Mientras visitaba una residencia de ancianos tuve la oportunidad y el tiempo suficientes para observar a algunos residentes que estaban sentados.

L@s enfermer@s y asistentes actuaban como vigilantes de un museo: daban vueltas y solo intervenían si algo peligraba. Hacían su trabajo, unos con sonrisa y otros con rictus incómodo, unos conectando con los residentes y otros desconectando. Les dejaban descansar (¿de qué?) y estar en una “sala de estar”(nunca mejor dicho).
Todos los residentes contaban con esa “edad” en la que ya no se cuentan los años, en la que todos coincidimos que procede aplicar la etiqueta de “anciano” (y que afortunadamente se va deslizando hacia cotas más elevadas:¿65, 70?).
La decrepitud es un virus de la ancianidad y se manifestaba en arrugas, asimetrías, miradas tristes, o extremidades irregulares, balbuceos o toses, entre otras manifestaciones. Unos en silla de ruedas, otros con muletas y los menos, caminando como equilibristas. Unos con abollones físicos y otros psíquicos. Los menos eran los que tenían apariencia de estar en condiciones de autonomía, pero mostraban gesto de resignación.
No creo que fueran víctimas de abusar de sus cuerpos con alcohol, drogas o comida. Ni fruto de accidentes por actividades de riesgo. Su única culpa era cumplir años. Todos coexistiendo en la residencia pero todos sintiendo la garra de la soledad. De estar aparcados.
El escritor Sheldon Allan Silverstein lo expresa con hermosa sencillez en este relato: «El niño pequeño y el anciano»
Dijo el niño pequeño: “A veces se me cae la cuchara”.
Dijo el anciano: “A mi también”.
El niño susurró: “Me oriné en los pantalones”.
“Yo también a veces” -confesó riendo el viejito.
Dijo el niño: “A menudo lloro”.
El anciano asintió: “Yo también”.El niño le miró: “Nadie me hace caso”, y sintió el calor de una mano vieja y arrugada del viejecito que le decía: “Sé lo que quieres decir”…
Pues bien, mientras visitaba a mi familiar, no pude evitar reflexionar, mientras observaba a mi alrededor.
1. La decrepitud era democrática. Afecta a todos… todos los que llegan a viejos. Tan equitativo como inexorable. Da igual ser notario, carnicero, alpinista o comercial. No importa el dinero ni el estatus social ni la fe religiosa. El envejecimiento puede ralentizarse pero no evitarse.
2. Todos aquellos residentes estaban esperando algo. ¿El qué? El paso del tiempo era su meta y sentirse dentro de la rutina (higiene, desayunar, almorzar, cenar, sala de estar). Por desgracia, no tenían mirada de ilusión, no miraban el reloj, no se movían nerviosos. No. Sencillamente esperaban.

3. Los residentes hablaban poco. O hablaban solos, o hablaban con otros en distinto lenguaje, o a lo sumo, intercambiaban preguntas sobre el almuerzo que les aguardaba.
Al menos estaban ajenos a la guerra de Ucrania, al calentamiento global, a las tropelías de los políticos, a las salvajadas que ofrecen los noticieros. Eso sí, eché en falta unos televisores en la pared, o en las salas que sencillamente expusieran imágenes de paisajes, naturaleza, animales u algo que, sin necesidad de sonido, les animase a mantener la atención y estimular la mente.
4. Éramos pocos visitantes. De hecho, yo estuve poco tiempo porque la atmósfera ahoga, oprime el pecho y te invade el malestar propio de un astronauta perdido en el espacio fuera de su nave. No era que no tuvieran familiares, ni que estos no les quisieran; sencillamente, cada persona tiene su momento y circunstancia, y vida propia. No puede pedirse más.
5. Lo más inquietante. Donde ellos están, nos veremos los demás. Salvo que una cruel alternativa nos lleve donde compartiremos silencio y oscuridad, la inmensa mayoría estamos llamados inexorablemente a avanzar hacia estados anímicos depresivos y capacidades físicas y cognitivas disminuidas. Además, dado que el tiempo avanza más rápido con la edad, antes de que nos demos cuenta habrá corrido el escalafón y ahí estaremos. Más o menos solos. Más o menos capaces. Más o menos conscientes de la situación.
El ejemplo mas duro para mí, el de mi querida tía. Una mujer buena, sencilla, tolerante, cálida y cariñosa, y que desde los ochenta fue avanzando por el túnel del duro Alzeheimer. Ahora en la residencia, encerrada en su mundo interior, con la memoria borrada. Sin hablar, sin reír, sin moverse, sin voltearse hacia su paciente marido, siempre a su lado. Agotada. Callada. Inanimada. Una situación muy triste, aunque dado que el balance de su vida ha sido muy positivo, con existencia estable y gratificante, más que maldecir el destino hay que bendecir el regalo de una vida plena hasta esta etapa final.

Por mi parte, llegué a pensar grabar un video sobre mis pensamientos en esta edad y sobre lo que querría cuando cumpliera 80 años (si es que llego), de manera que fuera mi testimonio lúcido sobre la asistencia que espero, la compañía que quiero, los entretenimientos que me gustarían, o cuando pueden prescindir de mí. Sin embargo, he optado por esperar que llegue el destino y engañarme con ese pensamiento íntimo que todos tenemos: «Lograré vencer el infortunio», «No estaré entre los que no reconocen ni se reconocen», «No se me agriará el carácter, ni las manías, ni lucharé contra el mundo», «No dejaré de contar con las visitas de mis familiares, de algún amigo, de alguien que me recuerde», «¿Por qué no debo llegar a los cien años?»…
Claro que eso mismo pensaban la inmensa mayoría de los actuales residentes que esperan… hasta que dejan de esperar.
Así que de momento creo que lo importante no es la edad que se tiene, sino la edad que se demuestra tener día a día.

Y cuando llegue la decrepitud, deberíamos sentirnos liberados de las cargas de la juventud (egoísmo, arrogancia, desconfianza, intolerancia, demostrar lo que se vale, etcétera). Y si hemos vivido con riqueza de valores, en conciencia, sembrando amistades, con buenas acciones, podremos envejecer satisfechos, porque me temo que lo peor es envejecer con remordimientos: por lo que no se hizo, por lo que se hizo mal, por no haber vivido, por no haber perdonado, por no haber rectificado, por no haber tratado mejor el cuerpo… Y no lamentarse como hacía la actriz Mae West a los 85 años: «Si hubiera sabido que iba a vivir tanto tiempo, me habría cuidado mejor».
Envejecer es un proceso natural inevitable pero, salvo que traiga consigo la desesperanza irreversible de un cuerpo apagado, una mirada vacía o una cabeza sin vida (sin recuerdos, ilusiones o inactiva), siempre deseable.
Es verdad que, con la edad, surgen limitaciones a las que nadie es inmune. Pero, por contra, comienza una etapa vital que puede ser atractiva y enriquecedora. Acaso ¿hay algo menos indiferente a la belleza que el éxtasis luminoso de un atardecer?
Con la vejez llegan otras cosechas. Desaparece la necesidad de complacer. Relativizamos lo malo. Y hasta puede que lleguemos a descubrir nuestra auténtica esencia personal. ¿Existe algo más trascendente que eso?
Pero habría que diferenciar entre ser «mayor» y ser «viejo», porque puede que el mayor tenga la misma edad que el viejo, pero, a diferencia de éste, mantiene vivas su curiosidad, su corazón y su espíritu.
El primero sigue soñando, continua aprendiendo, se mantiene -física y mentalmente- activo, tiene compromisos y obligaciones, está motivado y mira hacia adelante (por eso avanza y elude obstáculos).
El segundo, apenas puede dormir, deja de evolucionar y formarse, pasa la mayor parte del tiempo sentado, ve todos los días iguales y mira con espejo retrovisor (por eso se queda atrás y choca).
El primero es presente contínuo y futuro porque sigue haciendo camino al andar.
El segundo es pasado porque su camino está recorrido y, aunque formalmente siga vivo, ha llegado a su final.
Somos un rompecabezas que va cogiendo forma según cubrimos etapas. Todas son necesarias para que, cuando nos vayamos, nuestro revelado final acabe mostrando la imagen completa. La vejez es, a veces, la última oportunidad de poder mejorarla. No la desaprovechemos. No seamos solo «viejos».
P.D. Si la vejez “normal” no necesariamente es mera cuestión de cumplir años, sino de pérdida o abandono de nuestra capacidad de humanidad, de captar belleza, de tener ilusión, de comprometernos y de dar amor. La vejez vegetativa (del no ser y no sentir) y del olvido (del perder la memoria y no reconocer) que impone la enfermedad a la vida (¡maldito alzhéimer!), como pena cruel e inhabilitadora contraria a los derechos humanos, hace desaparecer a la persona y la diluye como azucarillo en vaso de agua. Su hermoso, agridulce y sentido artículo -dedicado a su querida tía, hoy, un poco la de todos- lo cuenta. Me ha conmovido y dejado pensando. ¿Vale la pena llegar a viejo a cualquier precio?
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Siempre tu comentario elegante, sentido, preciso y muy sugerente. Gracias una vez más, admirado Felipe.
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Muchas gracias José Ramón por tan sentido ,real y gratificante recuerdo a los mayores y sobre todo; a las personas tan queridas por nosotros. GRACIAS
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La rutina y obligaciones diarias no nos dejan disfrutar de nuestros mayores. Mi madre con dos ictus y demencia, y mi padre con principio de alzheimer, me piden cada vez que voy a su casa que no me olvide de ellos. Están cuidados, pero necesitan saber que yo estoy ahí, como cuando uno era niño y sabías que, estuvieras donde estuvieras, tus padres estaban pendientes de ti. El otro día mi madre me dijo entre lágrimas que tenía mucha pena, porque sabía que nos ibamos a quedar sin ella pronto, a lo que yo le comenté que no pensara en eso y que todavía faltaba tiempo. Si respuesta me dejó helado: «Bueno, entonces le diré al portero que todavía no me puedo ir, que me tengo que quedar». Tu relato me ha hecho pensar sobre la preocupación de que cuando lleguemos a mayores nos demos cuenta que no hemos vivido lo suficiente.
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