Reflexiones vigorizantes

No hay mayor sobredosis que la realidad

No sé quien dijo esa frase, pero me viene a la mente y me parece afortunada. Comienzo a ver las noticias televisivas como un castigo. Como asomarse al abismo donde aguarda un vertedero.

La pandemia fue inquietante. La guerra de Ucrania horrible. La situación política en España es kafkiana. Lo de Israel y Gaza, dantesco. El huracán catastrófico en Acapulco deja un reguero de muertos y desaparecidos, y un tirador asesino en Maine que provoca una masacre en un restaurante y una bolera. A nuestro alrededor, amigos y familiares sufren penalidades (económicas, de salud, etcétera). Y de telón de fondo, un invierno que no acaba de llegar con un calentamiento global que juega con economías y la vida global.

El problema es que no veo la solución. No está en mis manos, pero tampoco veo que nadie pueda solucionarlo. Podrá parchearse, darse una tregua, o podemos engañarnos, pero hay dos bromas pesadas que nos acompañan siempre; lo de que estamos en un mundo feliz, y lo de que somos dueños de nuestro destino (Bob Dylan recordó aquello de que “solo los muertos son hombres libres”).

Se ve que, como voy siendo antiguo, no me parece malo añorar el pasado, y me pongo en línea con lo que añoraba de la antigüedad el condottiero Fabrizio en Del arte de la guerra (Maquiavelo):

La costumbre de honrar y premiar las virtudes, no despreciar la pobreza, estimar el espíritu y la disciplina militar, obligar a los ciudadanos a amarse los unos a los otros, vivir sin banderías, apreciar menos lo particular que lo público…

Aquello de que el sol se consumirá en cinco mil millones de años, me temo que sucederá cuando el planeta tierra ya estará desolado y muerto, y a juzgar por los síntomas, dentro de este mismo siglo XXI.

Mientras llega ese momento, o antes de que cambie de barrio contra mi voluntad, seguiré el viejo y sabio consejo de Sir Francis Bacon:

Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer.

Tan pocas cosas como esas pueden provocar una felicidad pasajera, y sin embargo la soberbia o ambición humana nos lleva al conflicto y al caos. No soy ejemplo para nadie, pero veo que el consumismo, la insolidaridad, la hostilidad y el fanatismo en lo que se piensa, forman una atmósfera que nos ahoga.

Bastaría con que seamos menos obsesivos con lo que sabemos o creemos cierto, y mucho más tolerantes y respetuosos con lo que no sabemos o no compartimos. Me ha costado vivir muchas décadas llegar a esta conclusión, y me cuesta mantenerme en ella, pero a juzgar por el panorama, me temo que la inmensa mayoría de las personas no dedican ningún momento a la serena reflexión, a la desintoxicación de los prejuicios o sencillamente a pensar si no es hora de darle oportunidad a la tolerancia.

En fin, para salir de esta nota pesimista, aquí va una nota de humor con una espléndida ocurrencia atribuida a Woody Allen que viene al caso ( si esto no arranca una sonrisa, nada lo hará):

En mi próxima vida quiero vivir mi vida al revés. Empiezas muerto y quitas eso del camino. Luego te despiertas en una residencia de ancianos y te sientes cada día mejor. Te echan por estar demasiado sano, vas a cobrar tu pensión y luego, cuando empiezas a trabajar, te dan un reloj de oro y una fiesta el primer día. Trabajas durante 40 años hasta que eres lo suficientemente joven para disfrutar de tu jubilación. Si sales de fiesta, bebes alcohol y, en general, eres promiscuo, entonces estás listo para la escuela secundaria. Luego vas a la escuela primaria, te haces niño, juegas. No tienes responsabilidades, te conviertes en un bebé hasta que naces. Y luego pasas tus últimos 9 meses flotando en lujosas condiciones similares a las de un spa con calefacción central y servicio de habitaciones de barril, habitaciones más grandes todos los días y ¡listo! ¡Terminas como un orgasmo!

¡Buen fin de semana! ¡¡No vean los noticieros!! Miren hacia su interior… Ahí no encontrarán la respuesta pero al menos no les llegarán más incómodas preguntas.

1 comentario

  1. La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida. Pero, recuerde vuesa merced, responde Sancho, que más allá de estar ante un esencial derecho de todo ser humano y un indispensable valor de toda sociedad cabal (justa, solidaria e igualitaria), nos encontramos ante UN DEBER MORAL y UNA RESPONSABILIDAD DE TODA PERSONA Y COLECTIVIDAD HACIA SÍ MISMA Y LAS DEMÁS (modelado/a -o deformado- por la educación y la conciencia; defendido/a -o abandonado- por la lanza del compromiso) QUE MUCHAS VECES SE INCUMPLE. Y es aquí, mi señor, donde surgen peligrosos gigantes reales –estos sí- que están detrás de la realidad oscura del día a dia y merecerían ser derrotados en buena lid.

    Hoy, sociedad y ciudadanos (hablo de nosotros), endurecidos y saturados por la sobredosis diaria de malas noticias (guerras, barbaries, maldad, abusos, desigualdades e injusticia), asumimos con naturalidad la cómoda mentira de su inevitabilidad y, aunque nos lamentamos, no hacemos -prácticamente- nada. Con ello obviamos que lo que sucede trasciende lo individual y nos implica a todos. Todo, absolutamente todo, está interrelacionado. Y la frágil y cambiante estructura social mundial (de potencias y bloques) amenaza derrumbe. Que no nos pille debajo y reaccionemos tarde.

    P.D. En 1942, el gran director francés Jean Renoir (hijo del pintor impresionista Auguste Renoir) rodó la película «Esta tierra es mía». En ella reflexiona sobre -conceptos tan relativos y equívocos como- el valor y la cobardía (“no se puede ser valiente sin miedo” decía el gran Muhammed Alí) y sobre la dicotomía entre soluciones individuales y responsabilidad colectiva. La historia se desarrolla en una ciudad imaginaria de la Francia ocupada por el ejército nazi. La mayoría de la población es colaboracionista y acepta la ocupación como única vía para mantener la paz y la seguridad. El resto, ciertamente minoritario, opta por la desobediencia, lucha contra el invasor y le declara la guerra.

    Arthur Lory (Charles Laughton), un maduro profesor (tímido, solterón y cobarde) que vive «ocupado» (por su miedos y asfixiante madre) y está enamorado secretamente de Louise Martin (Maureen O’Hara), profesora y vecina, recupera el valor y la dignidad, durante el juicio al que es sometido por un asesinato que no cometió, para pronunciar un emotivo discurso final sobre la libertad que enciende a sus conciudadanos porque, como dice en el mismo, el ejemplo de los héroes es contagioso. En el mismo denuncia la responsabilidad de «todos» en la ocupación -incluido él-, por haberse dejado corromper por la flaqueza, la comodidad, la dejadez o el propio beneficio y por permitir que la verdad fuera «mutilada» de la realidad y… los libros de texto. Por eso, dice, «sé que deben condenarme a muerte, no por asesinar…, cosa que no hice, sino porque he dicho la verdad ante todos ustedes (…) y la verdad no puede existir durante una ocupación porque es muy peligrosa. La ocupación solo se alimenta de grandes mentiras…”

    https://youtu.be/QTr-_cvCcpI Esta es mi vida: alegato final del juicio.
    https://youtu.be/02axLcwfW9s Esta es mi vida: última lección tras el juicio.

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