Reflexiones vigorizantes

Al diablo con los que nos ven como mediocres

Es domingo, y ya muy tarde, pero como soy muy disciplinado, cual cura que no ha preparado el sermón, compartiré algunas apresuradas reflexiones.

Escuché la semana pasada a un catedrático de universidad que refiriéndose a un colega lo calificaba: «Es un sujeto mediocre».

Me impresionó la arrogancia de emitir tal juicio inapelable. Estuve a punto de preguntarle:¿mediocre como catedrático?, ¿son mediocres sus publicaciones, su docencia o sus métodos?, ¿mediocre como persona?, ¿mediocre porque no te adula y no piensa como tú?… ¿o mediocre porque pasa de sujetos que van repartiendo etiquetas de éxito y fracaso?

La paradoja es que, en mi fuero interno, que este catedrático calificase al colega como “mediocre” (sin conocer mi opinión, como agravante) me llevó instintivamente a degradar al ofensor y considerarle “mediocre” por tamaña vanagloria y desdén hacia los demás.

Entonces me percaté de que había caído en la trampa de juzgar y ser juzgado porque yo mismo me atrevía en mi fuero interno de considerar “mediocre” al ofensor, pero también me temía que además éste me calificaría a la primera oportunidad de “mediocre” por no secundar sus veredictos.

La situación me llevó a reflexionar sobre que es ser «mediocre»: ¿ser del pelotón?, ¿ser simple?, ¿no ser reconocido como líder?, ¿no tener éxito profesional?, ¿no tener lengua o pluma afilada?

En cualquier caso, creo que la palabra “mediocre” no debe usarse con ligereza cuando se aplica a las personas (es evidente que cobra sentido sobre los platos de cocina, aunque curiosamente si decimos que una fabada o croquetas son mediocres, realmente queremos decir que son «malas»). Pero indagando en si se puede hablar de «personas mediocres», pienso que todos tenemos metas, y contamos con nuestro marco de referencia de lo que consideramos idóneo, lo que nos sirve para mirarnos al espejo, compararnos y calificarnos. No lo niegue. Nadie nos quitará nuestro momento de intimidad para sentirnos pequeños, para sufrir el “síndrome del impostor” o para sentirnos enterrados en la multitud sin rostro ni renombre.

Ahora bien, es legítimo luchar por ser el mejor en todo, o en algo en particular, pero si no somos los mejores en nada, no pasa nada de nada. Tengámoslo claro. Lo importante es ser feliz, siguiendo con nuestra vida, aunque otros la califiquen o no como mediocre. No debemos ponernos esas etiquetas (“soy un mediocre”), pero mucho menos permitir que ningún cretino jugando a dios nos las imponga.

Nadie que haya experimentado el amor verdadero puede sentirse mediocre.

Nadie que haya criado unos hijos puede minusvalorarse.

Nadie que se esfuerce con humildad en un trabajo digno puede sentirse culpable de no trepar en la escala social.

Nadie que tenga curiosidad por entender el mundo y coraje para luchar contra las injusticias dentro de sus posibilidades, puede sentirse mediocre.

Nadie que tenga una agenda con amigos a que llamar, o amigos que le llamen puede sentirse del montón.

Nadie que tenga la sonrisa puesta, la mano tendida y la palabra reconfortante al que sufre, puede sentirse mediocre. Todo lo contrario: excelso.

Pocas cosas hay más saludables que la vida simple, con pequeñas alegrías y con tranquilidad. Y pocas más tóxicas que perseguir llegar alto a costa de adulación, guerra o malicia. La vida es un regalo para crecer, no para triunfar y pisotear a los demás mirándoles desde las alturas.

Admito que, si me guío por el estándar o promedio de éxitos profesionales, creo que yo no estaría en lo que los demás calificarían de “mediocre”, pero la enorme paradoja consiste es que las mayores alegrías de mi vida no proceden de la vida profesional (aunque posiblemente mi estabilidad profesional tiene mucho que ver con la comodidad para dedicarme a esas cosas sencillas que tanto me alegran la vida: lecturas, francachelas, grandes encuentros con grandes personas que me enseñan y pequeños encuentros con pequeñas personas que me quieren, que tanto me alegan la vida.

Por eso me sentí muy identificado con esta frase que anoté, pero olvidé anotar su autor:

En verdad, no soy más que una mediocridad laboriosa, porque una mera mediocridad no llega muy lejos, pero una mediocridad laboriosa llega bastante lejos. Hay alegría en ese éxito, y lo que te eleva puede provenir del coraje, la fidelidad y la laboriosidad.


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1 comentario

  1. Creo que tu reflexión es muy necesaria, porque la palabra mediocre se usa con demasiada ligereza y casi siempre como arma arrojadiza o insulto. Coincido contigo en que nadie que ame, que cuide, que trabaje con dignidad o que cultive amistades puede ser reducido a esa etiqueta.

    Ahora bien, también me parece interesante darle la vuelta: ¿y si aceptar cierta “mediocridad” fuese, en realidad, un acto de libertad? Vivimos en una sociedad que nos empuja a destacar, a ser brillantes, a exhibirnos impúdicamente —en redes y fuera de ellas—, a demostrar constantemente logros. Quizá reivindicar la mediocridad —en el sentido de no estar obsesionados con ser los mejores— sea una forma de resistencia frente a esa tiranía del éxito.

    En ese sentido, lo que algunos llaman “mediocre” puede ser simplemente vivir a otra velocidad, sin necesidad de competir, sin medirlo todo en títulos, en dinero o en reconocimientos. Y ahí, paradójicamente, hay sabiduría (lucidez y consciencia) y grandeza (nobleza y señorío).

    Más que caer en la tentación de mandar a hacer puñetas a quien nos acuse de ser mediocres, lo verdaderamente inteligente es mostrar indiferencia por tener claro que no necesitamos contradecirles, ni demostrarles nada, al tener asumido que la vida no se mide en aplausos, sino en la paz con la que uno se acuesta cada noche.

    Lo confieso: soy mediocre.

    P.D. Aunque quizá lo verdaderamente mediocre no sea vivir sin brillos, sino necesitar brillar para sentirse alguien.

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