Reflexiones vigorizantes

En busca del tiempo robado

Hoy me ha robado el gobierno. Algo valioso e irrecuperable.  Además lo ha hecho con nocturnidad y alevosía: me ha robado una hora, pues ha impuesto el cambio de horario, de manera que los relojes ha sido adelantados, y las 2:00 han pasado a ser las 3:00. De nada sirve que intente devolvérmela con el próximo cambio de hora, de verano a invierno (a mediados de octubre de 2024). Esa hora de sueño era mía, y quien sabe lo que sucederá de aquí a octubre.

 Vale, acepto que no debemos supeditar el tiempo material a su mero apunte contable, aunque siempre resulta inquietante que un gobierno determine con un simple ajuste horario la hora de levantarse y acostarse de la población, el disfrute de la luz u oscuridad. Inquietante ejercicio de poder absoluto, porque nadie puede sustraerse a las horas oficiales que condicionan agendas, eventos, celebraciones, rutinas o dosis de medicamentos.

Todos en la vida quisiéramos atrasar los relojes, pero no por horas, sino por años, y retornar a los años de infancia, o adolescencia, y una vez situados en «esos felices años»(felices en lo que sabiamente la memoria conserva), manipular la hora para ajustarla exclusivamente a los tiempos de episodios gratificantes o entrañables. Sin embargo, los filósofos usan la metáfora de la “flecha del tiempo” para indicar la dirección firme del presente hacia el futuro y su irreversibilidad.

Por esa fugacidad del crédito de tiempo disponible (ninguno sabemos cuando vencerá), debemos combatir otros ladrones de tiempo.

En primer lugar, los «ladrones de tiempo tecnológicos». Aquí confieso que estoy adicto a algunos de ellos y me cuesta desengancharme. Nos roban el tiempo, nos colocan “espías” que nos redirigen a ocupar nuestro tiempo en lo que no sabemos que queremos, y nos hacen ser esclavos de pantallitas, teclados y jueguitos.  

 Especialmente dañinos son esos asaltantes de la labor en que estamos enfrascados, pero que captan nuestra atención: llamadas telefónicas, correos electrónicos y redes sociales. Necesitamos como el mítico Ulises tapar los oídos para no sucumbir a las sirenas de estas seductoras llamadas.

De la misma pandilla de ladronzuelos son las pantallas televisivas que con una oferta inmensa nos mantienen pegados con el mando a distancia en frenética búsqueda. Televisión y sofá son un cóctel explosivo.

En segundo lugar, los «ladrones de tiempo humanos» que nos asaltan cada día con ese sutil anzuelo de «Es solo un momento».

Aquí encajan los vendedores telefónicos, las parejas de religiosos que hacen proselitismo puerta a puerta o te abordan en la calle, los pedigüeños maliciosos o insolentes, los pícaros que buscan algo de tí, o los que te piden firmar para objetivos que no dependen del número de firmas (primero, preguntan si estás contra la guerra, el cáncer o las matanzas de rinocerontes, por ejemplo; luego te piden que firmes o dones algo, por lo que psicológicamente no quieres contradecirte, aunque detrás de la mesa no exista asociación sería ni benéfica alguna).

 Para continuar con los ladrones de tiempo, están los meros conocidos que te saludan y detienen en plena calle, exhibiendo la bandera blanca (“Es solo un momento”) y te someten a propuestas, peticiones o historias que te importan un bledo. Una variante son los que consiguen una cita para «un café» (variante más extensa del «momento»), lo que aprovechan para comentarte algo que supone de común interés o incluso para pedirte algo, pero una vez satisfecho, se lanzan a hablar de otras cosas que no te interesan, mientras los minutos caen a plomo, o lo peor, a proponerte un encuentro próximo más denso (un almuerzo, una actividad lúdica o deportiva) lo que te obliga a mirar de reojo el reloj mientras intentas con la mirada decirle que la fiesta se ha terminado.

 Lo peor es que todos ellos ignoran que un momento es algo breve, no un lapso temporal al gusto del hablante. En eso hemos retrocedido, porque en la Edad Media lo tenían claro. Para Beda el Venerable (monje inglés del siglo VIII) un momento eran noventa segundos, o sea, minuto y medio. Por entonces, no había relojes de precisión sino que se acudía a relojes de sol, así que el período de duración de la sombra que iba desde el oscuro atardecer hasta el claro amanecer se dividía en 12 (número de apóstoles o de ciclos lunares, a interpretación), lo que daba lugar a doce horas, pero con la singularidad de que cada hora se dividía en sesenta fracciones (sistema sexagesimal babilónico: cinco dedos multiplicado por las falanges que apunta el pulgar, 3 x4); ese resultado de dividir la hora por sesenta daba lugar al “momento”, cuya extensión dependía lógicamente de la estación del año, de manera que el promedio de duración correspondería con los actuales 90 segundos ( o si se quiere minuto y medio). Será en el siglo XII cuando llegue el reloj mecánico y el sistema exacto de base 60, y la hora de sesenta minutos.

  O sea, que si alguien nos pide un momento, podemos decirle que le concedemos ese minuto y medio. No más.

En fin, que nuestro tiempo es “nuestro” y podemos regalarlo cuando queramos a quien queramos, pero que no nos lo roben. Por eso, el mejor antídoto es: (i) planificar el tiempo; (ii) decir no antes de que “metan el pie en nuestra puerta” para distraernos; y (iii) priorizar siempre lo propio. Y si nos roban el tiempo solo nos quedan dos ayudantes: la imaginación (para huir de donde no queremos estar) y la memoria ( para regresar a donde queremos estar).

Lo sé, soy un cascarrabias. Cosa de la edad, lo que me hace pensar que tengo menos tiempo que regalar a quien no lo merece.

2 comentarios

  1. Un verdadero robo, un capricho gratuito, un dislate injustificado. No contribuye a fomentar nuestra confianza en los que nos gobiernan.

    Dicen que el problema es que no consiguen poner de acuerdo a todos los paises en el nuevo horario sin cambio horario. La verdad es que eso tampoco contribuye a nuestra confianza en nuestros gobernantes, pues por evitar deshacer un entuerto se escudan en su propia incapacidad de acuerdo.

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  2. La razón de que exista el tiempo es que todo no suceda a la vez. Por eso la forma en que lo empleemos, distribuyamos y ordenemos es clave para nuestra vida. Porque el tiempo está para ser disfrutado (en el más rico y amplio sentido de la palabra), no para ser ahorrado, perdido, sustraído o dilapidado. Y solo si es aprovechado le dará calidad.

    Y aquí empiezan los problemas. Porque el lugar dónde vivamos o estemos lo condiciona (Vbgr. geografía, climatología, cultura, forma de gobierno, etc.). Porque parte del mismo se encuentra hipotecado por obligaciones, rutinas, necesidades biológicas y de pertenencia y crisis vitales. Y porque el resto, ese que de verdad potencialmente es nuestro, se encuentra acechado por peligros e especies invasoras (estafadores, okupas, falsos predicadores y, en general, parásitos de tiempo) que, en ocasiones, acaban asaltándolo, usurpándolo y conquistándolo y pueden arruinarnos, desahuciarnos y hasta convertirnos en «dependientes».

    Relacionado con lo anterior está el valor que demos a esta peculiar moneda de curso legal y llave de entrada a nuestra vida. La capacidad que tengamos para mantener su valor y evitar que sea intervenida. Y los medios que pongamos en su defensa. Porque el tiempo corre despacio pero pasa deprisa y una vez se ha ido no tiene marcha atrás. Por eso, no tiene precio. Por eso, nunca sobra. Por eso, solo podemos darle cuerda. Por eso, hay que luchar por él.

    P.D. La vida se suspende frágil sobre el tallo del tiempo. Cómo sean sus cuatro estaciones dependerá, en gran medida, del uso y cuidado que demos a nuestro tiempo. Hoy, entre lluvia melancólica y silencio de aire, luz y cielo, se despiden la Semana Santa y un domingo dolorido porque le han amputado una hora y aún no sabe bien porqué. No puedo dejar de pensar en ayer. Simplemente, Yesterday https://youtu.be/N7gbKMeqtA

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