los gatos de un amigo” (La Voz de Galicia), “La policía libera a un hombre encerrado en un palomar por sus hermanos como un animal” (La información), y similares.
No hace falta asomarse al pasillo de los condenados a muerte en EE.UU. ni reflexionar sobre los fanáticos del Estado Islámico, ni adentrarse en barrios de delincuencia de las ciudades populosas… No. No hace falta descender a los infiernos de la condición humana, allí donde los medios de comunicación o la justicia penal etiqueta a los miserables.
Basta con saber que estamos rodeados de psicópatas, aunque como en una mala película de invasores extraterrestres, no sabemos quienes se ocultan tras el rostro de nuestro vecino, el panadero, el arquitecto, el juez u otro ciudadano de inocente apariencia.
1. Pero no confundamos al psicópata con quienes padecen trastornos mentales. El psicópata se caracteriza por una falta de sentimientos por el dolor o preocupación ajena, una carencia del sentido objetivo de lo justo pues solo consideran justo lo que satisface su propio placer; los psicópatas no saben ponerse en lugar de los demás, y comprender sus dolores, por lo que no sienten remordimientos ante el sufrimiento psicológico o físico del otro.
2. El psicópata no es un asesino ni alguien que va haciendo daño a capricho. Sencillamente son personas cuyas metas no son frenadas por el dolor ajeno. Y cuando decimos sus metas o afanes nos percatamos de que, como los volcanes, la mayoría de los psicópatas están “inactivos” esto es, no entran en erupción porque sus condiciones son estables y en tanto dispongan de las comodidades o placeres que les calman; en cambio, hay psicópatas “activos” cuando la presión del entorno, su egoísmo personal o satisfacer sus propias metas, les lleva a sacrificar o ser indiferentes al daño ajeno. Nada menos que entre el 1 y el 2% de la población serian psicópatas, según Vicente Torres profesor de la Universidad de Valencia, aunque como el mismo matiza “Todos somos un poco de lo que el psicópata tiene mucho, porque la psicopatía es una intensificación de rasgos normales, sólo que se dan en grado muy elevado y de forma simultánea”; o sea, y aquí es cosecha propia, creo que psicópatas “a tiempo completo” hay pocos pero “a tiempo parcial” o menor grado, hay muchísimos más.
Así, cuando leo los titulares espeluznantes, me doy cuenta que hay incendiarios de bosques que son ganaderos o cazadores ejemplares, que hay vecinos respetuosos que torturan los gatos, que hay personas que a sus familiares débiles o enfermos los tratan como a bestias mientras ellos cobran sus pensiones o aguardan su herencia… me entristezco y la tristeza da paso a la rabia.
3. Si aplicamos el retrovisor de la memoria al pasado posiblemente ahora reconoceremos a ese jefe que en nombre de los objetivos de la empresa maltrataba a los empleados; ese marido que resulta compañía de viaje encantadora pero que desprecia y maltrata a su mujer, sin perder ocasión de humillarla; el deportista disciplinado que encierra un maniático inflexible con los pequeños errores de los demás; ese médico que informa despiadadamente al paciente de su enfermedad terminal; algún abogado que esquilma al cliente embarcándole en pleitos innecesarios como vampiro insensible; o a ese vecino callado y solitario que siempre estaba próximo a los desperfectos de buzones y lugares comunes del edificio; o ese conocido que nos saluda cortésmente pero que sentado al vehículo se convierte en un monstruo que acelera, toca la bocina, insulta y dirige su mirada encendida a los demás…
Entonces me pregunto si no seré yo mismo un psicópata porque realmente me dan ganas de hacer sentir a esos canallas su misma medicina.
También me doy cuenta de que no podemos diagnosticar a los psicópatas pero si sospechar su condición.
Tampoco podemos aislarlos o corregirlos, pues no son carne de cárcel ni de celda de internamiento mental. Ni podemos meternos a reparar su cerebro como mecánicos que sustituyen la pieza defectuosa.
Solo nos queda la tranquilidad de saber que existen, y confiar en que no se cruce en nuestro camino, pero si lo identificamos, huir de su compañía como quien elude la proximidad del crótalo del desierto.
4. No hace mucho logré identificar un psicópata y sobrevivir al encuentro. Tuve ocasión de compartir trayecto en tren con un antiguo compañero escolar que los azares de la vida nos hicieron compartir asiento codo con codo. En su infancia se caracterizaba por su egoísmo, egolatría e indiferencia hacia los sentimientos de los demás; taimado e ignorante de sus propias limitaciones, y lo peor, orgulloso de sus delirios de grandeza; en este encuentro viajero comprobé que nada había cambiado sino que sus delirios se habían agravado; se adoraba a sí mismo y desconocía las virtudes de la empatía, pues mi pregunta por su trabajo recibió unos sesenta kilómetros de discurso en el viaje sobre sus éxitos profesionales como economista y directivo de empresa, sus ideas y como sin él la empresa y el mundo se iría al carajo; en cambio, mi pregunta por sus hijas recibió un lacónico y despreciativo mensaje de unos veinte segundos (algo así como “que se busquen la vida”); se relamía contándome que en su empresa no había sindicalistas porque despedía a quien protestaba y que los beneficios se repartían entre los directivos porque entre todos los empleados sería un despilfarro ya que tocarían a poco.
También “picó” como un pececillo cuando le pregunté por su futuro profesional, momento en que las palabras salieron a borbotones para confesarme que daría el salto hacia Estados Unidos porque “España es una aldea quemada y me queda pequeña”; incluso me habló de su perfil de Facebook y que no se explicaba que algún compañero de colegio que él apreciaba y al que había enviado “solicitud de amistad” no le había contestado (cosa que a mí no me sorprendió nada).
Por supuesto que tuve que adelantarme para hablar algo de mí, provocando solamente su interés cuando le mencioné el hotel en que me alojaría, ya que rápidamente tras consultarlo en su ipad, se preguntó con envidiosa voz alta, la razón por la cual mi hotel era mejor que el suyo; para mas inri, me enseñó orgulloso en su ipad la imagen de un libro turístico del que era autor, hinchado como un pavo real, y confieso mi pecado pues no pude resistirme a utilizar mi vanidad en legítima defensa, así que le comenté al estilo llano del teniente Colombo que yo había publicado “solo” doce libros.
Se contuvo para vomitar espuma por la boca, pero no mostró mínima curiosidad; intentó luego convertirme en oyente de su teoría política, chusca y personal versión del Mein Kampf, pero ante mi mutismo ausente, el resto del trayecto fue cortés pero distante, lo que agradecí. En la despedida, nunca un recíproco “ Me alegro de verte” fue tan falso.
Es un caso real, y me quedo corto en el relato que he suavizado deliberadamente por si esto lo leen menores, pero si alguien lee mis Memorias escolapias quizá sepa ponerle nombre a quien no lo merece.
5. La moraleja es que como ese individuo aquejado de falta de empatía y serias trazas de psicopatía, hay muchos más, que fueron niños, que la sociedad no supo brindarle la educación ni la sensibilidad para comprender los sentimientos de los demás. Personas que campan por la vida aplastando a diestro y siniestro, personas que no son capaces de darse cuenta que los demás no les respetan sino que les temen, personas que posiblemente acaben solas sus días. Cabreados pero solos.
Por eso, deseemos no cruzarnos en su camino. Es cuestión de suerte. Y para no contaminarnos, cultivemos algunos hábitos para mejorar nuestra capacidad de empatía.
¡Y no olvidemos que estamos en Navidad
¡Tiempo se sonrisa y benevolencia!