
Cuando desempacaba la maleta de mi último viaje, fui sacando como un mago de la chistera, mi ordenador portátil, el libro electrónico, mi tableta iPad, dos cargadores (del Apple Watch y del móvil), unos pequeños auriculares inalámbricos y una batería portátil de reserva. Caramba. ¿En qué me he convertido? ¿En un viajante de tecnología, en un ciborg o un esclavo de los artilugios?
Por si fuera poco, la guerra de Gaza y la de Ucrania nos han demostrado que las trincheras, los carros de combate, y el cuerpo a cuerpo de los soldados, han sido sustituidos por drones, misiles hipersónicos y guerra electrónica (o sea Mata-Hari y James Bond se quedarían sin trabajo). Y por añadidura, el mundo empresarial abraza las tecnologías, especialmente los gigantes, aunque a veces tienen los pies de barro, como el caso de MacDonald,s, que utilizó recientemente un chatbot para los encargos de hamburguesas de sus clientes, protegido con una críptica e infalible contraseña: 123456 (¡Toma ya!), con lo que dejó desprotegidos los datos de millones de clientes. Claro que también estremece pensar que Xbox Game Studios despidió a 9.000 empleados y los directivos les ofrecieron «apoyo emocional» mediante terapia ChatGPT, o sea, con Inteligencia Artificial (!!).

Incluso se nos ofrecen ya novelas, poesía o ensayos (y por supuesto trabajos académicos o escritos jurídicos) que son fruto íntegro de la inteligencia artificial y que pasan inadvertidos para lectores, Jurados, profesores y expertos. Para más INRI, se está conjurando esta amenaza de escritos a base de IA mediante programas de IA que los detectan.
Me siento como un conejo deslumbrado por las luces de la tecnología y expuesto a fatales consecuencias. Bien está el uso de la tecnología pero no el abuso. Bien está la tecnología al servicio del ser humano y no al revés. En esta situación he recordado que la mejor manera de evitar que un prisionero se escape es asegurarse de que nunca sepa que está en prisión, y la tecnología nos engaña con el espejismo de la rapidez, la exactitud, la comodidad y el brillo.
Pero nos hemos pasamos de frenada y lo peor es que me temo que estamos familiarizados con fenómenos tan inquietantes como los siguientes:

- La cada vez más frecuente casualidad de comprobar que navegando por Google, aparecen cosas relacionadas con lo que hablamos en privado, como si el móvil tuviera oídos o como si el ordenador estuviese permanentemente captando toda nuestra intimidad. No sé si es casualidad o no, o indicios de manía persecutoria, pero me preocupan tan asombrosas coincidencias.
- La cada vez más alarmante manipulación al asomarnos a comprar en internet, pues de una u otra manera, la red nos guía a visitar páginas y a comprar cosas que no necesitábamos.
- La ciega confianza en los diagnósticos médicos según lo que dice el aparatito que todo lo sabe, menos resucitar o pedir disculpas por error médico.
- Las cada vez más numerosas experiencias en que alguien nos dice, sin posibilidad de apelación, que “el terminal no funciona”, “no figura en el ordenador”, “no puedo hacer nada hasta que no vuelva la luz”, “se ha caído el programa”, “usted dice eso pero aquí no me figura”, etcétera.
- La cada vez mas habitual sensación que tenemos al leer algo o recibir una información, que se ofrece en términos tan fríos, densos, impecables y sin vida, de que han sido elaborados por algo deshumanizado o artificial.
- Las enojosas situaciones en que nos enfrentamos a una pantallita para obtener una cita previa, para inscribirnos en algo interesante, para comprar algo, o gestión similar… ¡y perdemos el tiempo y la paciencia enfadándonos con una pantalla que ni siente ni padece!

Hay receta. Tienen razón. El apagón del teléfono, ordenador y otras tecnologías (no las esenciales al servicio de la investigación, seguridad ola salud, pero sí las que forman parte de nuestro «círculo íntimo»). Se trata de la vuelta a la “inteligencia natural” y a la simpleza de las demoras, los tiernos errores y los calmosos rodeos para conseguir información o metas. Volver a memorizar números de teléfono, a consultar el viejo mapa de papel con dibujitos, a hablar con personas en vez de con artilugios, retorno a lo artesanal y personal, vovler a disfrutar de pequeños placeres y juegos de habilidad mental y sin teclas… A viajar con una maleta ligera de artilugios.
Pero creo ya es tarde. Me temo que estamos programados para autodestruirnos. Me viene a la mente la frase final de Charlton Heston en la clásica “El Planeta de los Simios” (1968), a los pies de la Estatua de la Libertad, cuando alcanza una impactante conclusión sobre las razones de que los humanos estuviesen esclavizados por los monos:
«¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos, maldigo las guerras, os maldigo!»

Descubre más desde Vivo y Coleando
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Ya lo advirtió Einstein: “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas.”
Hoy los riesgos son evidentes. La tecnología nos vuelve más torpes, cómodos, distraídos, controlados y manipulados; y al mismo tiempo menos capaces, autónomos, privados, críticos y humanos. .
Hemos cambiado nuestro tiempo y nuestros afectos por una sucesión interminable de clics, sin saber con certeza qué obtenemos a cambio.
En este universo virtual la cordura se esconde: la paz y la verdad claman, pero nadie quiere escucharlas. Todos necesitan algo, pero casi nadie piensa en darlo. Todos opinan, pero pocos aceptan ser juzgados.
¿Dónde quedó el mapa de papel de la vida? ¿La charla sostenida solo con palabras? ¿La espera que enseña paciencia? ¿El esfuerzo de buscarse, de hacerse, de encontrarse? ¿Dónde estamos nosotros? ¿Dónde está la vida real?
El problema de la tecnología ya no es solo lo que hace con nosotros, sino lo que desnuda de nosotros mismos.
La verdadera emancipación quizá consista en reaprender a usarla y a controlarla: decidir cuándo, cómo, cuánto y para qué. En reducirla a su función exacta, sin permitir que invada lo que no le corresponde. En cultivar la atención, la memoria, la conversación lenta, el roce, los detalles y hasta la torpeza natural.
En volver a instruirnos como humanos para recuperar el dominio sobre nosotros mismos. Porque esa —y no otra— es la única libertad verdadera, como recordaba Montaigne.
Me gustaLe gusta a 1 persona