
Los monos son una gran lección de humildad. Nos dicen de donde venimos y posiblemente hacia donde vamos.
Ayer visité el Parque de Cabárceno (Cantabria) y entre la valiosa fauna que ofrece, existe un amplio recinto donde habita una colonia de babuinos, monos macacos de Gibraltar y algún mandril marcando el territorio. Están cercados por elevadas rocas con rejas para impedir su fuga.
Sin embargo, para nuestra sorpresa de visitantes (mis tres hijos y yo) asistimos a la “gran evasión”. Dos pequeños monos haciendo contorsiones lograron pasar entre los barrotes y se aproximaron a los visitantes con naturalidad.
Seguramente no era la primera vez, porque luego se alejaron hacia la montaña fuera del recinto de su hogar.

La sorpresa que quiero compartir es que, al perder el contacto visual la que supusimos madre de los macacos, se puso sobre las dos patas anteriores y comenzó a mostrar los dientes y lanzar chillidos a modo de llamada. Rápidamente otro grupo de monos se sumó al reclamo. Y entonces, como respuesta del recinto vecino escuchamos un sobrecogedor rugido de león. Impresionante. Peor que el rugido del león de la Metro-Goldwyn-Mayer. Ante esa amenaza, el enorme mandril que miraba desde el pico de un monte del reciento de los monos, descendió con rapidez con las fauces abiertas y ojos encendidos y nos miró a los visitantes en forma provocadora, pues nosotros estábamos parapetados contemplándolo.
Los dos monitos, como Zipi y Zape, continuaban su exploración del mundo ajenos al zafarrancho. Después pudimos verlos cerca del teleférico, donde seguramente algún visitante se llevaría alguna sorpresa. Pensándolo bien, era un hermoso día soleado y los pequeños deseaban disfrutarlo. Al fin y al cabo, no creo que muerdan ni sean agresivos y sienten la fuerza de la libertad.

Al menos no eran gorilas, porque si lo fuesen me temo que no estaríamos los visitantes mirándolos embobados y haciendo fotografías.
Lo llamativo del incidente es algo que parece que hoy día está desapareciendo.
El instinto materno que se inquieta al perder de vista a las criaturas y con desasosiego las busca, lo que contrasta con los adolescentes de los que hoy días salen de casa y sus padres solo confían en que llegue por su propio pie, y acierte a abrir la puerta.
El manto protector del grupo, que ante la alarma de la desaparición, se afanaron todos en la búsqueda.
Y cómo no, el valeroso papel del líder, el mandril que se apea del trono y no vacila en plantar a cara a leones o seres humanos.
No sé el desenlace del caso, pero supongo que al atardecer los monitos regresarán sin problemas a la colonia, donde alguna colleja les ofrecerá su madre. No vi ningún “código rojo” en el Parque, ni nos confinaron a los visitantes, ni vi a nadie con redes o fruta para capturarlos. Ni falta que hace.
Aunque pensándolo bien, así empezó “La guerra de los simios”…

En la década de los noventa fue célebre en el zoológico de San Diego, las fugas que protagonizaba Ken Allen, un orangután de Borneo que lo intentó una docena de veces, logrando trepar y colarse por sitios insospechados, recibiendo el apodo de “El Houdini Peludo”, y además con buen gusto, porque en una ocasión fue encontrado en un contenedor de basura donde rebuscaba en las sobras de un cercano McDonald’s.

Por mi parte, recordé alguna de mis fugas del colegio escolapio, que realicé saltando el muro del patio escolar y que mereció algún que otro castigo sin recreo, pero también mereció la pena, porque me hizo vivir una pequeña aventura, como los monitos. La libertad sienta muy bien cuando no se tiene, y por eso cuando se tiene, hay que valorarla.
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La sociedad es un gigantesco parque temático de especies humanas que viven en asumido «cautiverio». Cruzar los barrotes invisibles de lo socialmente obligado, prohibido o aceptado, como hacen los monitos asturianos de la historia, es travesura común a muchos.
La mente humana, para poder fugarse, explorar, descubrirse y sentirse libre de jaulas, ha de olvidarse de reglas establecidas y ponerse disfraz de cachorrito de mono. Porque si a su capacidad innata para el escapismo, añadimos su talento natural para la comedia, la contestación y el equilibrismo ¿Quién puede resistirse a ser cría de macaco por un tiempo y hacerse trotamundos, inconformista, discutidor y bohemio?
Sin embargo, la aventura no está exenta de riesgos. Puede acabar revelándonos, como le ocurre a Taylor (Charlton Heston) en El planeta de los simios (Franklin J. Shaffner, 1968), que -la Estatua de- la «Libertad» se encuentra derrotada, semienterrada y oculta en alguna zona prohibida a los seres humanos. En realidad no existe. Solo es ficción inventada.
P.D. Hace un siglo, la gente se reía de la idea de que descendíamos de los monos. Hoy en día, los individuos más ofendidos por esa afirmación son los monos -Jacob M. Appel-.
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