
La edad redonda es la del pastilleo. Cuando pasas de los cincuenta – y juro que estoy más cerca de los cincuenta que de los ochenta – te haces una analítica y empieza el baile.
Si quieres volver a pasar la ITV (Inspección Todavía Vivo) tienes que ajustar los indicadores de la analítica que muestra exceso o defecto sobre lo normal.
Al menos estoy en la primera fase. En esa en la que muy chulito te limitas a tomar pastillas “naturales”, de esas que venden los herbolarios, los hipermercados, las parafarmacias o internet. Es increíble el universo de pastillas al alcance de la mano o la boca: para los músculos débiles o colgantes, para el cabello que falta y para el que sobra, para el hígado graso y para la grasa de fuera del hígado, para las legañas al despertar, para el color de la piel y poder cambiar de raza, para la memoria y recordar que tienes que tomar la maldita pastilla, para activar la sexualidad o para desactivarla, para afinar la voz, para lubricar el ojo o cualquier cosa, para correr como una gacela…Todo. Dan ganas de comprar cuarenta frascos, volcarlos en una batidora, tomarlos y salir volando como supermán.
Así que un buen día te encuentras despertando y apurarte a desayunar, mientras contemplas los botecitos de pastillitas. Pensándolo bien, son botes de plástico con distinto color y forma, pues las pastillas “guardan las formas” y colores para evitar confusiones; al menos todavía ninguna es azul. Eso sí, debo controlarlo, porque no me gustaría perecer de sobredosis.
La cosa tiene sus ventajas…
Al tener que recordar a qué hora debes tomar qué pastilla, y cuántas, se lucha contra el alzheimer…

Te sientes un astronauta dándose un banquete…
Te recuerda que eres humano… y mortal
Te hace sentir niño (ahora ya no es el Cola-cao de todos los días, sino el pastilleo “en desayuno y merienda ideal”…)
Te proporciona un tema de conversación con otros de tu edad. Mejor que el fútbol o cine..Se.comparten fuentes, dosis y secretos…
Además une mucho. Mi gran amigo Antonio con gran generosidad compartió conmigo sus pastillas de magnesio en el desayuno de un hotel en Brasil, como quien comparte una cantimplora en el desierto, que tomamos con ansiedad antes de entregarnos al bufé tropical.
No obstante, debemos recordar que hay dos grandes medicinas para dos grandes males de nuestro tiempo. No son pastillas y son baratas.
Para la estupidez: leer todos los días algo fuera de pantallitas y que mantenga la atención veinte minutos. Facilita la neuroplasticidad del cerebro.
Para el estrés: afrontar la vida con humor (eleva las hormonas de la felicidad, y reduce la tensión arterial).
En fin, al igual que hay un roto para cada descosido, siempre habrá una pastilla para una carencia o exceso…Y quizá en un futuro no lejano existirán pastillas para aprender idiomas: cuadradas para el alemán, redondas para el italiano, jarabe para el francés…al tiempo.

Ahora están de moda las pastillitas para adelgazar, pero me niego. Creo que la más eficaz y sin efectos secundarios es la que refiere el conocido chiste:
-Tómese esta pastilla para adelgazar. Nunca falla.– Dijo el médico.
-¿Antes o después de las comidas?– Preguntó el paciente, y recibió la réplica del médico.

– Ni antes ni después…:”En vez”.
En fin, seguiré con mis pastillitas, y viendo al médico.. lo preocupante será cuando tenga que ver al arqueólogo… Y mas preocupante cuando ninguno pueda verme a mí, y no exista pastilla que levante el ánimo ni de la tumba. Pero como soy educado, como Groucho Marx, procuraré que mi epitafio diga: «Discúlpeme, que no me levante».
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Hoy tus lectores estamos de enhorabuena: sesión doble en la matinal del domingo. No es habitual que publiques en tus dos blogs al mismo tiempo, de modo que hoy disfrutamos de un “primer pase” y un “segundo pase”, como en los viejos cines. Y si en el primero pides una Justicia comprensible, en este segundo —festivo, sin perder hondura— introduces con una sonrisa apenas insinuada la metáfora universal de las pastillas de colores.
El pastilleo cotidiano que describes funciona como una versión doméstica de aquella elección entre la pastilla azul y la roja que planteaba Matrix. La azul es la comodidad: seguir como estamos, no mirar demasiado, aceptar la rutina y sus engaños tranquilos. La roja es la conciencia: asumir que el cuerpo cambia, que la vida exige atención, que somos vulnerables y que la lucidez tiene un precio. En el fondo, esas pastillas no son química ni placebo: hablan de la vida que elegimos.
Después de ese recorrido entre pastillas, te detienes un momento para recordarnos algo esencial: las únicas medicinas que nunca fallan no vienen en blíster. Son leer para que la mente no se oxide y reír para que el alma no se agriete. Dos terapias antiguas, baratas y milagrosas, que ningún laboratorio podrá patentar.
Y en ese gesto —tan sencillo— asoma el corazón del autor y esa humanidad que lo acompaña.
Y quizá por eso, tras recordarnos esos remedios esenciales, el texto acaba funcionando como una tercera pastilla que no aparece en Matrix: la que combina conciencia sin dramatismo, autenticidad sin solemnidad y humor sin evasión.
Una pastilla que no cura, pero despierta. Y, visto lo visto, no es poca cosa: la lucidez, a estas alturas, es casi un deporte de riesgo. Porque, al fin y al cabo, uno termina pareciéndose a quien cae desde el último piso y, mientras baja plantas, se consuela pensando: «por ahora va bien».
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