Claves para ser feliz

El culpable placer del desayuno buffet

«Me llamo José Ramón, y me encantan los desayunos buffet». Así podría empezar mi discurso en un círculo de hedonistas anónimos.

Valoro mucho los desayunos buffets de alta gama. Y digo alta gama, porque “Buffet” no significa siempre “buffet”. Es uno de los ejemplos más vivos de la distancia entre lo pintado en la publicidad y lo vivo al verlo.

Los valoro mucho porque en mis viajes de juventud disfruté de desayunos de pensión y hoteles modestos, en que era un lujo que te sirvieran una segunda taza de algo sospechosamente claro e insípido para ser café (modalidad por cierto, muy frecuente en los bed&breadfast británicos). Ciertamente no era para quejarse, porque si se paga poco, poco se recibe, y sobre la calidad de esos paupérrimos desayunos en fondas de mala muerte, podría aplicársenos el chiste de Woody Allen cuando comentaba de dos ancianas que se quejaban de los desayunos de la residencia: “¡Qué comida más mala!”, y le replicaba la otra: «¡Y qué raciones más escasas!»

Lo cierto es que, ya se trate de un congreso, viaje familiar o turístico, si toca hotel con desayuno buffet que merezca tal nombre, me divierto con mi curioso ritual.

Debo decir que la experiencia me ha enseñado a ser prudente. Lejos queda (en el tiempo pero no en el espacio, pues lo tengo muy dentro) aquel niño tragón de gafitas y mejillas coloradas que, en los primeros buffets de hotel de su vida, se sentía seducido como Hansel y Gretel, en la casa de caramelo y pasteles de la bruja.

Ahora, ya con mucho rodaje hotelero y más desayunos que muescas en el revólver de Billy el niño, suelo llegar al salón con parsimonia, identifico el número de habitación y a continuación me comporto como explorador, atisbando la mesa libre o examinando las viandas que ofrecen.

Pensándolo bien, los buffets de los hoteles son el parque de atracciones del adulto. Ofrecen emociones intensas al gusto, que se salen de lo habitual. Todos tenemos nuestra rutina de desayuno, normalmente lo mismo cada día, y súbitamente se nos ofrecen infinidad de manjares, ordenados, primorosamente exhibidos, aquí los quesos (de los que engordan y de los que suplican consumidor), allí los zumos (con variedades tropicales), mas acá los variados panes (sin los peces) y como no, pastelitos, revueltos, champiñones, tomate, jamón, paté, frutas, etcétera.

Además, podemos repetir de lo que queramos, hay un regimiento de empleados alerta a nuestra demanda, y no tendremos que limpiar ni recoger. Todo huele a paraíso, así que por unos instantes recuperamos los hábitos de un ansioso pitecántropo.

En ese momento no nos damos cuenta del privilegio que tenemos y de lo miserables que somos.

Somos privilegiados pues podemos comer lo que queramos, en la cantidad que deseemos y de increíble variedad y calidad: ni el mismísimo Nerón o Napoleón disfrutaron en sus vidas de tamaño regalo.

Y somos miserables, porque apagamos la voz de la conciencia que nos recuerda que hay infinidad de desgraciados que pasan hambre, mientras nosotros disfrutamos de la abundancia y derrochamos alimentos.

Llegados a este punto, queda claro que admito que soy un miserable y además pecador (la gula es un pecado capital, y por eso lo cometo en las capital con buenos hoteles).

A partir de aquí, confesaré mi abordaje de la cuestión el pasado viernes por la mañana en el espléndido hotel Meliá, María Pita de A Coruña (primera vez que me alojo allí y espero que no sea la última, por sus maravillosas vistas).

Estaba a primera hora en este escenario de delicias al alcance de la mano, salivando como el perro de Pavlov, y me debatía entre la gula y la contención. Suele triunfar la gula mediante el consabido chantaje (“Por esta vez…”, “Un día es un día…”, “Ya caminaré luego…” etcétera). O me sale la justificación científica (“Los nutricionistas siempre dicen que la primera comida del día debe ser abundante”). Pero el abogado favorito de la gula fue el que me susurró al oído: «¿tiene sentido esperar por los sueños que no acaban de llegar y dejar pasar este tren a tu alcance?».

En esta ocasión, tomé el plato inmaculado en una mano y fui observando las bandejas como leopardo acechando antílopes. Llegué a la tostadora de rodillo eléctrico y elegí cuidadosamente una loncha de pan de las dimensiones y textura adecuadas para su destino como soporte a tomate y jamón serrano. Con las pinzas coloqué la rebanada cuidadosamente en el rodillo superior que iba con lenta eficacia.

Como experto en estas lides, le dejé continuar en solitario su labor mientras acudía a la máquina de café, con la intención de retornar por mi tostada. La máquina de café era avanzada, con tantas ranuras, opciones y teclas, que me ofrecía un reto similar al que me había enfrentado veinte minutos antes para manejar los mandos de una ducha que parecía un robot de cirugía.

Conseguí obtener el café y retorné complacido a por mi tostada. Para mi sorpresa, el rodillo daba vueltas en vacío y ni rastro de mi tostada. Supuse que algún o alguna cómoda huésped se lo había llevado (¿para qué esperar por la suya si la mía ya estaba hecha?), aunque seguramente había actuado de buena fe (vamos, la buena fe era la mía, que creía que nadie se llevaría lo mío). Me sentí como cuando no encuentras tu paraguas en el paragüero del café un día de lluvia. Sin embargo, rápidamente me consolé colocando otra loncha y limitándome a recolectar comida en los aledaños pero aplicando una vigilante mirada de soslayo, con visos amenazadores, por si el mapache retornaba a sus fechorías.

Después no me resistí a ese triangulito de jugosa tortilla de patata. Ni a esa lonchita de salmón irresistible. Ni algo de quesito. Ni ese huevito fritito. ¡Vale, lo admito! Uso los diminutivos como técnica expresiva para engañarme a mí mismo sobre la cantidad realmente recolectada (propia de acaparamiento en tiempos de racionamiento).

Eso sí, pude ver a una pareja de enamorados, supongo, porque solo el enamoramiento puede servir de atenuante a su actitud de servirse directamente tomando la comida de las bandejas con la mano, como si las pinzas fuesen invisibles o diesen sacudidas eléctricas. Al menos no todo estaba perdido para ellos en la escala moral, pues lo que se servían no lo devolvían a la bandeja para los demás.

Una vez lleno mi plato (lo que me hace pensar que sería más correcto decir “replato” que “repleto”), y acompañado de un zumito y café, me senté al lento ritual del desayuno. Si además se comparte la mesa con amigos, se despacha la pitanza con mayor lentitud y se saborea más. Y así fue.

Con ello, no se crean que soy un Gargantúa sino más bien alguien que cree que en un contexto socioeconómico tan brutal e incierto, hay que aprovechar los buenos momentos, de manera que alegrar el sentido del gusto, con moderación, es una deliciosa evasión.

No puedo menos de recordar que François Mitterrand, el que fuere presidente de la república francesa, desahuciado por un cáncer de próstata, una semana antes de fallecer y a modo de celebración de su última nochevieja (31/12/1995), se dio el capricho de un almuerzo especial, que además de ostras y capón asado, contó con la delicatessen de dos pajaritos hortelanos. Estos pajaritos se ceban antes de morir y se les ahoga sumergiendo la cabeza en un vaso de coñac. Se despluman y asan al horno, y se comen enteros y de un bocado, solo acompañado de buen vino Burdeos. Y dice la tradición, que tan suculento manjar, debe probarse con la cabeza cubierto por la servilleta para escapar a los vigilantes ojos de dios.

La anécdota me impresiona y bullen ideas contradictorias, pero de lo que estoy seguro, es que jamás querría un desayuno buffet en que se incluyesen esas avecillas. Ni hablar. Lo que sí comprendo es que se estile cubrir la cabeza con la servilleta por la vergüenza de esta cruel gula, y me pregunto si debo proceder igual en mi próximo buffet de hotel.

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