Lo cotidiano

Elegir quien te toma el pelo

Me han tomado el pelo. La misma persona en los últimos cinco años. Tengo el síndrome de Estocolmo porque le comprendo y regreso a verle para someterme al trance de mutilar mi pequeño bosque o felpudo. Mi peluquero.

 Lo de cortarse el pelo es algo que llama al reflexión.

Lo de “cortarse el pelo” lo decimos sin percatarnos de que usamos la voz reflexiva cuando es un acto que, como los gorilas al despiojarse, necesitan de otro de los suyos que lo haga.

También mueve a pensar saber que dejamos parte de nosotros en la peluquería. Pelos que eran nuestros, que crecían discretamente, que estaban vivos y que pasan a estar muertos a manos del verdugo que sigue nuestras instrucciones.

Eso sin olvidar que dejamos en manos de una persona que decida nuestro aspecto. La imagen es la carta de presentación y cada uno inconscientemente valoramos el mensaje de una melena, pelo ensortijado, pelo de colores, pelo carcelario, pelo de marine…Todos leemos mensajes en el cabello ajeno, y los demás los leen en el nuestro.

 Confesaré que nunca fui al peluquero hasta los 28 años. Sí. Como Mahoma, el peluquero venía a mi casa. Era mi tío, quien fue peluquero, comenzando de aprendiz a los siete años hasta su jubilación, y después continuaba con los familiares.

 Lo bueno de tener el peluquero los domingos por la mañana en casa, y ser tu tío, es que ganas tiempo y no hay sorpresas. No hay sorpresas porque creo que llevé el mismo corte de pelo hasta los 16 años (flequillo) y luego pelo cortito y sin ocurrencias hasta los 28 años.

 Así que, dada igual que mis amigos llevasen pelo largo, guedejas o corte creativo. O que los Beatles o los rockeros marcasen rumbos capilares. Mi cabeza, como un busto romano de mármol, permanecía inalterable en el tiempo. Sin sorpresas, ni para mí ni para los demás.

Tampoco me traumatizó lo más mínimo, porque por inercia, después de los 28 años y con la carta de libertad, seguí con el mismo corte de pelo. Únicamente me permití cierta melenilla con cincuenta años largos, precisamente cuando los demás no suelen llevarla, porque no quieren o porque no pueden (ahí salgo en la foto con melena, junto a mi abuelo, el que no fue «picador», sino «pecador»).

Eso sí, sigo siendo clásico en la peluquería a la que voy y en el corte de pelo que elijo.

Los veranos, cuando toma vacaciones “mi” peluquero, me gusta experimentar y acudir a otros. Cosa sencilla, porque teniendo poco pelo, y sin barba ni bigote, doy poco trabajo. Se trata de esquilarme al fin y al cabo.

Una vez fui a una peluquería de diseño moderno, que se llamaba Oxford pero el peluquero era marroquí con unos ojos negrísimos con parpadeo a cámara lenta. Cuando le vi como manejaba los útiles era tarde para huir despavorido, porque no paraba de hablar mientras miraba hacia puntos del local como si fuese buscado por agentes rusos. Llegué a pensar si era un amigo del dueño que le sustituía en vacaciones o alguien que tenía al auténtico peluquero en un congelador en la trastienda. Pasado el trance de dejar mi cabeza en manos de ese desconocido armado con unas tijeras, y tras echarme una supuesta laca con spray (¿néctar de camella?) cuyo olor tardé dos días en alejar, me despedí con una sonrisa de compromiso y puse pies en polvorosa.

En otra ocasión, me apetecía pasar por esas peluquerías vintage tan de moda. Me sentaron frente a un espejo que por las luces parecía un camerino. Un peluquero con barba y tirantes, estilo secta amish sin sombrero, tras mirarme de arriba abajo como si yo estropease la imagen de su clientela por mi edad, me preguntó qué tipo de corte quería, y cometí el error de decirle: “Sin salirse de lo clásico pero aportando una pequeña nota creativa”. No sé si todavía está pensando – en la hipótesis de que el amish pensase- dónde está ese lugar entre “lo clásico y lo creativo”, porque desde luego no estaba en mi cabeza, pues me despachó en unos diez minutos y tras pagar, tuve la sensación de que no salía igual que entraba, sino peor.

Lo más frecuente en mis exploraciones veraniegas de peluquerías son que me asignen, por aquello de no ser cliente, un peluquero o peluquera en prácticas por indicación del jefe o jefa (quien te mira con cara de pena mientras llama al aprendiz o aprendiza que sonríe como niño antes de jugar con el barro).

Eso sí, en cierta ocasión fui a una peluquería de una cadena conocidísima que me hacía sentir en un túnel de lavado. Primero, recepción y retirada calmosa de chaqueta con sala de espera mecido por melodías calmantes. Segundo, un corte de pelo en un trono. Y finalmente, un lavado con champú y masaje que me hacía levitar de gusto. Unos minutos tan buenos que me daban ganas de volver y decir que no quería el corte de pelo sino solamente el masaje.

En las peluquerías, finalmente te miras al espejo grande que te devuelve la mirada de tu nuca en un espejo pequeño que sostiene el peluquero, y te pregunta: ¿le gusta cómo ha quedado?. Y te sucede como en los restaurantes caros cuando te preguntan si te ha gustado el plato. Sueles decir que muy bien, aunque te sientas objeto de un experimento. En ese momento, si te han dejado mal dices como improvisado Pinocho: “Ah, bien, claro”. Y si te han dejado realmente bien matizas” Ah, muy bien”. El adverbio importa (“muy”), como importa más la propina que dejas (nada en el primer caso y “muy” poco en el segundo).

Así que ahora veo el corte de pelo de mi hijo menor, de 16 años, y le respeto pero me divierte por la pasión con que habla de su peluquería. Prefiere a su peluquero cubano (le llama por su nombre, y con agradecimiento por disponer de su arte), pide hora con varios días de antelación, en una peluquería que parece una tienda ultramarinos, y de la que sale como un vasco con su pelo por chapela, con tres tajos en la nuca como caminos en la selva y un corte deliberado de ceja al estilo carcelario. Igualito que yo a su edad.

Asi que seguiré acudiendo a mi peluquero, Jairo. Nada de estilista new fashion, ni local donde te distraen con entremeses, ni más ruido que nueces. No. Peluquero que sabe hacer su trabajo, que mantiene la conversación justa y que vela por la limpieza del local y cumplir las instrucciones del cliente. Corte clásico y arreglo elegante. Sin florituras ni sorpresas. Conozco al sacerdote oficiante, el sabe lo que quiero y yo sé lo que hará. Ambos estamos afrontando la crisis: el tránsito al pelo blanco, y en breve hacia el repliegue del cabello como marea que baja y no subirá. Y así, hasta que se cumpla el dicho: “Dentro de cien años, todos calvos”.

2 comentarios

  1. Buenas tardes JR. En lo referente a peluqueros, soy muy volatero, como se dice por aquì. Hace años iba a la misma peluquerìa de mi padre ( QEGE ); de pequeño en su compañìa y luego solo, pero por cuenta de èl, claro .

    Tambièn sobre los veintitantos, Manolo se jubilò, aunque acudìa a casa de mi padre y de otros amigos a cortarle el pelo.

    A partir de entonces es un continuo experimentar, sin que sea fiel a ninguno del gremio. Lo mismo me cortan el pelo en Càdiz, que en Jaèn, si han suspendido una vista y cuento con tiempo.

    La muy feliz conclusiòn que saco de tu artìculo, es que dichosos somos quienes seguimos teniendo pelo en abundancia. Asì que, si no me ha gustado el pelado, ya crecerà, que me digo.

    Abrazo

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  2. ¡Qué gran invento es el pelo! Nos protege de parásitos e insectos. Nos sirve de amortiguador de golpes. Nos funciona como aislante térmico. Nos protege órganos (el cabello a la cabeza; el bigote y la barba -pelusilla en la mujer- a la tez, la cara y el cuello; la pestaña y las cejas al ojo; y el vello al área genital, los brazos, las piernas, el pecho y la piel). Nos ayuda a resistir las inclemencias del medio. Y nos pone más guapos a los guapos y menos feos a algunos feos.

    Sin embargo, en los últimos tiempos ha aumentado -tanto en hombres como en mujeres- la tendencia a la depilación extrema. Con la excusa de la estética, la comodidad, la higiene, seguir la moda o, simplemente, como reacción desesperada a la precariedad capilar, muchas personas se rasuran. Está también la escuela contraria, es decir, la de la implantación de pelo. Porque en ésto, como en la Filosofía o el Derecho, la doctrina se muestra dividida y «hay gente pa to».

    Esta última visión obsesiva y acaparadora a toda costa del capital capilar -aquí convertido en deidad- ha dado pie a una negocio de clínicas low cost y garantías sanitarias nimias. Se anuncian con un ¡a qué esperas para ponerte pelo y triunfar! Pero sus resultados, en demasiadas ocasiones, son poco naturales y favorecedores y/o escasamente permanentes.

    Para casos irreversibles están las prótesis capilares. Son indetectables a la vista y al tacto, permiten vivir con gran libertad y poder hacer sin tapujos una vida social normal. Nada que ver con los antiguos peluquines y pelucas.

    Finalmente se sitúan los que ya no estamos para historias, nos conformamos con el pelo que tenemos (los cabellos grises son el archivo de nuestro pasado -Poe-), vamos a nuestro «barbero» de toda la vida (más que peluquero) y le dejamos hacer. En el peor de los casos, pensamos, siempre nos queda el uso de la gorra o del sombrero.

    P.D. El pelo es fundamental para la autoestima de pacientes que lo pierden por el tratamiento del cáncer. Sobre todo mujeres. Pues el cabello es el marco de su rostro y medio de identificación y expresión. Hay maravillosos proyectos, como «Peluca Solidaria», que afrontan el problema. Reciben el cabello donado a través de una red de peluqueros implicados con el Proyecto. Lo someten a tratamientos para fabricar la peluca. Y se les entrega a pacientes, sometidas a tratamientos oncológicos, previamente declaradas sin recursos.

    Aunque el maestro Cajal afirmase, con proverbial escepticismo, que hay poco lazos de amistad tan fuertes que no puedan ser cortados por un cabello de mujer, puedo asegurarle que el de sus vivocoleantes lectores con usted no puede ser más leal e imposible de quebrar. Esperamos expectantes disfrutar pronto de su -más difícil todavía- «Cajal y el Derecho».

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