
El filósofo Walter Benjamín dice que leemos antes de saber leer. Y es cierto: leemos el paisaje, el clima, las sensaciones de lo que tocamos, o las expresiones de los demás. Nos pasamos la vida descifrando, interpretando, comprendiendo signos y sensaciones.
Cuando camino tengo el mal hábito, tan espontáneo como imprudente, de escanear las miradas de todos los que me cruzo. Quizá es un residuo genético primitivo de alerta ante posibles intrusos, que permitía saber si quien se aproximaba eran amigos, enemigos o indiferentes.
Aunque quizá responda a mi deseo de no ser maleducado, para no dejar pasar a ningún amigo o conocido sin saludar.

Lo cierto es que es maravilloso que uno pueda ir caminando, pensando en sus cosas, y a la vez, sin pretenderlo, efectuar una lectura constante de rostros. Más sorprendente es que no va el cerebro delante de la mirada sino que es nuestra mirada la que escoge a velocidad de vértigo la información y nos provoca la reflexión “antes de ser reflexionada”, pues nos dice cosas del estilo:¡Que nariz grande!, “Es anciano”, “Una belleza”, “Gesto crispado”, “Maquilladísima”… e incluso con igual velocidad, y aunque objetivamente me importa un bledo, llego a preguntarme :¿Dónde irá?, ¿por qué lleva así cogido el bolso?, ¿para qué lleva ese tatuaje?, ¿Dónde he visto esa cara antes?, ¿por qué se dejará esa barba apostólica?, etcétera.
Sin embargo, el punto de atención primario, el eje sobre el que construimos nuestra instintiva opinión suele ser la mirada del otro.

Es curioso. Todos somos dueños de nuestros pensamientos, que son íntimos y celosamente guardados en nuestro cerebro, envuelto en una sólida caja craneal, no sea que alguien los pueda captar o robárnoslos. Sin embargo, los pensamientos y lo que somos se fuga por nuestros ojos, por nuestra mirada, aunque no lo queramos. Un ejemplo clásico de psicología cotidiana es el fenómeno de que cuando se miente se dirige la mirada hacia la derecha, o cuando existe sentimiento de culpa no se mira a los ojos de la víctima.
Podemos escondernos, podemos callarnos, podemos decir una cosa falsa, pero nuestros ojos no escaparán al escrutinio de los demás. Quizá un buen jugador de póker sea capaz de controlar su propia mirada y leer la mirada ajena, pero requiere entrenamiento y conocimiento de la condición humana. También lo hacen las pitonisas y los buenos vendedores.

Mi teoría personal es que la mirada es como la luz larga de los coches, que nos permite valorar rápidamente las circunstancias del caso, aunque al aproximarnos será la luz corta del contexto, de lo que dice y muestra, la que nos permitirá un juicio más certero.
Todos identificamos “miradas tristes”, “miradas limpias”, “miradas perdidas”, “miradas vacías”, “miradas complacientes”… y actuamos en consecuencia.
También hay “miradas que matan”, “miradas despreciativas” o “miradas insolentes”, y que deberían ser prohibidas. O “miradas de ilusión” (los niños y los enamorados) que deberían ser preceptivas. Sin embargo, no escogemos nuestra mirada. Es nuestra mirada la que escoge nuestro pensamiento según lo que se tropieza en su campo de visión.
También me llama la atención que, en las esculturas o pinturas de personas, son los ojos lo primero que capta mi atención. De hecho, en la Gioconda, la sonrisa pasa a segundo plano para mí, porque su mirada de soslayo a quien la contempla es increíble.

Incluso los ojos de los animales me fascinan. Veo los ojos de mi perro cuando se detiene y me mira con fijeza y me parece que se comunica conmigo, y me duele no poder descifrarla.
La mirada de las personas dice mucho, pero a veces olvidamos que la nuestra también se lo dice a los demás. El caso límite es el de los ciegos: no ven los ojos de los demás pero tampoco muestran los propios, lo que tiene inconvenientes o ventajas, según se mire.
En otras ocasiones, me miro en el espejo, y veo los ojos de alguien extraño, como si fuese diferente de mí. Y me temo que no ando muy equivocado, porque el tiempo nos cambia, por dentro y por fuera.
Quizá debería seguir el consejo de la canción de Golpes Bajos: “No mires a los ojos de la gente/ Me dan miedo, mienten siempre
No salgas a la calle cuando hay gente/¿Y si no vuelves? ¿Y si te pierdes?»
Aunque ya me ocupé en su día del arte de comunicar mensajes con la mirada.

Lo que está claro es que no debemos juzgarnos según nos ven los ojos de los otros, pues como decía Woody Allen:” No sé cual es la clave del éxito, pero la clave del fracaso es tratar de complacer a todos”.
Somos, por encima de racionales, seres visuales. No por casualidad la mirada es el primer contacto que tenemos con el mundo (hablar y razonar vienen siempre después) y también nuestro último retrato.
Entremedios vamos haciéndonos personas y dejando impresas miradas en busca de respuestas. Pero también en señal de identidad, sumisión o rebeldía. En petición de consuelo, comprensión o ayuda. En expresión de emocion/es -buenas y malas- invitación o rechazo. Y, ahí es nada, en exploración zahorí de amor, amistad, humanidad y belleza.
La mirada debiera estar, siguiendo al gran filósofo checo Jan Patocka, encaminada al cuidado autónomo de nuestra alma (sin por ello eludir sus contradicciones y partes oscuras). Pero, también, a la obtención y el mantenimiento de amores sólidos (personas, saberes, valores y convicciones).
Hablamos de un mirar sensible (por algo deriva del latín mirari: admirar) madurado por la experiencia y anudado al ver y el percibir. De un mirar cargado de palabras, capaz de volar con un solo aleteo o de cambiar de dirección cuando no ve.
P.D. Admiro, y me reconozco en eterna deuda, con esa mirada tan personal y de gran angular (limpia, inquieta y traviesa; sensible, crítica y guasona -cuando toca-; profunda, escrutadora y detectivesca;) con la que nuestro anfitrión siempre nos agasaja. Y me descubro ante esos pocos que logran hacer hablar y vibrar al alma con los ojos. Benedetti es uno de ellos. Lo demuestra con estos breves versos sobre «La primera mirada»
«…Cómo encontrar un sitio con los primeros ojos,
un sitio donde asir la larga soledad
con los primeros ojos, sin gastar
las primeras miradas,
y si quedan maltrechas de significados,
de cáscara de ideales, de purezas inmundas,
cómo encontrar un río con los primeros pasos,
un río -para lavarlos- que las lleve.»
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