
El calor ha llegado y antes o después se irá, y cuando el frío retorne suspiraremos por otro aumento de temperaturas.
Pero ahora mismo, lo sofocante, lo sudoroso, lo agobiante, es la burbuja cálida que nos envuelve a gran parte de los españoles. No sé quien es el fogonero pero sabe hacer su trabajo. Cosa del verano o del cambio climático, aunque no hay que descartar que algo contribuya el que nos hierve la sangre por las atrocidades de guerra o convulsiones políticas.
El remedio es simple. Sombra y agua. Dos sencillas palabras que encierran el mayor de los placeres cuando se necesitan. Cuando el calor y la sed nos abrasan, el cerebro se recalienta y se ralentiza, y se nos olvidan las cuestiones terrenales. Sombra y agua. Eso es el mayor regalo imaginable.
Recordaré los días más recalentados de mi vida.
Una tarde un julio en Salamanca cuando tenía la despreocupada edad de la treintena, en que regresaba precisamente de la piscina pública en las afueras de la ciudad, y tuve que empujar mi enorme motocicleta calmosamente por el arcén más de tres kilómetros bajo un sol castigador y con serio riesgo de insolación. Como un legionario perdido en el Sahara. Horrible experiencia.
La segunda experiencia térmica tuvo lugar en la cuarentena, en otra tarde también de julio en la llamada ruta del río Cares, un desfiladero con senda pedregosa de doce kilómetros de longitud, que parecían muchos más cuando tres amigos acometimos la vuelta como cabras desorientadas, con sol implacable y sin agua. Tres orondos mariachis sin sombrero ni guitarrón ni cactus. No sentíamos las piernas… ni ganas de volver a realizar la proeza. Terrible.
La tercera experiencia mística me la brindó la cincuentena, en un viaje con mis tres hijos a Atenas hace tres años, en la subida caminando al monte Licabeto, a 227 metros de altitud, que supone un camino serpeteante y sin árboles ni techos. Hasta las escasas sombras buscaban sombra. Ahí sentí que los años no pasan en balde y en la cima me tomé el granizado de limón más maravilloso de mi vida. Placer inenarrable.

Ahora ya talludito, conozco los trucos para evitar el calor. Algo tan sencillo como no afrontar aventuras bajo el sol cuando se puede estar a la sombra. Decir “no” a las propuestas de colocarse bajo el foco solar, pues no siento curiosidad por experimentar la transición hacia un huevo frito. O excepcionalmente acudir a esos refugios de las “bombas de calor” que son los centros comerciales, bibliotecas y locales públicos, que cuentan con aire acondicionado.

Además acabo de escuchar por la radio que envolver las muñecas y tobillos con pañuelos previamente sumergidos en agua fría, estabiliza la temperatura corporal y proporciona alivio. No sé si funciona pero al menos me distraerá del calor y si no funciona, comprenderé que la calentura la tengo en la cabeza.
Siempre me quedará el truco secreto revelado en la película “La tentación vive arriba” (Billye Wilder), en que una bellísima Marilyn Monroe confiesa al vecino que en la tarde calurosa de Manhattan remedia el calor metiendo la ropa interior en la nevera, y posteriormente lo combate colocándose una falda ligera sobre la corriente de aire que procede del metro. Me será útil tenerlo presente en otra reencarnación, o en mi próximo viaje en julio a Egipto con temperaturas anunciadas entre 35 y 40 ºC.
No sé si regresaré del país de las pirámides con moreno tostado, o delgado por derretírseme los michelines, o quemado por la astucia de los comerciantes árabes. Pero sí sé que retornaré a mi nicho de sombra asturiana, con abundante agua y algo de sidra fresca (o viceversa), y pensaré aquello de “Como en casa, en ninguna parte”.

Por lo pronto, el próximo lunes 30 de junio a las 19:00 horas habrá aire acondicionado para la presentación de mi último libro: “Bailando con lobos disfrazados: Resistir y Vencer” (Colex, 2025), en el Club de Prensa de La Nueva España en Oviedo (C/Sotelo, 7).
Sois bienvenidos…. Paradójicamente, la calidez del acto… te dejará frío.
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En esas estaba, entre un calor achicharrante que evaporaba el agua, transformaba el aire en humo e incineraba cualquier atisbo de actividad cerebral y el cívico deber de ponerme al día (Vbgr. manifestaciones de jueces y fiscales frente al Supremo –no el de arriba, ajeno a estos mundanos líos, sino el órgano cúspide de la escala judicial- contra las reformas de la carrera judicial y fiscal que plantea el Gobierno; Ilya Topuria gana el campeonato mundial de peso ligero de artes marciales mixtas de la UFC -¿el deporte? consiste en dar guantazos, patadas y llaves de asfixia en una jaula cerrada, y, a ser posible, evitar recibirlos del otro-; la cantante y bailarina Chanel confirma ser bisexual -¿no existe hecho más «noticiable» en la España o mundo actuales?– y declara que su lucha ha ido creciendo -me quedo sobrecogido-, desea vivirlo con naturalidad –pero con publicidad, cosas veredes amigo Sancho de la industria discográfica –y ¡ser ejemplo! -desde nuestro irrepetible Vicente Ferrer, discúlpenme la maldad, no se había visto nada igual ;…-, cuando la llegada de su esperado artículo dominical («Sombra y agua…») me salvó de tener que seguir enemistándome con la realidad.
Tras su lectura descubrí un misterio: el calor no solo quema. También despierta memorias. Liga al cuerpo con la tierra. Y revela secretos enterrados. De repente, una asfixiante sensación de verano eterno se apoderó de mí. Sentí que viajaba por el tiempo y descumplía años conforme rescataba recuerdos estivales pretéritos. Y me acordé de esta maravillosa breve narración de la gran Carmen Martín Gaite incluida en su obra «De nubosidad variable» -1977-:
“El sol era un puño cerrado que comprimía la ciudad; el aire, un hombre dormido que exhalaba un sudor pegajoso. Cada piedra del empedrado se había convertido en un brasero diminuto y las paredes parecían gotear fuego. Bajo los aleros, los vecinos abrían las ventanas como heridas, en un gesto de súplica por un hálito fresco que nunca llegaba. Se oían pájaros que insistían en cantar, ajenos al tormento, y un murmullo de cansancio flotaba como un velo sobre todas las voces.”
El verano transcurre entre el calor (puñales de fuego y luz), el frescor (del agua, el baño, rebalaje de la playa, el abanico, el aire acondicionado y las cosas sencillas) y la quietud (el sestear, el duermevela y el ralentizar la vida). Y con la esperanza constante de que la tarde alargue su sombra, el aire vuelva a ser aire y la noche con su aliento fresco nos rescate. Sea como sea, ventilados los ánimos y sacados del bullicio, la urgencia y la rutina del resto del año, tras el verano volvemos revitalizados y -si lo hemos aprovechado- mejores.
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¡ Como siempre, espléndido, maestro Felipe!
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