Lecturas y libros

Clásicos más citados que leídos

Escucho una tertulia de radio y en cierto momento uno de los intervinientes, cuyo nombre no recuerdo, confesó sin titubeo que “he leído a Tucídides a los doce años”, lo que despertó el reconocimiento admirado de los restantes, mientras el precoz lector se regodeaba de su hazaña.

Me quedé perplejo. No dudo que hay eminencias (Borges leyó antes de la adolescencia los 32 tomos de la “Enciclopedia Británica” al completo) pero me temo que aquello era un farol.

Primero, porque las opiniones del sujeto (economista, para más inri) no eran precisamente fascinantes o dignas de un sabio leído.

Segundo, porque la lectura de la “Historia de la Guerra del Peloponeso” que he intentado personalmente hace un mes, fue totalmente infructuosa (arrojé la toalla, lo confieso), requiere numerosas lecturas previas para contextualizar lugares y para comprender las referencias y valoraciones que hace el historiador, cosa que dudo tuviese este precoz lector a los 12 años.

Tercero, porque es una lectura de norme densidad, en que las traducciones no son tan precisas como sería deseable, y en que el mensaje de lo que quería decir el historiador no queda tan claro. Hasta sus contemporáneos tildaban a Tucídides de oscuro, meticuloso y de prosa difícil, nada que ver con Herodoto. Aquí está la obra por si alguien quiere asomarse a la historia.

Por eso mas bien creo que cuando dijo el tertuliano que “he leído a Tucídides” se referia a alguno de estos supuestos:

  • Literalmente a haber leído la palabra “Tucídides”, o a haber leído algo (el título y un par de páginas).
  • A la lectura de alguna nota actual de algún conocido que se llama «Tucídides».
  • Al síndrome del deseo: lo que quiere, se lo cree, y no miente sino que lo piensa realmente así.
  • A subestimar la capacidad crítica de los demás.

Eso me llevó a pensar en la facilidad con que se engaña sin pudor, en lo poco que importa la verdad, y en lo políticamente correctos que somos que, cuando nos espetan tamaña mentira, nos callamos con media sonrisa sin desenmascarar al infame.

Pero regresemos a Tucídides para comprender su grandeza. Tucídides (c. 460-404 A.C.) tiene el mérito de ser un historiador reflexivo y crítico sobre la guerra entre Atenas y Esparta (431-404 a.C.), fiel a la realidad que conoció en primera línea (fue general durante la guerra del Peloponeso pero fue exiliado por llegar tarde a una batalla); gracias a esta expulsión tuvo tiempo para ponerse a escribir, aunque falleció antes de acabar su obra. En cambio, Herodoto tiene el mérito de permitirse referencias a la mitología o relatar sucesos por ser deliciosos (ciertos o no).

Sin embargo, Tucídides tuvo la grandeza de dejar constancia de los motores de las guerras; en concreto atribuye la guerra del Peloponeso a la envidia de Esparta y el temor fundado a la expansión del imperio de Atenas, y además el historiador expone el riesgo de manipulación del pueblo por los políticos (¡qué actual!) y confiesa que en definitiva, pretende que las generaciones futuras aprendan del pasado.

Como prueba de su clarividencia he aquí este brillante fragmento de su obra “La Guerra del Peloponeso” (que insisto, solo he leído sus referencias porque no me da más la cabeza ni el tiempo), que resulta bello y certero, referido a una de las escaramuzas de Córcira (actual Corfú) que desencadenaron la guerra entre Atenas (Liga de Delos) y Esparta (Liga del Peloponeso), nos demuestra que dos mil años después de creciente civilización, sus explicaciones siguen vigentes, para la tensión bélica que nos inunda y alarma. Provoca admiración y escalofríos este fragmento que encierra bibliotecas enteras de filosofía, ética y política. Escrito por Tucídides hace casi 2.400 años (según traducción de 1954) y bien podría escribirse hoy día para explicar la guerra de Ucrania o Gaza, por ejemplo:

Entonces, con las convenciones ordinarias de la vida civilizada confundidas, la naturaleza humana, siempre dispuesta a ofender incluso donde existen leyes, se mostró orgullosa en su verdadera cara, como algo incapaz de controlar las pasiones, insubordinado a la idea de justicia, enemigo de todo lo superior a sí mismo. Si no hubiera sido por el pernicioso poder de la envidia, los hombres no habrían exaltado tanto la venganza por encima de la inocencia ni el lucro por encima de la justicia… Los hombres persiguen la derogación de las leyes generales de la humanidad que existen para dar una esperanza de salvación a todos los que están en apuros… olvidando que puede llegar un momento en que ellos también estén en peligro y necesiten su protección.

Maravillosamente actual. La Guerra del Peloponeso duró 32 años, y me temo que las actuales van para largo. No hemos aprendido nada. Ni de la inutilidad de las guerras injustas, ni de que las guerras quitan vidas, ilusiones, energías y una inmensa mayoría nos convertimos en peones de un juego de malvados encumbrados en el poder.

Para saberlo, no hace falta leer a Tucídides, basta con asistir a los noticieros actuales. Realmente me gustaría saber qué lecturas tuvieron de niños Putin, Trump o Kim Jong-un. Algo me dice que pocas o no buenas.

Me temo que yo disfruto del placer de humanizar los libros, pero hay muchos que se libran de ser humanos cuando crecen. Y así nos va.


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1 comentario

  1. Leer es importante. Pero no vale cualquier lectura, ni basta con leer.

    Hay que tener honestidad intelectual: saber cuándo un texto nos supera y cuándo no estamos preparados para reflexionar sobre él, porque leer sin comprender es como escalar una montaña sin cuerdas.

    Hay que dejarse transformar por lo leído.

    Hay que convertir el conocimiento en conciencia.

    Tener sensibilidad, valores, empatía, y entender —esto es básico— que el poder sin humanidad es una forma de barbarie.

    El cronista A.J. Liebling decía que para triunfar en el ring hay que empezar pronto, aunque conocía casos insólitos, como el de Tony Canzoneri, campeón del mundo de los pesos pluma, ligero y welter, que no se calzó un guante “hasta la tardía edad de ocho años”.

    El boxeador es una gran metáfora del ciudadano: hay que empezar a serlo desde la infancia, aprendiendo a discernir, a resistir la manipulación y a defender principios sin caer en el fanatismo.

    Porque, como en el ring, no basta con fuerza: hace falta temple.

    Aprender a ser ciudadano ya siendo mayor es difícil; en cambio, perder esa condición en cualquier momento es fácil… si nos dejamos arrastrar por una sociedad deshumanizada o por el mal ejemplo de quienes nos gobiernan. Entonces, la sociedad -y la gran sociedad global que es el mundo- se convierte en un ring donde solo pelean los que gritan más fuerte, mientras los demás observan desde la esquina, resignados.

    Para evitarlo, ayudan las virtudes del boxeador: disciplina, resistencia, entrenamiento, pero también inteligencia emocional para leer al adversario.

    Y, sobre todo, la conciencia de que la ciudadanía no es una medalla, sino un músculo que hay que ejercitar cada día: con lectura, con pensamiento, con acción, incluso en los pequeños detalles.

    Porque si no lo hacemos, otros lo harán por nosotros. Y no siempre para bien.

    Lo dicen los clásicos.

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