Cosas serias

Los actuales días de Pompeya: lecciones vitales

Visitar Pompeya es una lección de humildad. Basta pensar que en los alegres años del imperio romano, en el año 79 d.C., un volcán cabreado enterró completamente una población que contaba unos 15.000 habitantes. Coexistían en calles, foros y jardines los señores, los artesanos, servidores y los esclavos; contaba con un centenar de tabernas, numerosas saunas y salas de juego de dados y hasta un anfiteatro; tiendas de tejidos, salas de prensar uvas, aceitunas o tejer lana; infinidad de esculturas, mosaicos, ánforas, mobiliario, joyas… Ricos y pobres, jóvenes y ancianos, humanos y animales, ladrillos y dinero («denarios»). Todo fue aplastado por el regalo envenenado del Vesubio.

El volcán inundó Pompeya de gases tóxicos, sembrando la asfixia, y a la población de Herculano le legó los chorros de lava hirviendo, que abrasó a los que sobrevivieron a los derrumbes de tejados bajo el peso de ceniza acumulada. Viene a la mente el castigo divino a Sodoma y Gomorra, que según el Génesis vivían en la frivolidad hasta que Jehová hizo llover azufre y fuego para destruirlas.

Incluso a los romanos de entonces le vinieron a la mente explicaciones religiosas por la insólita casualidad de que el día de más intensa actividad sísmica del Vesubio que sepultó la ciudad fue el 24 de agosto, casualmente la fecha de la Vulcanalia, fiesta en honor a Vulcano, dios romano del fuego.

Sin embargo, no debemos caer en el simplismo de aceptar una fuerza divina, o justicia poética, o el misterioso triunfo de la naturaleza sobre el mal, porque mucho trabajo tendría un dios justiciero desde el origen de los tiempos para administrar justicia a golpe de catástrofe, además de otras ocasiones de cortar por lo sano para poner fin a la barbarie, tiranos y catástrofes.

Sin embargo, nadie queda impasible e insensible tras visitar Pompeya, ni tras ver a su asesino, el cono del Vesubio. Impresionante.

En cambio, hay que percatarse del delicado equilibrio en que se asienta lo que somos y lo que tenemos. Todo lo que era Pompeya, como núcleo de vitalidad, como ciudad poderosa en un imperio poderoso, con grandes señores aficionados a grandes pompas y con servidores humildes, y todo su presente y futuro se les esfumó enterrado por el Vesubio. En un momento y de forma inapelable. Para más inri, por entonces los pompeyanos admiraban el Vesubio como dios protector, fuente de suerte, rodeado de fecunda tierra en vides, limoneros y olivos. Paradójicamente, con su hirviente vómito, el volcán ha congelado el tiempo en la ciudad, y por eso Plinio el Joven llamó a Pompeya «la más viva de las ciudades muertas».

Por carretera desde el Vesubio hasta Pompeya hay unos 25 kilómetros, pero las cenizas y lava toman atajos y lo convierten en tan solo nueve, dato importante porque el volcán sigue activo (la última erupción tuvo lugar en 1944) y es cuestión de tiempo otra erupción, que tendrá lugar en breve tiempo, medido “en términos geológicos” pero muy amplio “en términos humanos” ya que abarcaría el abanico de las próximas seis generaciones. Aunque se aplica un intenso monitoreo de control para captar las señales más débiles que sugieran la próxima erupción, lo cierto es que no deja ser una espada de Damocles sobre todas las localidades que circundan el Vesubio. Es cierto que los antiguos ciudadanos de la vieja Pompeya vieron señales de próxima erupción, pues los arroyos y pozos se secaban y los temblores se manifestaban, y los ratones escapaban, pero al igual que los nuevos ciudadanos de la nueva Pompeya siguen confiados en que el hombre y su ciencia ganarán el pulso contra la naturaleza. No estoy tan seguro.

 Confesaré mi maldad al visitar Pompeya pues me atreví a pensar, lindando el deseo, que bueno sería que en vez de una próxima erupción, terremoto o catástrofe colectiva, la naturaleza, dios o la deidad que maneja este cotarro que llamamos mundo, optase por algo mas selectivo e individualizado, algo así como un rayo tormentoso con tan buena puntería que acabase o incapacitase a algún gobernante psicópata de los que hoy día tienen en jaque y destrucción a la paz.

En fin, todos hacemos reflexiones íntimas ante el infortunio, ante el accidente o enfermedad grave, y especialmente cuando fallecen seres queridos o próximos. Todos los que superamos enfermedades o riesgos serios, hacemos votos de cambiar y vivir más y mejor el presente, con lo que realmente importa. Todos decimos que el dinero no da la felicidad pero no dejamos pasar oportunidad de obtener más, o de gastar menos. Somos así.

Lo cierto es que, después de asistir al tráfago caótico de un Nápoles infestado de ruido, tráfago y estrés, y al lujo de un Sorrento sin mas alma que la apariencia económica, junto al paso rápido por los barrios portuarios de la costa amalfitana donde pobreza, religiosidad y gandulería van unidos, he retornado a mi Asturias, no exenta de incomodidades, penurias ni perversiones, pero es mi pequeño espacio dominado. Donde tengo familia, amigos, tierra y barrio. Donde están mis libros y mis cositas sencillas. Donde guardo mis recuerdos y donde se respira tranquilidad. En suma eso que se llama “apego” y que nos hace sentir en nuestro sitio. Cómodos y felices, minimizando el riesgo de sorpresas. No sabemos lo que puede durar el viaje que se llama vida, pero si se acaba que sea, como decía Frank Sinatra en su canción, que sea «a mi manera».

De la cruda experiencia de Pompeya (como de las catástrofes naturales cada vez más presentes en todo el mundo en forma de terremotos, tifones, tsunamis o inundaciones; sin olvidar la imprudencia del ser humano, sea el bombardeo de Hiroshima y Nagaski en 1945, el accidente de la central nuclear de Chernóbil en 1986, o la fuga de algún laboratorio del virus Covid-19, por ejemplo), lo cierto es que nos resistimos a tener claro y presente que el peligro aguarda en múltiples formas. No sabemos cuándo ni dónde, pero la belleza de la vida y su fugacidad están unidas. No hay contrato de seguro, búnker subterráneo, lugar recóndito, religión o estilo de vida que garantice una vida plena física, intelectual y espiritualmente, pero la buena noticia es que tampoco nada ni nadie nos puede quitar como encajamos las cosas ni como valoramos lo que tenemos o sabemos administrar cada minuto irrepetible disponible. Esa es nuestra decisión y responsabilidad: ensanchar el fruto del presente para vivirlo con mayor placer, valor y serenidad.

Más que estas palabras que digo, que son más reflexión interna y personal que doctrina alguna, vale como el dicho, una imagen. Me refiero a que en Pompeya pueden verse con escalofríos los moldes de quienes no lograron salir de la ciudad condenada. Sus cuerpos, sellados por la ceniza endurecida, se descompusieron en polvo, dejando huecos donde los arqueólogos de Pompeya vertieron yeso y hormigón casi 2000 años después. Las imágenes estremecedoras resultantes consiguieron mostrar a los ciudadanos de Pompeya en el momento de su muerte.

Así, los cuerpos de algunos infortunados se ofrecen bajo las actuales técnicas mediante moldes de yeso, en la pose en que fueron sorprendidos y muertos por la masa de ceniza. Una madre abrazando a su hijo, un hombre protegiéndose la cara, otro encogido, hay parejas con un abrazo final…es entonces cuando recuerdo los versos de

Quevedo («Amor constante mas allá de la muerte»), pues alma, venas y cuerpo…

Serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.


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4 comentarios

  1. No pocos lugares que han sufrido la visita indeseada de la desgracia, la devastación o la catástrofe, como sucede con nuestra «bella durmiente» Pompeya, resultan ser, a pesar de ello, retratistas fieles y escrupulosos de algunos de los instantes más puros de humanidad que puede haber. Aun tratándose de momentos trágicos, dolientes y levemente siniestros, son también esperanzadores y ejemplificadores de lo mejor que es capaz el ser -y la naturaleza- humana.

    Por ejemplo, el cincelado congelado en el tiempo de esa pareja que dedica su penúltimo instante a abrazarse, fundirse (el uno en el otro) y ¡quererse!…hasta el final, nos recuerda que, ante la inminencia e inevitabilidad de su muerte: acudir a lo que les trajo aquí, ¡el amor! (ese de sus padres que permitió que les «nacieran»); irse igual que fueron recibidos: ¡acompañados y queridos!; y acabar convertidos ¡en uno! Es lo único que cobra sentido. Tanto que el machadiano «hoy es siempre todavía» hace eterno el instante y lo convierte en ejemplo permanente de humanidad (y vida) para todos.

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    1. Caramba, José Ramón, vamos a tener que comenzar a llamarte ¡Nostraramus! Ha sido escribir de Pompeya, catástrofes, horrores y sus lecciones vitales y, como si fuera una premonición, de repente nuestro mundo de repente ha sufrido un apagón general y vuelto a la Edad de piedra.

      La gran paradoja de nuestra muy tecnificada sociedad global del siglo XXI (tan soberbia, tan sobrada, tan ciega) es que, por muy avanzada y moderna que se crea, depende de factores que a veces faltan o fallan -como la electricidad- y la convierten en frágil, vulnerable e imperfecta. Dejarlo ¡todo! en manos de la tecnología, además de ser una torpeza, supone esclavizarnos, empobrecer nuestra inteligencia, limitar nuestras facultades y circular por la vida sin margen de maniobra.

      Hoy, los 4 jinetes de la Apocalipsis (la guerra, la peste -enfermedades infecciosas-, el hambre y la muerte) que el gran Blasco Ibáñez mostrara en su conocida obra y el gran Vicente Minnelli llevara a la gran pantalla, se han multiplicado. Han aparecido otros muchos cabalgadores destructivos (individuales, colectivos y sociales algunos provocados por las nuevas tecnologías) que amenazan acabar con el mundo (Dios no lo quiera).

      P.D. André Previn fue un magnífico autor de Bandas Sonoras. La que hizo para «Los 4 jinetes de la Apocalipsis» alterna (siguiendo el compás de la historia) romanticismo, sentido épico y dramatismo https://youtu.be/84xljb8SOcw. Y su tema de amor es de un exquisito lirismo y belleza https://youtu.be/M7NkpeCnWiI

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