Situaciones absurdas

Y luego dicen que la vida es aburrida…

Creo que no soy indiferente al universo. Cuando me sucede algo pintoresco o especial, o es muy bueno o muy malo, sin medias tintas. Y si es algo negativo ajeno a la salud propia o ajena, suelo afrontarlo como una tragicomedia, para hacerlo soportable y apagar la infelicidad.

Veamos lo sucedido el pasado jueves tarde. Me dirigía desde Oviedo a Cáceres con mi vehículo de poco más de un añito de edad, un Nissan Juke Enigma. A media tarde discurría plácidamente por la autovía de la Ruta de la Plata, A-66 atravesando Castilla y León mientras llovía torrencialmente en el exterior, cuando súbitamente una lucecita del salpicadero mostró un motor color rojo parpadeando, más lucecitas, un rótulo de aviso de revisión urgente e indicando stop, seguido de un ronroneo inquietante que me llevó a meterme al arcén, momento en que, como caballo agotado que llega al establo, se paró.

Intenté arrancar. Nada. Lo reintenté. Nada. Me puse nervioso. Volví a probarlo. Nada. Era una pesadilla. Mi Juke Enigma hacía honor a su nombre. Pensaba que esas cosas suceden a otros, pero no: todos entramos en el bombo del maldito azar. Actúe como lo hacen los héroes en las películas. Salté al exterior con rapidez, bajo una lluvia intensa, abrí el maletero y busqué el puñetero triangulito. Afortunadamente lo encontré. También el chaleco amarillo, que hubiera deseado usarlo para manifestarme en Francia y no para disfrazarme de operario de carreteras. Dejé abierto el maletero para advertir que era un náufrago de la autovía. Conseguí colocar el triángulo, pero el vendaval amenazaba con arrastrarlo, así que lo agarré y regresé al iglú del coche, mientras rebuscaba en el asiento trasero. Tomé un libro de «Derecho del Medio Ambiente», muy apropiado para su finalidad, y lo coloqué para sujetar el triángulo, mientras calculaba el tiempo de empapamiento que aguantaría.

Regresé al asiento delantero. Los coches pasaban a toda velocidad a mi lado, y los camiones zarandeaban mi vehículo con el viento lateral que desplazaban. Miré a mi alrededor, por si la guardia civil o la policía montada se aproximaban en mi ayuda. Nada. Tampoco había buenos samaritanos. Pensé en lo positivo de la situación: no se avistaba ningún cementerio, lo que sería un mal presagio; el móvil tenía batería y había cobertura; sabía exactamente dónde estaba por Google Maps; y menos mal que no soy fumador ni bebedor, porque la situación reclamaba agotar las posibles existencias.

Busqué en la guantera lo que nunca pensé que tendría que buscar. Encontré la fotocopia de la póliza de seguro. Llamé a “asistencia en carretera” y tras indicarle mi posición como un objetivo bélico, me anunciaron que me enviarían un asistente. Perfecto. Perfecto fue el compromiso pero no su cumplimiento, porque el tiempo pasaba, la lluvia no paraba y la oscuridad caía. Transcurrida media hora sonó el móvil y escuché una voz cubana que decía algo así: «Oigame, chico, voy tumbando, Tardaré amigo, porque hay otro accidente y tengo que acudir. Espere que llegaré antes de despuès». Click. Vaya, no solo me había tocado la cuota iberoamericana, sino se ve que yo no era prioritario, o que no había otros “asistentes”, sin preocuparle si yo estaba a punto de sufrir un ataque de histeria, apoplejía o hipotermia.

Mientras esperaba reflexioné sobre el principio de relatividad del tiempo: lo lento que pasa cuando esperas algo, y lo rápido cuando no quieres que pase. Llamé al servicio de garantía del vehículo para solicitarle instrucciones del lugar a que debería indicarle al gruista que se llevase mi vehículo, explicándole mi caso: «Resido en Oviedo y viajo a Cáceres pero estoy tirado en “Morales del Vino” en la provincia de Zamora, y me gustaría saber dónde le digo al asistente que me lleve el vehículo para la reparación». Una pregunta tan sencilla provocó eso de «se lo paso a mi compañero», con música intermedia, repitiendo una y otra vez mi cuestión, finalizando con la cantinela de «nuestros agentes están ocupados», hasta que colgué cabreado.

Cuando iba perdiendo la esperanza y lamentaba no tener bengalas en mi coche, por fin llegó una grúa remolque y se puso delante de mi vehículo en el arcén, a unos tres metros. Se bajó un individuo bajito, con gafitas y bigote entrecano, y por toda presentación me dijo: «Llevo llamándole varias veces y no me lo cogía. La situación está apretá y casi me volteo». Caramba con el asistente que era incapaz de comprender que cuando uno está perdido en medio del páramo bajo la lluvia desea comunicarse con alguien, aunque en este caso fuese con una central de seguros y una musiquita. Luego me hizo una pregunta digna de prueba de acceso a ingeniero nuclear: ¿No puede acercar el carro a la grúa? Le miré con ojos láser: «Pues por eso le he llamado, porque no se mueve, ¿no sería mejor que acerque usted el remolque al coche?». Entonces me dirigió una orden: «Apúrate y arráncalo, quitando el bloqueo a la dirección». Vaya, me había tocado el primero de la promoción de conductores de grúas. Le contesté, mientras la lluvia lloraba de risa sobre nosotros: «Le he dicho que el coche no tiene energía, no arranca, no se mueve, ni hará nada que usted no pueda hacer con él».

Estuvo trasteando, con cables y amarrando el vehículo, así que le dije: «¿Le parece que suba a su camión porque así no estorbo y la lluvia no me moja?». Aquí sí acertó: «Sí, dale».

Ya en el camión con el vehículo cargado, me preguntó si llevaba el vehículo a un taller de “Morales del Vino” (a medio kilómetro). Y aunque paradójicamente para levantarme “la moral” no me vendría mal un “vino”, le dije que para nada, que quería llevarlo a un concesionario y que me daba igual el de Salamanca que el de Zamora pues no quería que mi moderno vehículo estuviese en un taller estilo road movie americano en medio de la nada, con un mecánico en mecedora, sin prisa y pocos medios técnicos.

Me dio una razón convincente: «Voy echando, estoy de guardia y se me acaba el turno». Sentí pena por el pueblo cubano ante tamaño embajador, pues yo no veía la conexión de su problema (su horario) con el mío (mi viaje y mi póliza de seguro que no entendía de horarios laborales: 24 horas de asistencia).

Lo convencí para que me llevase a Zamora. Mientras íbamos por la autovía con lluvia intensa, observo al cubano que mantiene el volante con la mano izquierda mientras con la mano derecha rebusca en los bajos de la palanca de cambios. Le miro con extrañeza, que se cambió en horror cuando le veo inclinar medio cuerpo y escudriñar con la cabeza, mientras la velocidad del vehículo se mantenía y el coche se desplazaba… «Pero… ¿Qué haceeee?»– grité. Dio un volantazo para regresar al carril y me dijo que buscaba el mando de la grúa por si lo había perdido en la carretera. Podía explicarle que si estaba ahí caído podría buscarlo al llegar a nuestro destino, y que si no estaba, de nada serviría buscarlo ahora. Incluso podría comentarle que si el mando estaba en el reino de los cielos podríamos encontrarlo si seguía conduciendo como si su grúa fuese el coche fantástico. Pero no le dije nada de lo que pensaba, sino que me ofrecí a buscarlo yo, a condición de que no perdiese de vista la carretera. Así que me quité el cinturón de seguridad y en el mar de los sargazos que había allí abajo, encontré el mando rojo de la grúa, y lo saqué a la luz del día, con visible agradecimiento del conductor.

Llegamos al polígono industrial de la Nissan en Zamora. Me dijo que había cumplido su trabajo y que al día siguiente llevaría el vehículo nada más abrir al taller.

Ahí estaba yo. En la oscuridad, con mi maleta y mochila, a la puerta de una nave industrial en las afueras de la ciudad, en un polígono desierto de personas, llamando a la compañía de seguros para solventar mi futuro inmediato.

Me informaron que la compañía solo me garantizaba llevarme a mi destino en el caso de que no tuviese recorrida más distancia que la que ya había recorrido desde mi residencia. O sea, solo transportan al infortunado conductor a su destino si ha conseguido llegar a la mitad. Curiosa fórmula diseñada por algún abogado. El empleado me dijo que desde Oviedo a Zamora había 255 kilómetros y desde Zamora a Cáceres 271 kilómetros, pese a lo cual haciéndome un favor me buscaría solución. Caracoles, pensé que realmente, si no me hace el favor, me tendría que dejar a 16 kilómetros de Cáceres (aunque pensándolo bien ya estaba forjando experiencia en descampados).

Ahí me hizo una propuesta propia de trilero: «Quizá usted prefiera mejor que un vehículo taxi, un vehículo de alquiler que resultará más cómodo si lo conduce usted». Le contesté que estaría bien, si el vehículo de alquiler me servía para ir a Cáceres y para regresar. Me dijo que no, que solo para ír. Yo le dije que entonces un taxi.

Así que me envió un taxi al polígono.

Diez minutos después me telefonea quien dijo ser un taxista para llevarme a Cáceres y me pregunta, o mas bien afirmó: «¿No tendrá inconveniente en que nos acompañe mi mujer?». Le dije que no, que con tal de que dejase en Cáceres esa misma noche, como si traía su familia numerosa en el maletero.

Lo cierto es que tanto el taxista como su mujer fueron amabilísimos y buenos conversadores y me despedí muy agradecido por la compañía y por llegar sano y salvo a Cáceres. He de decir que el episodio no me quitó el apetito ni la sed.

Y hasta ahí la aventura. Al escribir esto todavía está mi vehículo en Zamora pues parece que “falló el alternador” (nada de problemas de carburadores, juntas o culatas, como en mis tiempos de juventud, que podía un mecánico detectar y reparar). En el pasado los dioses para enviarte un mensaje lanzaban un rayo, y ahora prefieren estropearte el alternador.

Lo que es seguro, es que la recuperación y porteo del coche hacia mi residencia promete, pero eso será otra historia.

Y  hablando de historia, mientras lo recupero, estoy conduciendo un vehículo histórico: un Peugeot 309 de 1991, y al hacerlo, recuerdo el sabio dicho, de que solo se sabe y valora lo que se tiene cuando se pierde. Y la conveniencia de aprender cubano…


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7 comentarios

  1. Y LUEGO DICEN QUE LA VIDA ES ABURRIDA

    Una tragicomedia moderna, donde el absurdo se mezcla con la burocracia, la lluvia se ríe del viajero y los coches se convierten en metáforas de nuestra fragilidad y resistencia. Una historia que demuestra que incluso en el arcén de Zamora, la vida nunca deja de sorprender. Escrita, dirigida, protagonizada y sufrida por JR. Chaves.

    Tráiler literario sonoro sobre el artículo

    Voz grave y pausada en off

    En medio de una carretera perdida en la nada, bajo un cielo que se abre en torrentes, un destello rojo en el salpicadero anuncia el principio del desastre. La máquina se detiene. La carretera se convierte en océano. El arcén, en isla desierta. Y el reloj, en enemigo que avanza inmisericorde.

    El conductor, de repente, se transforma en náufrago. Solo, perdido y abandonado, cercado por tiburones metálicos—coches y camiones que pasan indiferentes al naufragio y casi lo rozan— percibe la amenaza constante de la carretera, transformada en océano infinito. Solo cuenta con un inútil arsenal de defensa: un triángulo señalador de desgracias, que nadie ve y y que las olas arrastran; un móvil, que apenas sirve porque el destinatario siempre está ocupado; y una póliza de seguros, que no es más que papel mojado. Y entonces, surge la pregunta existencial inevitable: ¿Qué demonios hago aquí?

    Como si ésta fuera su particular Dana valenciana, y él mismo se hubiera transformado en Santiago Posteguillo, se encomienda a que las cosas funcionen. A que alguien aparezca. A que el destino tenga un gesto de clemencia. Pronto descubre desencantado que el tiempo pasa… y nadie llega. Ni Guardia Civil. Ni un buen samaritano. Ni siquiera uno regular. Mientras los camiones rugen a su lado y él permanece varado en la nada, el mundo permanece indiferente. Y entonces, la certeza lo golpea: está solo en esta pesadilla…y solo quiere que acabe ya.

    Nuestro héroe, hombre normal -común y vulnerable- intenta calmar sus nervios, espantar sus miedos y ganar la partida a la desesperación. De repente, consigue centrarse y recordar ese superpoder que todos tenemos: el del “tengo que salir adelante”. La llave de la supervivencia.

    Nada le va a ser fácil. Porque, por fin, la pérfida y retorcida aseguradora… la supervillana… da la cara. Una hidra de siete lenguas con la voz de Kafka, que habla a través del móvil. Promesas que se diluyen, normas que desafían la lógica y una letanía mortificante de demoras y mentiras. Y siempre la misma frase final, repetida sin cesar: “Nuestros agentes están ocupados”.

    El barco asistencial del prometido 24/7 ha sido torpedeado por la realidad, hace aguas por todas partes y yace hundido en la negritud del fondo oculto del mar. Nuestro héroe, náufrago en tierra firme, comprende que el verdadero problema no está en la lluvia, ni en el viento, ni en la avería de un coche nuevo, ni en el desierto zamorano, ni en la ausencia de la guardia civil de tráfico. El verdadero problema… es la burocracia. Invisible. Despiadada. Que lo atrapa. Lo envuelve como una red de araña. Y aprovecha su vulnerabilidad… para abusar, ponerle pegas… y multiplicar sus problemas.

    La historia se completa con un coro de personajes secundarios que le dan atmósfera, colorido y contraste: la lluvia, que no solo empapa, sino que gotea risas y carcajadas ante lo que contempla; el páramo zamorano, tan inhóspito y desolado, que ni un general en campaña se atrevería a cruzarlo; un gruista cubano, cercano a la involución y ajeno a todo realismo mágico, que se mueve entre la desvergüenza y la excusa, y asegura “voy tumbando”… aunque nunca llega, y cuando lo hace solo piensa en marcharse. Y, como contraste, un taxista y su mujer, que dulcifican el drama y equilibran el cuadro, porque son y actúan como lo que falta en toda esta historia: seres humanos.

    Los coches, finalmente, se convierten en símbolos de nuestra sociedad. El moderno, joven, presumido y veloz se revela frágil y achacoso, incapaz de sostener la promesa de seguridad y buen servicio que presume la tecnología. El veterano, duro, pausado y con experiencia, resucita como hacen los amigos leales cuando más se les necesita: siempre dispuesto a estar, a cumplir sin quejarse y a acompañarte. Para él, el ayer no ha pasado porque sigue estando, y te recuerda que solo valoras lo que tienes cuando lo pierdes.

    Hasta en el arcén más desolado, la vida sigue siendo un espectáculo inesperado.

    PD. Gracias, José Ramón. Este comentario es una propuesta libre de tráiler literario sonoro sobre tu artículo. Nace, desde su reconocimiento, como un estímulo más para acercarse a su disfrute.

    FELIPE

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    1. Admirado Felipe: lo que lees, lo engrandeces con tu talento y pluma. Tienes un envidiable don para escribir mezclando poesía y humanidad. Sí. Mi relato es frívolo y tú sabes dotarlo de dignidad. Estoy muy agradecido

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