
Estos dos últimos días han sido plenos en la vertiente cultural en Salamanca, pero me quiero detener en la vertiente más pagana y terrenal, la gastronómica.
Solamente comentaré que en el restaurante Las Caballerizas, en los aledaños de la catedral de Salamanca (hay que conocerlo para poder encontrarlo), sitio rústico y con historia, tabernario y bullicioso, pleno de olores y rumor festivo, nos sentamos cinco amigos a almorzar, dejando que maese Antonio, nos trajese los platos que desease y el vino. Siempre acierta en las tres “C” (Calidad, Cantidad y Coste) y no fue una excepción.
Nada de comida de deconstrucción, ni generativa, ni gelatinosa, espumosa o molecular. No. Comida que se ve lo que es, que huele a comida, y que además sabe tal y cómo aparenta.
Por si fuera poco, comenzamos al estilo medieval pues usamos mayormente los dedos (caso del queso y el jamón, sin olvidar los langostinos, o las increíbles chuletillas de cordero). Y de postre, nada de dulce, volvimos a comenzar: más jamón con queso.
En varios momentos, al igual que mis compañeros, tuve ese sentimiento íntimo que describía el cocinero neoyorkino David Chang como meta de sus platos: “ese segundo en el que alguien saborea algo tan delicioso que la conversación se detiene y dejan escapar un sonido gutural”. Y es que Las Caballerizas (en el ámbito gastronómico es tan emblemático como a la hora de las copas “La Lola”, de los Quijano en León. Veamos una imagen que nos hace salivar cual perro de Pávlov, antes de entregarnos a una reflexión sobre los excesos de la vida.






Se consigue una atmósfera amistosa, pues la mejor decoración de un restaurante auténtico y memorable es la gente comiendo, sonriendo, e incluso, ¿por qué no decirlo?, con un poco de alboroto espontáneo, fruto de la franqueza y el compadreo. Complicidad, sonrisas y muy importante (¡móviles fuera!).
Ya sé que ha sido un exceso gastronómicos. Que fuimos víctimas de la gula. Que la salud se resiente. Que hay muchos problemas en la vida. Que somos unos frívolos. Que es demasiada comida en un mundo donde hay demasiada hambre…

Pero si lo que nos espera en el futuro es limitarnos a recordar el pasado, espero que dentro de mi colección de recuerdos quede este ágape. Y además me niego a sentirme culpable por pasármelo bien, cuando todos y cada uno de mis amigos en la mesa, tienen sus gozos y sus sombras, pues todos se han ganado con esfuerzo su espacio para sobrevivir.
Hay que ser muy sabio para acertar en la justa medida y no incurrir en “lo demasiado”. Tanto de niños como de mayores siempre nos sentimos vigilados o nos contenemos por si algo que hacemos o nos gusta resulta «demasiado».
Comer demasiado no es bueno, pero trabajar demasiado es peor, y no digamos lo funesto que suele resultar amar demasiado.
Estar «demasiado sólo» es angustioso, pero estar «demasiado acompañado» resulta cargante.
Ser “demasiado espiritual” te expone al ridículo, y ser “demasiado terrenal” te hará despreciable.
Tener «demasiados libros» resulta frustrante por ser la vida «demasiado corta».
Sentirse “demasiado joven” tiene mejor remedio que sentirse “demasiado viejo”. Igualmente, sentirse “demasiado delgado” tiene mejor remedio que sentirse “demasiado gordo”.
Lo que tiene facilísimo remedio es dejar de ser “demasiado rico” para ser demasiado pobre (esto último no lo sé por experiencia propia ni lo sabré nunca, me temo).
Estoy plenamente de acuerdo con la reflexión del escritor Jeffrey Fry: “Demasiada fama, dinero o alcohol pueden volverte estúpido”. Eso son paraísos artificiales que se convierten en infiernos.

Creo que la clave de la felicidad está en los paraísos cercanos o íntimos que uno crea. En esas burbujas de felicidad que se presentan de forma discontinua en el tiempo y que guardas celosamente en tus recuerdos maravillosos. No en frivolidades, encumbramientos o payasadas. Como dijo alguien “se trata de ser más, que de tener más”.
Como estoy hablando demasiado, me viene a la mente el título de esa obra del filósofo Nietzsche: “Humanos, demasiado humano”. También la famosa frase de Julio César, en la obra que le dedicó Shakespeare, cuando se refiere a uno de sus futuros asesinos: “Casio, piensa demasiado. Hombres así, son peligrosos”. No hace mucho reflexioné sobre el dilema; ¿Pensar demasiado o pensar poco?
Y es que me temo que vivimos la vida demasiado deprisa, nos preocupan demasiadas cosas, y no nos damos cuenta del castizo dicho: «de lo sano y en buena compañía, nunca hay demasía”.

Y por aquello del «ora et labora», al día siguiente nos engalanamos para el acto solemne de toma de posesión del nuevo rector de la Universidad de Salamanca. Un acto que no fue demasiado formal ni demasiado entrañable, pero como todo lo bueno, se hace demasiado breve. Por cierto, nótese en la foto que tenemos muchas ínfulas, pero no en la tercera acepción del Diccionario de la Real Academia, (vanidad) sino en el significado de «tiras que cuelgan del birrete de doctor» (como nos advirtió con su erudición, el gran Ricardo Rivero). Siempre el estómago lleno deja sitio para aprender.
En fin, que el ágape salmantino fue un trance con demasiada comida, demasiada felicidad y amigos que son demasiado, (y sí, lo admito, te eché de menos si te consideras mi amig@). Pero seré reincidente… volveré como MacArthur pero no a la guerra del pacífico, sino a una pacífica pitanza en Las Caballerizas, un Cheers ibérico. El lugar donde todo el mundo es bienvenido y de donde se sale con el estómago y el alma agradecidos. ¡Brindaré a vuestra salud, queridos lectores!
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Cuando se comparte y regala alegría ¡nunca es demasiado!
La naturalidad, la espontaneidad, la frescura y la felicidad de su vivocoleante escritura de las últimas semanas (¡tan cercana, tan amable, tan cómplice, tan «sencilla»!) son una invitación indeclinable -a pesar de los tiempos que corren- al buen vivir, al bien pensar y al querer -no de cualquier forma sino- ¡bonito! En suma, a la perfecta imperfección de ser humanos.
La conjunción de cuerpo y espíritu gracias al equilibrio que dan los valores, me ha traído a la memoria la historia de Abel Mutai y Iván Fernández, corredores profesionales de atletismo, ocurrida el 2 de diciembre de 2012.
Sucedió que Mutai, estando a pocos metros de la meta de la carrera (Cross de Burlada -Navarra-) en que ambos competían, creyendo que había terminado, se detuvo. Iván, que iba detrás, se percató del despiste, y comenzó a advertirle a gritos de que siguiera. Pero como no lo entendía (dado el griterío existente y el desconocimiento del idioma), redujo su ritmo y le empujó por la espalda para que ganara.
Concluida la carrera un periodista preguntó al español: ¿Por qué lo hiciste?
E Iván contestó: Mi sueño es que un día podamos tener una especie de vida comunitaria donde nos empujemos unos a otros y nos ayudemos a ganar. El periodista, no satisfecho con la respuesta, reiteró, pero ¿por qué le dejaste ganar? Y su respuesta fue: «No lo dejé ganar, iba a ganar. La carrera era suya. Entró por delante de mí, que era lo justo, porque había sido mejor que yo. ¿Qué sentido tenía llevarme yo la carrera? ¿Cuál sería el mérito de mi victoria? Habría sido como engañarme a mí mismo. ¿Qué pensaría mi madre si hubiera ganado aprovechándome de otra persona».
Iván, actualmente, vuelca su filosofía en la escuela de Atletismo El Prado: Lo primero es la educación en el respeto, en los buenos valores, en no hacer trampas ni obsesionarse con que lo importante es ganar. La idea principal es que no tienes que hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. Aunque estemos en una competición y existan premios económicos no se trata de ganar a toda costa y de cualquier manera.
P.D. https://youtu.be/RX-t7j5KImI La carrera de Abel Mutai e Iván Fernández. No sólo se trata de ganar sino de llegar a la meta con honor. Gracias, José Ramón, por ser nuestro particular Iván Fernández.
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