Hábitos saludables

El valor de las redes emocionales en los simposios

He asistido y asisto a muchas jornadas, seminarios y congresos. A veces como ponente y otras como asistente. Unas impaciente, y otras paciente.

Cuando era más joven, acudía con la ilusión del peregrino dispuesto a obtener el alimento de la sabiduría de los expertos y regresar cargado de ciencia.

Pero hoy día, debo admitir que asistir a una charla impone viajes y traslados, abandonar la cómoda madriguera, dormir en hoteles fríos y asistir a las charlas con disciplina: sujetarse a programación, espacios y tiempos; escuchar o parecer que se escucha, lamentar que se agote lo ameno o que se prolongue lo plúmbeo; mirar de soslayo el móvil o tomar nota de lo interesante; escuchar a algún asistente como interviene para escucharse a sí mismo o hacer preguntas-conferencia; percibir al ponente con soltura y al nervioso; aplaudir con o sin ganas, etcétera…

Esa atención, o incluso la falta de atención, cuando estamos condenados a asistir sentados a lo que otros dicen, genera un invisible estrés que requiere descanso y recuperación, para lo que bien están las pausas. La mente humana tiende a evadirse y pensar en cosas distintas de las que se hacen, de manera que toda distracción provoca un sacrificio emocional que requiere alivio al término de la charla, saliendo del aula al exterior, y dejando a la persona libre de pasear, hablar o callar y trabar contacto con quien quiera.

Con el tiempo he aprendido a captar uno de los mayores valores de estos encuentros y que jamás podrá sustituir una videoconferencia o curso en línea.

Se trata de los tiempos muertos, tiempos de tregua o tiempos de avituallamiento, para tejer lazos emocionales.

  • Los ”tiempos muertos” son los de espera, invertidos antes del inicio de la charla, sea en el hotel, a la puerta o en la sala de conferencias; o al retornar del acto.
  •  Los “tiempos de tregua” son los descansos entre ponencia y ponencia. O entre dos jornadas consecutivas.
  • Los “tiempos de avituallamiento” son los empleados en las comidas, ágapes o pausas de café.

En la Grecia clásica, se entendía mejor, pues cuando un puñado de atenienses decidía celebrar una reunión para conversar sobre temas culturales o filosóficos, organizaban un Symposion, palabra de la que viene el actual “simposio”, en la que quien presidía suministraba vino mezclado con agua a los asistentes reclinados en lechos, y entre todos tenían lugar vivos debates en plano relajado que aseguraba espontaneidad y viveza de los debates. Y deseo de volver a celebrarlo… los que habían podido irse a pie por sí solos, claro.

Pues bien, los tres tiempos de pausa en debates y charlas, poseen un gran valor de utilidad. Son excelentes ocasiones para tejer redes emocionales, para conocer personas con la guardia baja y la mano tendida, para cambiar impresiones sobre lo divino y lo humano, o para hacer comentarios sobre la localidad, el tiempo o quién somos.

Además, cuando nos movemos en un ámbito de especialización, es frecuente que coincidamos algunos de los asistentes, con lo que se robustecen los lazos entre las personas. De hecho, los desayunos con mesa compartida en los hoteles con otros asistentes, son momentos mágicos de franqueza, comodidad y cercanía.

Viene al caso, porque tuve ocasión el pasado martes de asistir a una lectura de una tesis doctoral en la Universidad de Salamanca sobre “Riesgos emocionales en la organización”, presentada por Luis Barrio Tato (por cierto, mereció la máxima calificación, –yo era humilde suplente en el tribunal calificador), lo que nos permitió disfrutar de una cena nocturna deliciosa en Las Caballerizas de Salamanca (que en su día califiqué de Cheers ibérico), donde las anécdotas y las sonrisas rivalizaban en protagonismo con los embutidos y demás delicias gastronómicas, bajo la dirección de Maese Antonio, todo seguido, claro está, de una tertulia a medianoche en una terraza de la bellísima Plaza Mayor.

Pero no hay uno sin dos, así que al día siguiente participé como ponente en Toledo en un Congreso Nacional sobre la Ley Orgánica del Sistema Universitario, organizado por la Universidad de Castilla-La Mancha, y al margen de las densas y vivas enseñanzas que las aulas ofrecieron, en el exterior, en la plaza interior del claustro, tuvimos ocasión de departir los asistentes, compartiendo café y vinito, con algún pinchito. También «disfrutamos», por cierto, de paseos por angostas callejuelas y «trekking» por sus empinadas cuestas.

Pero en esos momentos de cafés compartidos, así como en la cena celebrada en el restaurante Hacienda del Cardenal, tuvo lugar el intercambio de abrazos, saludos e impresiones. Ahí se vertían informaciones, aplausos y críticas, y se decía lo que solo se puede decir en confianza. Aunque imperaban formales vestidos y trajes, la campechanía fue aflorando de la mano del tuteo y cómo no, del intercambio de direcciones de correo electrónico o teléfonos.

En particular pude dar y recibir sentidos abrazos a amigos a quienes no veía hace tiempo y con los que me unían lazos fuertes de camaradería.

Por eso, creo que las redes emocionales tejidas con presencia física en cursos y congresos, son un enorme valor en la sombra. Más allá de alimentar el cerebro con las charlas, en esas pausas compartidas se nutre el corazón y nos hacen más humanos y sensibles. Y eso es bueno en los tiempos que corren, pues ayuda a la desintoxicación digital y a humanizar las relaciones.

Alguien decía con razón, que hay una forma de energía limpia, renovable y gratuita: el calor humano. Y es cierto, porque puedo confesar que debo muchísimo a las innumerables ocasiones de treguas en actos solemnes, en que trabé contacto con personas interesantes. Algunos nuevos, otros conocidos y amigos del pasado. Todos enriquecedores.

De hecho, bueno sería, –en un mundo hipotético–, que las certificaciones y diplomas de superación o asistencia a cursos, no solo reflejasen horas de asistencia, sino las personas que hemos conocido y que forman parte de nuestra “tribu de contactos” (una especie de «créditos emocionales»). Siempre hay personas hurañas, ermitañas o frías, pero la inmensa mayoría se deja seducir por ese afecto que se siembra y cosecha en el curso de un congreso o jornada.

Es verdad que de esta visita toledana regresé agotado, y posiblemente con exceso de calorías, pero con un buen chute de calor humano, que eso no se vende en farmacias ni internet.

Esto explica mi enorme rechazo a charlas por videoconferencia o mi egoísta actitud de solo aceptar las que son en presencia física, pero con compañeros y/o participantes que aseguren un bienestar interpersonal en los tiempos de recreo.

Y he dejado para el final, el viaje en coche (de ida y vuelta) con Marta, Antonio, y Huesqui, digno de inspirar el rodaje directo de un road-movie a la española. Solo esa experiencia compartida, donde hasta el coche se reía, mereció la pena… y por no hablar de esa experiencia gastronómica mística y pecadora de los restaurantes Venta Rasquilla y El Rancho en Ávila…

Y es que, solo en esos términos de placenteros tiempos muertos, de disfrute de la sana compañía, con buenas viandas, libres de engolamientos y con talante tolerante, gozando del presente que no vuelve, pueden entenderse aquellas irónicas palabras de Joaquín Sabina: “Como fuera de casa, en ningún sitio”.

3 comentarios

  1. Fue una sucesión de buenos momentos imperiales, en efecto. Un congreso en Toledo de altísimo nivel precedido de una tesis salmantina. También el trabajo “in itinere” tiene sus privilegios , como el café entre ponencias, reencuentro de antiguos colegas y conociendo a los nuevos valores. Imprescindibles momentos.

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  2. En realidad, son las pausas de los simposios y congresos (para su organización -llegada, control y espera-; recuperación -de energías, ánimo y sueño-; y sanación -del embotamiento de neuronas, olvido inmediato de lo aprendido y aburrimiento-), las que los hacen posibles y soportables. Permiten a los asistentes la extensión de todos sus oídos y todas sus voces. Su toma de oxígeno previa a la inmersión. Su paso posterior por la cámara de descompresión para la vuelta a la superficie. Y, en definitiva, su conversión en espías de coincidencias y cómplices de descubrimientos, reencuentros, abrazos y divertimentos tomados del corazón, que logran apagar, de forma natural y humana, su sed de saber.

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