
Anteayer fue un día intenso. Totalmente: recorrí 6200 kilómetros. Sí, como lo leen. El viernes a las cuatro de la tarde estaba en Oviedo y el sábado ya estaba en Florianópolis. Como lo lee, no en Indianópolis (Indiana, EEUU), ni Mineápolis (Minnesota. EEUU), ni Piríapolis (Uruguay) sino en Florianápolis (Brasil).
¿Cómo he llegado hasta aquí? No ha sido fácil. Un poco de buena voluntad de emplear mis últimos días de vacaciones del año que se va, y otro poco de generosidad por invitarme la Asociación de Tribunales de Cuentas de Brasil a hablarles en su bella tierra.

Y digo que no ha sido fácil, pues la primera lección es conseguir meter en una maleta y una mochila lo que consideras imprescindible de tu vida, a sabiendas de que siempre se olvida algo y de que, cuando la facturas y la cinta la engulle, no sabes si será la última vez que la veas. Además, lo de las colas trae cola. Todo empezó con una cola (1ª) para facturar la maleta en el aeropuerto de Asturias a las 16:00 horas de España, seguido de una cola para embarcar (2ª), y otra cola para desembarcar en Madrid (3ª), que continuaría con una cola para embarcar hacia Sao Paulo (4ª), con nueva cola para retirar la maleta de la cinta y volver a reembarcarla en vuelo interior hacia Florianápolis (6ª). También “trae cola” saber en cada momento qué cola corresponde, pues hay que estar pendiente de pantallas informativas que no siempre informan con tiempo.

O sea, varias horas en cada uno de tres hormigueros que era cada aeropuerto, cuajado de gente del mas variado pelaje, arrastrando maletas y prisa por ir hacia una puerta, hacia una entrada o salida, o para cebarse en los tiempos muertos.
No todo fueron colas y esperas, pues lo peor aguardaba en el avión que cruzaría el océano Atlántico. Un enorme aparato cargado hasta el hacinamiento, con unas cuatrocientas personas obligadas a coexistir en el vuelo. Un viaje inolvidable pues salió a las 23:00 horas de Oviedo y llegó a Sao Paulo a las 14:00 del día siguiente (horario de España, pues eran las 10:00 horas en Brasil), con demora sensible ya que por razones climatológicas tuvo que dar un pequeño rodeo en el aire.

O sea, quince horas con cientos de desconocidos, encerrado en condiciones de espacio limitado, aire cargado y compartiendo un exiguo baño (encharcado por cierto, desde el mismo despegue), todo ello sobre un aparato del que no consigo explicarme que siendo tan pesado pueda flotar sobre las nubes ni como puede aterrizar con bien sobre un puntito minúsculo en tierra, entre otros que se aproximan con el mismo objetivo. Será cosa de ciencia o magia, pero no por eso me tranquilizo, y no me tranquiliza porque si algo he aprendido en la vida es que las cosas funcionan hasta que un día dejan de funcionar, y lo bueno es que no te toque ese día. Quizá por eso mucha gente aplaude cuando el avión aterriza, pese a que lo normal es que no haya problemas.

La comida que sirvieron (servida inexplicablemente a las dos de la mañana hora española) me hizo imaginar un acertijo: ¿qué tienen en común los aviones, los hospitales y los centros penitenciarios? Pues no solo que no puedes irte si quieres, sino que la comida viene en cantidades reducidas y calidad más reducida aún, eso sí, presentada en bandejita de aprovechamiento extremo. Sé que lo importante es volar y no comer, pero me temo que todas las compañías aéreas compiten por el máximo ahorro y menor calidad en el tentempié que ofrecen.
Pienso que mucho mejor que luchar por el equilibrio de lo que hay en la bandejita mientras procuras no dar codazos al vecino, sería darnos pastillitas como la comida de los astronautas.
Al menos confío en que a los pilotos no les den la misma comida… por si acaso.
Lo de dormir me recordó las torturas de las cárceles tailandesas o siberianas, porque no había manera de dormir y la posición era ridícula: cabeza ladeada con almohada deslizante y mantita colorada que se escapaba. Eso sin olvidar que a mi derecha se sentaba una viajera jovencita y bastante corpulenta, que tras trasegarse una botellita de vino tinto, se quedó dormida como una bendita e invadiendo mi territorio al estilo ruso, usándome de improvisado apoyo.

Eso sí, debo confesar que antes de intentar dormirme me entretuvo la colocación de unas medias para evitar la presión, pues era dificilísimo embutirlas en tan poco espacio para poder contorsionarme y tanta pierna para tan poca tela, sufriendo tanta vergüenza que soñaba con tener otra media para ponerla en la cabeza como un atracador y ser irreconocible.
Durante la noche, solamente me desperté unas treinta y dos veces, pensando si era una pesadilla y estaba soñando que volaba, o si era fruto de un experimento científico sobre la capacidad humana de soportar condiciones hostiles.
También debo admitir que estar en medio de la noche rodeado de 399 desconocidos, con el cuerpo encajado en poco espacio, con el estómago atascado de la bazofia aérea, con el zumbido del motor, equivale a una meditación sobre la vida de un gurú indio encerrado en un montacargas.

Todo cabe en la mente de un viajero cansado y embutido en un asiento de avión: la fugacidad de la vida; lo absurdo de volar si no tenemos alas; lo disparatado de compartir olores, sudores y microbios con varios cientos de desconocidos; la elasticidad del tiempo que no pasa rápido cuando queremos; la paradoja de que queremos dormir y no lo conseguimos; lo confiados que somos en que el avión tenga combustible suficiente, en que los pilotos no se duerman en los laureles, en que los controles e navegación no se averíen y en que algún dron o misil perdido no se cruce en nuestro camino; lo aventureros que somos al subir tranquilos a un cachivache a treinta mil pies de altura y a velocidad media de 800 km/hora, como si fuésemos el hombre-bala de un circo; lo inquietante de saber que un avión está formado por un millón de piececitas, sin que sepamos que especie de pegamento las mantiene unidas todo el trayecto; tampoco tranquiliza pensar que estadísticamente entre los pasajeros hay un dos por ciento de psicópatas, otro tanto con antecedentes penales, la misma proporción con enfermedades contagiosas, un veinte por ciento de maniáticos, y una cifra elevada de personas que no dudaría en caso de accidente en atropellarte para salvarse ellos; ni ayuda a dormir la reciente humillación de sentirse ganado vacuno cuando se embarca y atraviesan controles, se sube y baja al avión, sometido a marcado constante; o pensar el obsesivo apego que sientes hacia tu pasaporte mientras estás en la terminal como niño perdido en un supermercado; incluso piensas lo democrático que es el vuelo pues si hay un accidente los pasajeros de business class y los de clase turista nos encontraremos sin diferencias ante San Pedro; etcétera.

El caso es que por fin llegamos a Florianápolis. Digo llegamos, porque me acompañaba mi amigo Antonio, que también participa en el evento, y cuando me comentaba cómo sería el viaje de otros años en el futuro, le dije: «Será maravilloso que me cuentes como ha sido tu viaje otros años».
Ahora queda el inquietante regreso, pero debo barajar antes las opciones: nadar, en barco… o no volver, porque hay que admitir que los que aquí viven bien, entienden la alegría de la vida 🙂
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En el ensayo sobre la condición humana que, con sagaz viveza e ironía, escribes cada semana, hoy te centras en tu reciente vuelo interminable entre continentes. Como siempre, destilas la experiencia vivida en clave personal, la decantas a través de tu imaginativa mente y la transformas en cosecha memorable y selecta de ideas universales. Tan completo es tu relato que, si acaso, solo admite un epílogo.
Bien podría ser uno parecido a éste:
El viaje aéreo obligado —para cruzar el “charco”— se convierte en metáfora de la sociedad. Compartimos espacio, riesgos y olores con quienes no conocemos, y eso nos obliga a estar alerta.
La confianza en la técnica que representa el avión, nuestra temporal arca aérea de Noé, se sostiene como un acto de fe.
La incomodidad y despersonalización del viajero lo transforman en “res” entablillada entre asientos estrechos. Identificado solo por un pasaporte de origen —sin certeza de regreso—, queda sometido al inevitable maltrato del transporte masivo.
Y, al final, la ironía del aplauso al aterrizar nos reconcilia con nuestra condición de humanos, porque lo racional —por más fe que digamos tener— siempre manda.
Así, entre colas infinitas, bandejitas de comida breve y de discutible calidad, y aplausos que celebran el milagro del aterrizaje, transcurre la vida en tránsito. Hay que tener mucho amor al arte —viajar para compartir conocimientos— o ser descendiente de Marco Polo…para no quedarse en casa.
PD. Cuidaos, José Ramón y Antonio, buen viaje de vuelta.
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Muy buena la trasposición a la vida de la experiencia voladora. Siempre sabes trascender de la anécdota a la categoría.
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