Situaciones absurdas

Lo que odiamos los clásicos de los hoteles que no lo son

He pasado muchas noches en camas ajenas. No piense cosas raras, me refiero a que he pasado muchas noches en cientos de hoteles. De toda clase, según la época que me tocaba vivir y según los fondos disponibles. De camping, fonda, pensión, hostal y hotel (y algún que otro Airbnb); incluso en barracones en las afueras de Londres con una veintena de años, aunque confieso que no he dormido en ningún contenedor ni cueva.

En las últimas décadas, por aquello de volverme más cómodo, y maniático, para desplazamientos laborales o de ocio, siempre voy de hotel.

Así que fui amablemente invitado por una organización a Bilbao y me reservaron alojamiento en un hotel de cinco estrellas en la villa.  La experiencia fue inolvidable, pero no en el sentido que ustedes piensan sino en el que percibí, pues ni es oro todo lo que reluce, y lo digo sin sentirme la princesa del guisante, la que notaba un guisante bajo una docena de colchones.

Lo contaré con cierto humor, que es lo que hace más soportable lo que no tiene gracia. Y lo digo porque lo sucedido me hace pensar que me haría falta un segundo doctorado para no sufrir contratiempos.

I. Nada más llegar a recepción, pasadas las 14:00 horas, me atendió con amabilidad una de las empleadas (al menos no era un robot… todavía).

No me sorprendió, pero no me gustó, que me pidiesen la tarjeta de crédito, “por los posibles gastos en el hotel”. O sea, mucha pelotería en el tratamiento “al señor cliente”, pero la tarjeta por delante…

II. Lo de pedir y fotocopiar el DNI es algo trasnochado y que la Agencia de Protección de Datos sanciona. O sea, lo que no nos pedirían ni facilitaríamos en la vida ordinaria a ningún desconocido, ahí lo facilitamos en el océano de fraudes que aguarda allí donde las plantillas de personal son enormes.

III. Me molestó que la recepcionista me dijese tras llamar por teléfono, que “tiene que esperar diez minutos a que quede la habitación en condiciones”. Nada de “si puede”, sino que “tiene”, y nada de “disculpe”, sino que hay que aguantarlo aunque como era el caso, llegué agotado del viaje y con la habitación reservada desde un mes antes…

IV. Finalmente, fui a tomar el ascensor, con mucho dorado y oropel, pero tras pulsar los botones y ver que no se movía, comprendí (porque me iluminó el santo Job), que había que pasar la tarjeta de tu habitación y luego pulsar el piso (cosa que debe ser notoria, porque nadie me lo dijo, y tampoco lo indicaba ningún rótulo en el interior del ascensor).

V. Logré llegar a la habitación, disfrutando en el laberinto como Indiana Jones, aunque pude comprobar al regresar por la noche, que la cosa se complicaba “pues todas las puertas son pardas”, lo que me hizo sentir el superagente 86, Maxwell Smart atravesando interminables puertas.

VI. La habitación era amplia, limpísima y majestuosa. Era tan enorme que recordé lo de Groucho Marx («Una noche en la ópera»): «¿Servicio de habitaciones? ¡Que suban una habitación más grande!

Empezaba bien con una bandejita con una bolsita de patatas fritas, un sobrecito de cacahuetes y una botellita de vino tinto, todo tamaño liliputiense, lo que es de agradecer para el “clientecito” cuando somos personas que no debemos tomar ninguna de esas dos cosas y somos débiles. Por supuesto acompañaba una impecable cafetera, de esas de los hoteles que me encantan por lo que decoran y que nunca soy capaz de hacer funcionar.

VII. El tema menor de colocar el ordenador portátil en la mesa pegada a la pared me llevó a buscar el enchufe cercano, pues a nadie se le había ocurrido poner el enchufe múltiple accesible y a la altura de la mesa; lo localicé cerca del suelo en la parte trasera del mueble, lo que me llevó a adoptar una postura casi imposible sobre la moqueta para enchufarlo. Cosa menor, que facilita las genuflexiones y la gimnasia, pero ya no está uno para andar por los suelos. Al menos el wifi funcionaba correctamente, sin el calvario de otros hoteles en que la contraseña es un galimatías de números y letras, y que tienes que introducir nuevas contraseñas cada poco.

VIII. La enorme cortina actuaba de telón para un enorme ventanal, que no podía abrirse ni asomarse, lo que tenía su lógica, pues aguardaba un triste patio interior. Eso sí, la dejé abierta para que entrase algo de luz natural y me tumbé sobre la cama a reposar unos minutos, posición que no facilitaba la intimidad pues pude ver a través de la ventana lo que me parecieron otros clientes desde las habitaciones de enfrente que daban al mismo patio interior.

IX. El grifo del lavabo era tan moderno que tenía un sensor y tras pasar la mano arrancaba el chorro de agua, pero ojo, duraba unos cinco segundos, lo que, tras varios intentos, me llevó a colocar el tubo de pasta de dientes frente al sensor para engañarle. Pero el sensor era más listo: duraba el triple de segundos y se cortaba otra vez. ¡Qué tiempos los de grifo que se giraba y se abría o cerraba el paso del agua!

X. El televisor era majestuoso en pared, pero el mando a distancia parecía el cuadro de mandos de un avión. Solo necesito un botón para los canales y otro para el volumen, ni más ni menos.

XI. Cerca de la medianoche, tocaba dormir, y tras ponerme cómodo, realicé el gesto más repetido por la humanidad civilizada, sea rico o pobre, listo o tonto: estiré el brazo para apagar la luz. Lo logré: apagué la luz del techo, pero quedaba la del fondo; le di a otro interruptor y se encendió la del pasillo pero se apagó la del fondo; pulsé un tercero y volvió a encenderse la del techo y la lámpara. Medio incorporado con la espalda torcida y cabreado, toqueteé todos a la vez, alternativamente, y finalmente me levanté a probar con otro cuadro de mandos de la pared lejana, hasta que finalmente “la habitación inteligente” me dio premio y todo se oscureció.

XII. Intenté dormir. La cama era inmensa, repleta de mantas y edredones mullidos, y unas cuatro almohadas. No sabría decir si era demasiado blanda, demasiado dura o demasiado de todo. El resultado fue una noche aferrado a lo que me rozaba, envuelto en lo que me tapaba y con el sentido de la orientación perdido. ¡Qué tiempos los de una almohada única!

XIII. Tras los primeros sueños, me desperté pues respiraba con dificultad y carraspeaba, así que me levanté a tientas a apagar el aparato de aire acondicionado… acondicionado al polo norte. Medio dormido lo localicé junto a la puerta de entrada, tras caminar varios metros en la oscuridad y finalmente deslumbrado al dar la luz. Era un termostato digital con varios botones. Pulsé varios esperando acertar como quien juega a una tragaperras. Los dígitos subían y bajaban, rayitas aparecían y desaparecían, pero lo que no desaparecía era la envoltura de frío y el ruido de fondo. No lo conseguí así que fui drástico y tras el castizo método de golpearlo, sin suerte, quité la llave del cajetín para que desapareciera toda la luz de la habitación y se apagase el maldito aparato.

XIV. Por la mañana desperté, temiendo acabar como Gregorio Samsa, el protagonista de “La metamorfosis”, convertido en escarabajo, pero no, era el mismo cliente gruñón de la noche anterior.

Me aguardaba la ducha, todo muy transparente, decorado con modernidad, como si fuese una cabina de teléfonos del futuro. La ducha contaba con media pared de cristal, lo que quedaba muy bello pero me llevó a dejar inundado el baño y a usar las preciadas toallas blancas para absorberlo.

El desafío era acertar con la tecla y la temperatura adecuada, porque estuve tanteando la “grifería” como quien intenta acertar la combinación de una caja fuerte, mientras recibe cuando se equivoca un chorro de agua fría o hirviendo de un lugar imprevisto.

XV. Lo del desayuno buffet lo dejaré para otro día, porque los residentes parecíamos zombis buscando cucharas, zumos, cafés, buscando consejo o mesa libre.

XVI. Al irme, en la recepción otra chica también muy amable me solicitó el número de habitación y me dijo sonriente: «¿Ha consumido algo del minibar?»

Le respondí: «Nada. Sería difícil porque en mi habitación no había ningún mini-bar. Solo una puerta de madera y un hueco. No sé si se lo ha llevado el anterior cliente o ustedes temían que lo robase yo».

Me miró sorprendida, lo anotó, pero no me dijo eso de “disculpe”, aunque pude leer en sus ojos con mi telepatía algo así como “tocahuevos”.

XVII. Y me fui. No encontré en la habitación esos impresos para dejar la opinión, ni me los ofrecieron en recepción. Entiendo que no los faciliten, no fuese que los clientes los usen.

Todo lo dicho es un desahogo, porque realmente no debería quejarme por varias razones.

La primera porque me habían invitado buscando el mejor hotel del mejor lugar, y es de bien nacidos ser agradecido. Habían pagado por lo mejor y debo estarles agradecidos.

La segunda, porque quizá el problema no lo tiene el hotel, sino yo. Soy del fragmento generacional que disfruta con pocas cosas, sencillas, en un contexto de limpieza y accesibilidad, que no tenga que afrontar sobreentendidos ni sea rehén de la robótica.

La tercera, porque al regresar la noche anterior, a escasos cinco metros de la puerta brillante y automatizada del hotel, estaba durmiendo un indigente, y más allá otros dos claramente inmigrantes, los tres arropados con lo que podían, sin más comodidad que disfrutar de un hueco en la pared en exclusiva para cada uno, con vistas a la gran ciudad y aire natural. Verlos me hizo sentir realmente mal, por el contraste entre los privilegiados y los desfavorecidos, pero tuve que refugiarme en esa egoísta coartada que nos damos para sobrevivir, consistente en alejar de la mente los problemas que no controlamos. Pero eso sí, me quedó claro que no tengo derecho a quejarme cuando otros no tienen donde dormir ni asearse, aunque paradójicamente su hotel tiene más estrellas que el mío (todas las del cielo).

Triste mundo que hemos creado.


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4 comentarios

  1. Leer a JR Chaves siempre es reencontrarse con la ironía inteligente y la mirada costumbrista que convierte lo cotidiano en literatura. Gracias al brillo de su lucidez, a la luz de su reflexión y a la chispa de su ingenio, transforma su experiencia en un hotel de cinco estrellas —más bien odisea, aunque breve y sin sirenas— en una fábula moderna.

    La estructura numerada de la narración convierte cada detalle en un “capítulo” de pequeñas frustraciones: desde la burocracia de la recepción deshumanizada hasta la lucha con los interruptores, el aire polar desbocado, las múltiples almohadas o la ducha futurista. Nos muestra la confusión entre lujo y exceso tecnológico, y reflexiona sobre su generación, que prefiere lo sencillo y funcional frente a la modernidad impuesta. La gracia suaviza la protesta y la hace cercana, y el cierre, con la imagen de los indigentes, aporta un giro ético que relativiza la queja y recuerda que el verdadero lujo es tener un techo.

    No puedo dejar de destacar los capítulos VIII, IX, X y XI. Pura genialidad. Hacía mucho tiempo que no me reía tanto leyendo. Mi clímax llegó con el X: tuve que parar, la risa me desbordó hasta obligarme a parar.

    Pero lo más admirable es cómo el autor, partiendo de una anécdota trivial, logra elevarla a categoría literaria, con un estilo que recuerda a las mejores páginas del humor costumbrista español. Y ese contraste final entre el lujo artificial y la intemperie real convierte la crónica en algo más que sátira: en una reflexión moral que nos interpela a todos.

    Magnífico texto, José Ramón. Gracias por ofrecernos literatura que hace reír y, al mismo tiempo, invita a pensar.

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  2. Este texto es una joya. Más allá del humor (muy fino, por cierto), retrata algo que en marketing y hospitalidad se olvida demasiado, la experiencia real del cliente. Puedes invertir millones en domótica, diseño o branding, pero si el huésped no entiende cómo apagar una luz o enchufar el portátil, todo eso sobra.

    Al final, la verdadera innovación está en hacerle la vida fácil al viajero, no en llenarla de botones. Y lo curioso es que eso, que parece tan básico, es justo lo que más fideliza.

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