
Vivir es decidir. Mi hijo mediano cumplirá 18 años y aunque ya ha tomado muchas decisiones, a partir de su mayoría de edad se sentirá mas seguro para reclamar su derecho a decidir, y a equivocarse, claro.
Los psicólogos afirman que cada persona toma más de 35.000 decisiones cada día, dato que es muy generoso con el «homo sapiens» pues no parece que realmente los seres humanos nos tomemos tiempo para pensar al decidir, ni menos aún en pensar en las consecuencias de lo decidido. Tampoco sé como han calculado tan precisa cifra, aunque entiendo que se amontonan las decisiones no conscientes y las conscientes de variado tenor: es simpático, «no lo creo”, tomaré un zumo, iré paseando, sin azúcar, veré esa película, oiré música mientras trabajo, no me importa, iré al podólogo, le telefonearé, repasaré lo que hice, no lo haré, protestaré contra eso, huir o enfrentarse, etcétera.

Pero no me refiero a las decisiones de corto recorrido, aunque es cierto que la importancia de cada decisión es muy personal, pues lo que para algunos es un trámite, para otros una encrucijada angustiosa. Por ejemplo, el caso de qué ropa ponerse cada día; los hay que “nos ponemos lo primero que vemos en el armario” –y así nos va– y los hay que lo afrontan como el desembarco de Normandía: examinan el tiempo meteorológico, rotación de vestimenta, combinación de colores, lugar donde se estará, la ropa que llevarán los demás, horóscopo, etcétera.
Me refiero a las decisiones mas frecuentes que consisten en algo tan importante como en qué emplear el tiempo, y ahí entra en juego el enorme peso de saber que mientras haces una cosa, no haces otra; mientras estás con una persona, no estás con otras; mientras le dedicas tu tiempo a otros, no te lo dedicas a ti… Cuando se decide el trabajo, la pareja, las vacaciones, las actividades lúdicas o deportivas… realmente decidimos en qué emplear nuestro tiempo, (y con qué o quien no lo emplearemos).

Es verdad que a veces nuestra capacidad de decisión es limitada, e incluso nula, y nos quema la sangre, como cuando debemos soportar las decisiones más molestas de los que son malvados que están en la cumbre de gobiernos o empresas y afectan a la masa de buenos e inocentes.
Pero incluso cuando tenemos el poder de decidir a vese es incómodo y se convierte en un regalo envenenado:
- Cuando debemos hacerlo rápidamente
- Cuando el escenario de incertidumbre es insalvable
- Cuando debemos decidir si alguien es un ángel o un demonio, si merece nuestra compañía o alejamiento.
Pero es un regalo que hay que abrir en ese puñado de decisiones realmente cruciales en la vida (trabajo, pareja, salud, tener hijos, luchar por los sueños…), aunque finalmente le demos la razón a Forrest Gump («La vida es una caja de bombones: nunca sabes lo que te va tocar»). En todo caso, es mejor tomar una decisión equivocada que no tomar ninguna, y si se toma, tener la gallardía de asumir las consecuencias. Eso se llama responsabilidad, y no abunda.

Pero sobre todo, poder tomar decisiones grandes y pequeñas encierra un poder tan mágico como terrible, porque marcamos el rumbo de nuestra vida pero también el del mundo entero, porque lo que decidimos tiene un efecto dominó sobre los demás que toman sus propias decisiones con efecto carambola sobre los otros, y así las personas y los grupos son a la vez almirantes y grumetes del mundo. No sabemos quien tomó la decisión inicial de crear el universo (bing-bang) ni tampoco quien o cual será la decisión final, pero en el camino todos aportamos nuestras decisiones o granito de arena.
Incluso hay decisiones boomerang, ¿acaso Julio César no decidió cruzar el Rubicón y cambiar la vida de todos, y al decidir ser dictador provocó la conspiración de Bruto, Casio y otros para matarle?, ¿y los conspiradores al decidir el atentado no decidieron indirectamente que serían víctimas finalmente de su decisión?
Recuerdo los sabios versos de “La Venganza de don Mendo” (Muñoz Seca) referido al juego de naipes de las “siete y media”, pero cuyo telón de fondo lo hemos sentido todos en algunas decisiones de nuestra vida:

Y un juego vil
que no hay que jugarlo a ciegas,
pues juegas cien veces, mil,
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
En fin, cuando hay que decidir, la primera decisión es tomarse tiempo para pensar. La segunda es decidir ser feliz y no permitir que nadie te amargue la vida, ni que la amargue a quien te importa. Pero sobre todo tener presente la enseñanza del filósofo Pascal: Pascal:
Si no actúas como piensas, terminarás pensando como actúas.
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Somos lo que hacemos. No lo que decimos que hacemos. Ni lo que pensamos que hacemos o haremos.
Pensar, primero. Decidir, después. Y actuar, a continuación. Es el orden lógico a seguir. Porque actuar sin pensar se asemeja a disparar sin apuntar y es sumamente peligroso. Y pensar sin actuar es dejar que tu vida te suceda y pases a ser espectador y no protagonista de tu propia historia.
A pesar de ello esta regla básica dista mucho de ser cumplida. No sólo porque los humanos seamos seres complicados (contradictorios, inseguros y veletas) sino porque existen otros factores implicados.
Sea como sea lo cierto es que en ocasiones no pensamos, comparecemos y/o actuamos. Y que, cuando lo hacemos, nos adelantemos a la salida (y somos descalificados), llegamos tarde (y perdemos la carrera) o nos equivocamos de estrategia (competimos con neumáticos de lluvia cuando la pista está seca).
En ocasiones, las más, nos saltamos el orden referido. Sea por causas propias -impulsividad, desinterés, inseguridad o emociones-. Sea por causas ajenas -subordinación, dejarse llevar, presiones ajenas o estar ya todo el pescado vendido-.
En otras, aún manteniéndolo, la pobreza de nuestro pensamiento, el carecer de uno propio o el estar absorbido por el global, desmiente el aserto inicial. Y es que, por mucho que lo pongamos en acción, su mala calidad nos abocará al error o al fracaso.
En cambio, en otras, aparece el sentido común (la razón de las razones) o la inconsciencia y/o la temeridad (la sinrazón de las sinrazones) como coche automático de decisiones. Lo que tampoco suele funcionar pues: de una parte, el primero es elemento de seguridad y puede ser complemento del pensamiento, pero no sustitutivo de éste; y de otra, porque el insensato el impensado o el ignorante tiende a acabar estampado contra un muro o en una cuneta.
Finalmente, está el tener en cuenta a los demás como factor de corrección -o no- de la decisión. Ese posible impacto que nuestra decisión tenga en otros, a qué negarlo, nos puede reprimir, condicionar y limitar.
Pero, acabo volviendo al principio. El hacer y el pensar, aunque a veces no se pueda y otras cueste, tienen que acabar siendo uno solo.
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