Reflexiones vigorizantes

Valiosas enseñanzas de la primavera

Sábado por la mañana en plena primavera. Salgo al jardín donde me aguarda la hierba e infinidad de margaritas espontáneas a la luz de un sol prudente pero increíblemente acogedor. Observo con admiración el verdor de las hojas de los árboles (que hace quince días no estaban), los brotes en las ramas de los frutales, la agradecida floración de los cerezos, la majestuosidad de las palmeras, y todo bajo una orquesta formada por el cantar de los pájaros.

Es algo mágico. En la inmensa turbulencia mediática, incendios provocados, escándalos públicos y privados, conductas canallescas, vida enfrascada en tecnologías y «días de ruido y furia», la primavera en acción produce un efecto balsámico. Este contexto me calma, rejuvenece, reconcilia con el mundo y me hace querer ser mejor. Valorar más las cosas naturales. Valorar más la lentitud, admirar más la naturaleza que nos regala una labor silenciosa y desinteresada.

Algunos somos tan soberbios que albergamos la ilusión de que los árboles crecen para que los contemplemos o que los pájaros nos dedican su sinfonía. Ni hablar. A la naturaleza le traemos sin cuidado, pero a nosotros no debería sernos indiferente la naturaleza. Somos parte de ella, y no precisamente imprescindible.

Es verdad que mis conocimientos de botánica son comparables a los que poseo de mecánica cuántica, y no conozco el nombre de cada tipo de flor, ni árbol, ni de los espinos, ni de las razones bioquímicas que pueden estar tras la eclosión floral, la fotosíntesis o cambios de coloración.

Cuando paseo por un parque, un bosque o mi jardín, me sucede como cuando recientemente visité la Galería Nacional de Londres, donde infinidad de obras de arte estaban a mi disposición y sin embargo, yo no conocía su autor, ni la técnica empleada, ni su valor, pero el impacto era positivo y desataba mi admiración, y me empequeñecía saber que con pocos medios en épocas lejanas, se conseguía pintar escenas con mayor realismo o huella, que las de la más moderna televisión actual. Al igual que las numerosas galerías del museo mostraban infinidad de obras de arte para los visitantes, mi jardín en primavera me muestra sus obras de naturaleza y disfruto activamente: oler flores, sentir la brisa compartida con el ramaje oscilante, observar abejas polinizando, contemplar la persecución inútil de pájaros por mi pastor belga, sentir la fortaleza de los cipreses que me sobrevivirán a mí y a mis descendientes, constatar que a nivel de la hierba hay todo un mundo de insectos y animalillos, captar los matices de coloración de la tierra. O sea, todo un espectáculo de vida y color al alcance de la mano, o de los pies. Y gratis.

Admitiré que a veces la hierba reclama su crecimiento descontrolado, que las hojas se diseminan para que un torpe jardinero con gafas y desganado las recoja, que la alergia al polen me provoca maldiciones, o que algunas ramas sufren ataques de hongos… Y que cuesta que el jardín no se convierta en erial. Pero incluso cuando llueve, cuando el viento azota, cuando la noche llega… la naturaleza tejida por hierbas, flores y árboles cumple un efecto sedante que no se compra ni se vende, sino que se disfruta.

A veces alguien cercano me confiesa orgulloso que “vive la noche”, o que aspira acudir a un tumulto urbano, o que cambia la naturaleza por paseo frenético por tiendas, o por inmersión tecnológica, o por el calor del amor en un bar, y yo respeto sinceramente su elección libre (al fin y al cabo, cada uno sabe lo que necesita, aunque no siempre coincide con lo que le conviene). Sin embargo, personalmente no lo cambio por esta dosis primaveral de ánimo y bienestar.

Algo que debemos cuidar, porque si no creemos en el calentamiento global, al menos sintamos el calentamiento local y comprendamos que no se juega con la vida, con la naturaleza, con el planeta, con la ignorancia del «nunca pasa nada»…

Comprendo la belleza de los versos de Neruda cuando expresaba su amor con el famoso verso de su Poema 14:

Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos.

Y es que todos deberíamos florecer pese a que los años pasen, pese a que nos zancadilleen, pese a los contratiempos, pese a las penurias, pese a dolencias, pese a las personas tóxicas… Y si seguimos el ejemplo de la naturaleza que incansable supera el invierno y nos regala la primavera, si empleamos el tiempo en observar la grandeza de la vida que nos rodea, si logramos comprender que somos una pieza modesta del ciclo de la vida… nos sentiremos mejor. Intentémoslo.

1 comentario

  1. Si la sociedad moderna podría asimilarse al desierto. Por ser lugar hostil, propenso al espejismo (ilusiones vanas provocadas por el dinero, el falso éxito, el consumismo o el auto engaño), de clima muy seco (de humanidad, amor y desprendimiento) y extremo (muy cálido durante el día, muy frío por la noche).

    Bien podríamos nosotros equipararnos a los cactus. Porque hemos cambiado simbólicamente nuestras hojas por espinas para adaptarnos al medio (encontrando agua, soportando el calor y protegiéndonos de depredadores) y poder sobrevivir.

    Lo milagroso del caso es que, siendo cactus, podemos seguir dando hermosísimas flores. Y con ellas renovarnos, abrir nuevos ciclos y dotar a nuestra vida de inéditos bríos.

    Lo anterior demuestra que la belleza de una flor proviene de sus raíces. No de la apariencia externa de la planta que la fructifica o de si su tronco está cubierto de hojas o espinas.

    Por eso, mantengamos sanas nuestras raíces para que sigan trayéndonos simbólicas primaveras a nuestro día a día.

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