Claves para ser feliz

Interrumpir la prescripción de la amistad

Hasta los más ignorantes del derecho saben que el tiempo se lo lleva todo. En términos jurídicos, hablar de caducidad o prescripción supone la muerte del procedimiento o del derecho por el tiempo agotado, y se produce cuando hay inactividad.

Lo comento tras visitar Barcelona y asistir al encuentro con dos compañeros y amigos (enfatizo la copulativa “y”, pues ya saben el capcioso dicho de que “son compañeros y, sin embargo, amigos”). Hacia años que no veía ni a María ni a Juan y sin embargo, tropezármelos en aquel acto al que acudieron para saludarme, demostrando enorme afecto con su mirada y gesto, me hizo reverdecer los mejores recuerdos compartidos, como la chispa que provoca un gran incendio. Grandes personas que me engrandecían con su amistad y se habían tomado la molestia de recordármelo aprovechando la ocasión de vernos. Personas así, inteligentes, corteses y bondadosas me hacen reconciliarme con la humanidad, y me proporcionan la adrenalina de la felicidad.

¡Se había interrumpido la prescripción! Lo digo porque la amistad, como el amor o las plantas, requiere riego. Riego de contacto, riego de complicidad, riego de preocuparse por el/ la otra. Me precio de contar con muy buenos amigos, buenos amigos y amigos a secas. Lo matizo porque lo de “amigo” es la palabra que se utiliza con inmensa elasticidad, aunque todos sabemos quienes son los verdaderos amigos, con los que la sintonía es plena, en los que se puede confiar y, como suelo decir, son el puñado de personas que sentirán realmente en tu funeral que no vuelvas a verles, en vez de mirar el reloj para irse a otras cosas. O sea, amigos y conocidos: juntos pero no revueltos.

Me alegra mucho cuando algún “amigo” del pasado contacta conmigo para saludarnos y vernos. Y digo del pasado porque la vida va por etapas, y cada etapa va acompañada de un contexto y satélites propios (residencia, amigos, experiencias, ocio, sueños, salud, etcétera). Son etapas que me atrevo arriesgadamente a situar en una duración de siete años (el mismo lapso temporal en que la biología nos dice que renovamos todas las células de la piel).

Esas llamadas inesperadas, esa cita para verse, te alegra el día y la vida. Siempre que no vayan acompañadas del latigazo (“Por cierto, quería pedirte un favor…”). Lo digo porque los auténticos amigos están siempre ahí y ni ellos tienen que pedir permiso para pedirme favores, ni yo tampoco a ellos, porque lo de estar a las duras y a las maduras también se aplica aquí. En cambio, me molestan los que brotan del túnel del tiempo, o los que pretenden aplicar la propiedad transitiva (“los amigos de mis amigos son mis amigos”), y en vez de abrazarte te asaltan. Este fenómeno lo situé entre los «lobos disfrazados».

Por eso, todos deberíamos aprovechar el tiempo libre, las treguas entre tantas ocupaciones inútiles, para efectuar un repaso mental de las personas que nos han importado en el pasado y cuya amistad merece la pena, y de la que tenemos nostalgia. Y entonces, tomar el teléfono o buscar una cita con ese amigo que hace muchísimo que no vemos, para saludar, para verse, para testimoniar un sencillo «¿Cómo te va? No llamo por nada más que para saludarte». Eso es maravilloso.

Es cierto que hoy día cumplen esa misión los “WhatsApp” que de vez en cuanto “interrumpen la prescripción” de la amistad, pero creo que la inundación de mensajitos y el abuso de tal canal, lo ha desnaturalizado. En modo alguno, los whatsapp ni las redes sociales sustituyen la llamada directa, con voz cercana, ni jamás alcanzarán a ser equivalentes a ese hito que interrumpe la prescripción de la amistad: tomar un café sentado y sin prisas. Ese sencillo y testimonial acto es sublime. Ya he comentado la deliciosa libertad de elegir con quién se toma café. Y no digamos esos almuerzos o campechanía en torno a un mantel, que deberíamos reiterar por su efecto benéfico como quien acude al fisioterapeuta, psiquiatra o a un acto religioso.

Además creo que ese encuentro cara a cara, esos cafés y almuerzos con amigos, expresado en el hábito de nuestra juventud de “quedar para salir juntos”, va desapareciendo de la actual juventud en que los vínculos de amistad son más frágiles, hay predilección por amigos de pantalla en vez de carne y hueso, pues como predecía el sociólogo Zygmunt Bauman en 2007:

«Relación» ya no significa «relación», sino «monólogo». Y «amigo» es una palabra que internet ha vaciado, convirtiéndola en algo instantáneo, sin cuerpo, sin historia.

Nunca es tarde para tirar de la agenda y preguntarnos la razón de que aquél amigo o amiga del pasado se haya perdido en las nieblas del tiempo, y que no sepamos nada de su vida. No me refiero a los falsos amigos, ni a los que dejaron de serlo porque la decepción o distintos objetivos, los dejaron atrás. Es normal evolucionar en todos los planos y puede que la sintonía que existía en el pasado no tenga fundamento objetivo en el presente por las nuevas circunstancias de cada uno.

Quizá ha hecho nuevos amigos y sigue su propio rumbo, pero no sobra enviar un mensaje o hacer una llamada y preguntar cómo va todo. Si las respuestas son lacónicas y simples, y si no demuestra interés recíproco, es claro que nada hay que resucitar. Si el contacto funciona, se recuperará una amistad. Intuyo que cultivar amistades “hace la vida más larga” (por feliz) y ser huraño o solitario “te la hace parecer más larga” (por desgraciado).

En este punto de reflexión lamento tres cosas.

La primera, que el paso del tiempo ha borrado muchos buenos recuerdos y experiencias compartidas, aunque no todos borramos lo mismo pues no todo nos impacta o importa en la misma medida. Además muchos recuerdos los dejamos enlatados en nuestro archivo o trastero mental, listos para ser desempolvados por la memoria que nos hará «revivir los momentos», pese a saber que esa amistad ya quedó enterrada. Sin embargo, su fruto permanece, aunque sería inútil intentar resucitarla, pues como se atribuye al filosofo Kant. «La amistad es como el café, una vez frío nunca vuelve a su sabor original, aún si es recalentado».

La segunda, el desconocer el paradero de aquellos buenos amigos que lo fueron y que se mantienen en el recuerdo.

Y la tercera, el no poder contactar con un puñado de buenos amigos de los que sé el triste paradero, y a los que echo de menos, pues por desgracia solo podría contactar con ellos con una tabla güija.

Finalmente señalaré que, como mis buenos libros son también mis amigos, suelo releer algo de los que me encadilaron en su día. No los dejo abandonados en la estantería, sino que de tarde en tarde los abro y disfruto recordando las partes que me hicieron reír, llorar o reflexionar, y me complace especialmente ver las hojas dobladas o partes subrayadas, e intento descifrar la razón de que lo hubiese marcado así. De este modo, interrumpo la prescripción de mis preciados libros.

Y pensándolo bien, queridos lectores, con estos artículos semanales interrumpo la prescripción de esa relación mágica entre escritor y lector.


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1 comentario

  1. Qué texto más hermoso, José Ramón.

    Ese dar —y darnos— oportunidades para que los vínculos con quienes, en la margarita del tiempo, salieron “sí”, en ese juego silencioso en el que el azar y la vida deciden por nosotros, no se pierdan —para siempre— varados en la calle Melancolía que cantaba Sabina es, en realidad, un acto más de supervivencia que de resistencia.

    Porque el desajuste provocado por los nuevos roles, la distancia y el paso del tiempo puede secarlos, pudrirlos o dejarlos atrapados entre la gelidez del pasado y la neblina del olvido… hasta lograr que prescriban.

    Y en ese inventario íntimo entran personas, objetos humanizados, libros… Si los quisimos —cada uno a su manera—, forman parte de lo que fuimos y nos ayudaron a forjar lo bueno que somos y a desprendernos de lo malo que pudimos ser. Les debemos la oportunidad de seguir ahí, aunque sea de forma puntual, para evitar que se extingan.

    Porque nos humanizan.

    Porque nos engrandecen.

    Y, sobre todo, porque nos mantienen —aunque no lo sepamos— unidos con nosotros mismos.

    Hace unos días, fingiendo ordenar y expurgar papeles inútiles, apareció una piedra pequeña. Me la había regalado alguien que, sin hacer ruido —como la propia piedra—, un día fue importante. Ese simple gesto de tenerla en la mano y guardarla en el bolsillo fue como un parpadeo venido del pasado. Y, por una razón inexplicable, sentí que el mundo me pesaba un poco menos. Que lo querido volvía a respirar. Y me sentí mejor.

    Quizás, al final, se trate de eso: de no dejar morir lo que alguna vez nos sostuvo, aunque hoy apenas quepa en un bolsillo.

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