Educación

Soy de la secta de los que saludan 

Ayer salí chorreando de la piscina y me encontré el vestuario completamente vacío. Vacío de personas educadas, porque proferí un sonoro «¡Buenos días!» a un metro de distancia de un joven alto y delgado en bañador al lado de su taquilla abierta, y no me contestó.

O bien yo me había vuelto invisible o él era sordo. Descarté ambas hipótesis y me fui a la ducha. Al regresar, yo seguía estando solo en el vestuario porque aquél bárbaro seguía en bañador con su móvil en modo manos libres, depositado en el banco de madera junto a su taquilla, mientras a grito pelado hablaba de su seguro de hogar con quien parecía una mujer que también hablaba en igual tono.

No le importó que yo estuviera secándome y vistiéndome a su lado, enterándome de su “apasionante” conversación. El mundo giraba a su alrededor.

Pensé si merecía la pena afearle su conducta. Indicarle que no estaba solo en los vestuarios. Que la contaminación acústica de sus palabras me perturbaba, y que no me interesaba su vida personal. Varias formas de decirle sutilmente que era un gilipollas (perdón por la palabrota, pero en ese contexto, no imagino palabra más ajustada)

Sopesé colocar mi propio móvil en el banco y ponerlo en “altavoz” con uno de mis podcast sobre filosofía, para provocar una interferencia de sonidos y así demostrarle que ya que todos debemos convivir, lo que lo que “podemos” hacer no estamos “obligados” a hacerlo por si perjudicamos a otros.

El “pollo” (este término es más suave) ultimó la conversación telefónica (de otro tipo parecía no saber) y se fue a la ducha. En esos momentos brotó en mi interior el pequeño gamberro de la infancia. El superviviente y truhán callejero. El gato de Cheshire. Tenía al alcance de la mano la taquilla abierta del maleducado, su ropa, y se escuchaba a distancia el correr el agua de la ducha sobre el infame.

¿Y si casualmente al irme yo tropezase y se derramase su mochila?, ¿qué tal sería echar un chorrito de gel en el interior de su zapato para que tuviese una sorpresita al calzarse?,¿y si sacrificase mi candado de contraseña de tres euros para ponerlo cerrando su taquilla con sus cosas dentaros e irme?

Eran planes geniales pero adopté mi venganza favorita: la indiferencia hacia quien no merece respeto. No puedo ponerme a la altura de los maleducados. Ni debo darle tanta importancia al incidente. Como decía el poeta “No muerdo a todo perro que me ladra”.

Un poco de estocismo nunca viene mal. Si no puedo controlar la mala educación de los trogloditas, no debo sentirme culpable. ni esforzarme en hacer florecer sus neuronas. Pero no dejan de sorprenderme en las personas que practican deporte, campo donde antes de la lucha (yudo, karate o sumo) se saludan cortésmente los combatientes, que se olviden las formas más elementales.

Además, en el fondo debo agradecerle que me brindó la ocasión de poner a prueba mi propia estima y valores, y me inspiró este artículo.

Eso sí, siento lástima porque los pequeños detalles y la educación importan, y me temo que se comienza por no saludar y se acaba por gruñir y olvidar civismo y solidaridad.

Sorprende que en esa piscina hay un cartelito con una docena de advertencias y reglas de uso de vestuarios y aguas, y no estaría de más añadir un rótulo con algo tan sencillo como: “Vivimos en sociedad, y saludar al llegar o despedirse, es tan provechoso como un buen baño. Nadie nos obliga a confraternizar pero sí a demostrar que algo nos distingue de los animales”. Es más, hablando de animales, mi perro pastor belga me saluda siempre con una alegría, saltos y jolgorio, que sin saber hablar transmite cordialidad (lo que me lleva a recordar la ácida frase de Oscar Wilde: «Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro»).

Soy de otra época. Una especie a extinguir. La que saluda en el portal, en el ascensor, al entrar y salir de un negocio, al cruzarse en una senda campestre con un desconocido, la que deja salir antes de entrar, la que cede el espacio o silla a los mayores, la que se detiene a ofrecer ayuda a quien se muestra despistado o tiene el coche parado con cara de desesperación…Soy de esos, y es tarde para cambiarme, pues la educación me la incorporaron de serie.

En fin, seguiré saludando aunque no reciba respuesta, aunque empiezo a pensar que quizás el que no me responde piensa de mí: «¡Qué maleducado! Se dirige a mí sin conocerme».

En fin, Atengo una gran ventaja sobre ellos: no saben el valor de la cortesía: una inversión rentable, una moneda que todos tenemos pero pocos usamos, una forma de convertir los extraños en aliados, una forma de demostrar que somos seres civilizados.

Y es que, una persona hace lo que debe y un “bestia” hace lo que le da la gana. Esa es la diferencia. 

6 comentarios

  1. Hola Chaves: Soy José Manuel Antón de la Calle. Abogado de Derecho de Nuevas Tecnologías y -como tu- socio del Centro Asturiano de Oviedo y usuario ocasional de la piscina cubierta. Alguna vez hemos coincidido y nos hemos saludado a la vez que mantenido alguna charleta breve en la que siempre has mantenido una cortesía exquisita
    Me siento muy identificado con tu post porque lo vivido por ti me ha pasado muchas veces. Saludar y no devolverte el saludo. He llegado a la conclusión de que hay mas gente maleducada que bieneducada por lo que al final he optado por no saludar, aunque en ocasiones, por reminiscencia de mi educación, sí saludo. En todo caso, hago mío el refrán de que: «no hay mayor desprecio que no hacer aprecio». No pasa nada; prefiero vivir siendo amable, gentil y educado que grosero e incívico. Me hace sentir y dormir mejor.

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  2. Muy de acuerdo con todo lo que escribes, salvo que tu buena educación viene de serie. Es un esfuerzo continuo los ¿20? primeros años de vida que muchos padres no hacen. Es repetir un millón de veces “da las gracias”, “come bien”, “no grites”, “saluda”, “cede el paso”, “pide las cosas por favor”. Y es dar siempre ejemplo, claro.
    También hay gente ineducada e inteligente o sensible, que se da cuenta en algún momento de su vida y se autoeduca.
    Yo últimamente hago esfuerzos continuos para que me resbale la mala educación de los demás e intentar ser todavía más feliz. Sin perder mi buena educación. Propósito para este año.

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  3. ANTES, el saludo era una forma elemental y común de comportamiento.
    Una bandera blanca vocal acompañada de buenos deseos que permitía bajar la guardia y facilitar el acercamiento.
    Su fuerza y eficacia radicaba en su sencillez, su aceptación general y su falta de artificio.
    Y su rica variedad de usos permitía purificar la atmósfera viciada de lugares extraños, masificados o aislados. Destensar situaciones anómalas o esperas incómodas abriendo la puerta a una potencial relación momentánea –que, a veces, acababa en duradera-. Y facilitar la entrada de un poco de luz, calidez y agrado humanos que acortara distancias, ayudara a la comunicación -aunque solo fuera frugal-, al compartimiento normalizado del tiempo o, incluso, al entendimiento.
    Por eso la calidad de una persona se notaba desde el saludo.

    HOY, por el contrario, el no saludo y//o la falta de contestación al saludo es lo habitual.
    Lo que dice mucho (y muy poco bueno) de nuestra sociedad y quienes la formamos.
    Porque hasta el sol, que es el astro rey y no es humano, al amanecer, saluda humilde al horizonte (la tierra, el mar, los ríos, las montañas y todos los seres vivos) con su luminosidad floreciente, y, al atardecer, se despide con un gigantesco bostezo que apaga del todo su ya mustia luz.
    Porque lo ¡bueno!, que supone el gesto de regalar los buenos días (tardes o noches), los hasta pronto (hasta luego, hasta siempre o hasta otra) o los vaya usted con Dios (qué hermosa despedida), se transforma en ¡nada!, por la falta de reciprocidad, el desinterés o lo ausencia de eco de la dádiva.
    Porque mientras los que se saludan están condenados a respetarse, acercarse y puede que hasta a hallarse, los que no lo hacen están sentenciados al ensimismamiento, la distancia, el aislamiento y al desencuentro.

    AYER estuve en una Residencia visitando a un familiar cercano y conocí a Manuel, su compañero de habitación. Hombre de buen carácter y fácil trato que, tras haber pasado por tres ictus, gracias a su propia “ciencia” (perseverancia, autoexigencia, positividad e infinito esfuerzo), lejos de haberse rendido y dejado llevar como le auguraron (porque tiene casi ochenta años y fue dado por desahuciado), ha recuperado su autonomía y pleno movimiento.
    Como ha perdido la memoria inmediata (la otra la mantiene intacta), apunta en una libreta todo lo que le pasa y hace, pero, sobre todo, toma nota de los nombres de aquéllos con quienes trata.¿Saben para qué? Para poder interiorizarlos, ponerles cara e identificarlos; socializar; ¡saludarlos por su nombre! e ir -o que vayan- a su encuentro; y tratarse de tú a tú con ellos. En definitiva, para sentir y demostrarse que, de verdad, está ivivo!

    COROLARIO Esa, y no otra, es la clave universal de la educación del saludo. Buscar, a través del mismo, puntos de acercamiento y encuentro para levantar las barreras invisibles que nos separan (desconfianza, indiferencia, prejuicio, ignorancia, miedo, soberbia, embelesamiento…), facilitarnos la convivencia y, siendo más humanos, vivir y sentirnos mejor.
    Porque la vida es lo que discurre entre holas y adioses diarios. Y sin ellos es un mero estar, pasar y deambular sin ton ni son, ni pena ni gloria.

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  4. A mi me ha pasado eso en las salas de vistas. Entrar, mirar al magistrado, saludarle con un » buenos dias Señoría» y ver cómo me mira y no me responde. No tuve valor para decir:» he dicho Buenos días Señoría»

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