Claves para ser feliz

La tolerancia tiene sus límites

He visto a mi perro mover la cola y lo he identificado como alegría. En otro momento, cuando rellenaba con una pala un agujero del jardín, ha empezado a ladrarme furiosamente, pero no he sabido si era con hostilidad o con afán de juego.

Recordé que Heráclito decía que: “Los perros ladran a lo que no entienden”, lo que me ha llevado a pensar que también las personas “ladramos” o protestamos y nos quejamos cuando algo no lo entendemos.

Con el tiempo, en un esfuerzo de autocrítica, he adoptado un criterio de cierta tolerancia ante la conducta u opinión extravagante o que no encaja en mi paradigma de la vida. No ladrar instintivamente.

Esa regla de tolerancia me lleva a observar y reflexionar sobre lo que el otro dice o hace, refrenando mi juicio por unos minutos, para sopesar si le encuentro sentido o defensa razonable. No hay que precipitarse. Con eso evito verme prisionero del llamado “sesgo de confirmación”, o sea, la funesta tendencia humana a sostener lo que hemos dicho antes con terquedad. Es verdad que en esos instantes de enfriamiento silencioso, a veces enarco las cejas, abro los ojos, o me aumenta la frecuencia respiratoria y el ritmo cardíaco, pero la clave está en mantener cerrada la boca para que no se me dispare la lengua.

Me ha sido muy útil ese “no precipitarse”, ante los numerosos contextos en que escucho lo que inicialmente me parecen tonterías (sabihondos y sobrados, profetas infalibles, necios con mando, imprudentes, etcétera). O incluso en esas situaciones en que mis hijos pequeños toman decisiones o actitudes que me sulfuran, y no parecen escucharme (en estos casos, voy teniendo presente que mi relación con ellos, se invertirá cuando la vejez me alcance).

Debo admitir que si profundizo en ese análisis de urgencia, encuentro más veces de las que desearía, que lo que se me presentaba estupidez, podía tener su sentido para otros y merecía mi respeto. De igual modo que algunos de mis hábitos pueden parecer estúpidos a otros.

Sin embargo, como decía el filósofo irlandés Edmund Burke “Hay un límite a partir del cual, la tolerancia deja de ser una virtud”. Hay cosas que por mucha tolerancia que aplique, por mucho esfuerzo de comprenderlas, no las soporto. Es el caso de quienes se comportan con mezquindad e intentan hacerte cómplice; de los exhibicionistas de su soberbia que se creen con patente de corso; de los que enarbolan su derecho a opinar para injuriar, manipular, o sencillamente para desacreditar a quien les supera; de los groseros que hablan y hablan, sin escuchar, ni dejarte replicar. De los peores, para mí, son los que critican por incapacidad de alegrarse de los éxitos de otros. Mala baba.

En este punto, creo que confundo «tolerancia» y «paciencia». Ambas son virtudes de autocontrol, pero a mi juicio, la «tolerancia» sería la capacidad de enfrentarse a ideas o conductas ajenas, sin desautorizarlas y combatirlas (la calidad de lo que se nos dice), mientras que la «paciencia» pone el acento en la capacidad de soportar la cantidad de lo que se nos dice. Los linderos son confusos, pues una sobredosis de tolerancia puede acabar con la paciencia, y puede presentarse como tolerancia lo que no es más que paciencia.

Lo cierto es que, ante las situaciones límite citadas, me vuelvo intolerante, aunque encierre una contradicción aparente: ser intolerante con los intolerantes. Sin embargo, mi intolerancia no me lleva a enzarzarme en discutir, gritar o enfurruñarme, porque no serviría de nada. En realidad lo que hago, es ejercer mi mirada de pena, y a la primera ocasión, alejarme o aislarme respecto de los intolerantes. No necesito su compañía. El mundo es grande. Se ve que la paciencia, hermana pequeña de la tolerancia, es menos fuerte. De hecho, no hace mucho, cuando en un nutrido acto social en Madrid, hablaba de pie con un conocido, éste me presentó a una mujer tremendamente ególatra y necia, la cual tomó la palabra instantáneamente para comentarnos datos sobre su importantísimo trabajo (por el que no le preguntamos) y siguió farfullando tonterías sobre lo fastidioso del acto, mientras los dos la escuchábamos pacientemente con cara de circunstancias. Me negué a perder más de cinco minutos de la despensa de la vida que pudiera quedarme, escuchando tamañas sandeces, así que usé mi viejo truco; mientras la tenía enfrente: levanté el brazo como saludando a alguien que supuestamente ella tenía detrás y simultáneamente alcé la voz cortándola: «¡Hola, Juan!, y añadí mirándoles: Disculparme…» (Y me alejé con íntima satisfacción entre los asistentes buscando otro nido más cómodo).

Aunque si la indiferencia o la huida es la regla general frente a los intolerantes, hay una excepción. Cuando alguien te ofende con lo que dice u ofende a los que quieres. Entonces entra en juego la enseñanza bíblica: «Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra». Y digo, seguir la enseñanza, porque cuando se te acaban las mejillas, ya puedes actuar y replicar al cretino.

En definitiva, la paciencia no solo puede agotarse, sino que debe agotarse, porque si no hace, tenemos un problema. Me recuerda un viejo chiste. Una señora se quejaba a la vecina:

  • Tengo un perro estúpido. ¡Ha desenterrado más de treinta veces la planta que he puesto en esa esquina!

Y repuso la vecina:

  • No sé sus razones, pero me preocupa quien lo ha plantado tantas veces sabiendo que el perro lo iba a volver a desenterrar.

2 comentarios

  1. Como era aquello: Estoy en un punto de mi vida en el que no pienso discutir. Si no tienes razón, yo te la voy a dar. Así tu te quedas contento y yo pienso que eres gilipollas.

    Manel Pérez

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  2. La escritura Ursula K. Le Guin subrayó la inutilidad de regar una piedra. Por mucha agua que le viertas, decía, nunca va a crecer. Lo mismo cabría afirmar respecto del tiempo y la atención dedicados a los intolerantes (gente sectaria, inflexible, sordociega -mental- e hiriente).

    Si el amor comienza con la atención. La protección frente al desamor (envenenado y desagradable) que rezuman y contagian los intolerantes (con su estupidez, soberbia, mala educación, avasallamiento y frentismo) comienza con la desatención (o atención meramente aparente hacia los mismos) y la contención (no entrar al cuerpo a cuerpo). Solo cuando esta prevención resulte insuficiente (o nos sintamos directamente agredidos) cabría acudir al arma pacífica de la dialéctica (la refutación expresa y motivada y el rechazo rotundo).

    Pero, incluso en este último caso, sería recomendable seguir el consejo de Montaigne: «aunque pudiera hacerme temible, preferiría hacerme amable». Lo que personalmente entiendo como añadir ironía a la cortesía. Porque, de una parte, esa amabilidad que Montaigne propugna no transige con quien demuestra carecer de tolerancia. Y porque, de otra, la ironía es el signo más elocuente de la inteligencia y el cebo más certero para desenmascarar a toda esa infinita fauna de depredadores sociales (desaprensivos, aprovechados, insolidarios, descerebrados e intolerantes) que quieren invadir y gobernar a nuestra sociedad y a nuestras vidas.

    P.D. Tal y como indicaba Karl Popper en «su paradoja de la tolerancia»: si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes. Por eso, desengañémonos, en nombre de la tolerancia debemos reclamar el derecho a no tolerar a los intolerantes.

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