Reflexiones vigorizantes Semblanzas

No pensé que…

Ayer mi hijo regresó apresurado a primera hora de la mañana, porque había perdido el autobús que le llevaba al lugar donde se celebraría la Olimpiada de Química, y cuando le pregunté la razón de que no hubiera salido con tiempo suficiente me contestó: “No pensé que el autobús llegase antes de tiempo…”. Le repliqué: “Antes del tiempo… en el que llegaste tú”.

Como padre, rápidamente le llevé en coche para enmendar su error y aproveché para soltarle un discursito sobre eso de «más vale prevenir que lamentar».

En esa línea defensiva, muchas veces he comentado que la mayoría de los errores que se reconocen cotidianamente (productos comprados que no sirven, trabajos asumidos que no pueden realizarse, retos que se promete conseguir, etcétera), así como la mayoría de los litigios vinculados a accidentes de tráfico o negligencias, la explicación del culpable suele arrancar de un “ No pensé que…”

La cuestión no radica tanto en el hecho de “no pensarlo”, pues es evidente que si lo hubiera pensado, no hubiera sucedido el contratiempo o desastre, sino en la razón de no haberlo pensado.

Me atrevo a decir que quizá se debe a que vivimos con cierto atropellamiento (demasiadas cosas para hacer rápido) y que damos muchas cosas por sentado (que todo debe funcionar como se espera que funcione), cuando lo cierto es que las sorpresas acechan en este mundo, y por eso no está de más, pensar en las consecuencias de los actos o decisiones antes de tomarlas.

No se trata de realizar un sesudo dictamen para evaluar la decisión, ni de entregarse a la meditación calmosa sobre lo que debe hacerse, sino sencillamente dedicar unos minutos a sopesar pros y contras, riesgos y ventajas, y muy importante, adoptar una actitud prudente, esto es, no despreciar los riesgos.

Es aquí donde entra en juego el ego personal, pues los psicólogos han demostrado que todos tendemos a sobrevalorarnos, a que cuando valoramos la probabilidad negativa de algo nos confiamos con un «Eso no me va a pasar a mí». Nos negamos a leer bien las las estadísticas, y nos ponemos del lado que nos interesa, cuando arrojan el promedio de sucesos en los que nos embarcamos (“no nos va tocar la ostra mala a nosotros”, “no me llevará la resaca del mar”, “no me hará daño lo que bebo y como, porque yo controlo”, “no se me estropeará el coche porque lo meta por ese pedregal”, “nadie me atacará en Afganistán”, etcétera).

Lo dicho viene al caso, porque no debemos jugar a la ruleta con la vida y sus comodidades, y debemos ejercitarnos en la sana evaluación de los riesgos, y calcular tiempos y contingencias. Es cierto que nunca seremos dueños de las situaciones ni del futuro pues siempre hay variables que se nos escapan, pero si apostamos por lo probable, y tomamos cautelas frente a lo improbable, nos irá mucho mejor.

Este comentario viene al hilo de enterarme esta mañana de la noticia de que el actor Gene Hackman, según el forense, murió de un fallo cardíaco a los 95 años, varios días después de que su esposa de 65, falleciese súbitamente por una infección de un raro virus.

No quiero imaginar la horrible escena de horror vivida por Gene Hackman en sus últimos siete días, compartiendo la casa con su esposa muerta frente al lavabo del baño, sufriendo alzhéimer y deambulando en la casa, por aquí y por allá con su bastón, sin reaccionar. Horroroso. Terrible final con lagunas mentales y la poca lucidez que le brotaría seguramente le mostraría un solitario e inexplicable abandono, sin capacidad para pedir ayuda, o ni siquiera para percatarse de que la necesitaba.

Aquí brota mi duda. ¿Cómo es posible que un actor prestigioso con dos Óscar cosechados, y una fortuna respetable, no contase con ningún amigo o familiar que se hubiese preguntado por el silencio o ausencia de noticias de ellos durante siete días?, ¿no se planteó su esposa en estos últimos tiempos, el tener asistentes en la vivienda, o números de teleasistencia que verificasen periódicamente si estaban bien?, ¿No hay vecinos en Santa Fe que pudieran percatarse de algo raro?

Me temo que si el actor o su mujer pudieran ahora hablar dirían “Pensé que no haría falta…”.

Lo qué si nos hace falta pensar a todos es que, muertes y noticias aparte, infinidad de ancianos sienten en su soledad el abandono: “Pensé que mis hijos se acordarían de mí…», «Pensé que mis discípulos vendrían a visitarme», «Pensé que llegaría a viejo con menos dinero y más salud, y justamente sufro lo contrario»…


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1 comentario

  1. “¡Oh, vejez temida en vano por los mortales, edad dichosa cuando se la conoce! No merece llegar a ti quien te teme; no merece llegar quien te acusa”, escribió Petrarca en una carta fechada en1366.

    La naturaleza del reconocimiento, la admiración y el éxito es efímera. Está asociada a la utilidad, la productividad y la actividad presente. Pero, acabadas éstas, se pasa directa y fatalmente al olvido o la indiferencia. En el caso comentado habría que diferenciar al personaje (el famoso, Gene Hackman) de la persona (el desconocido, Eugene Allen Hackman). Recordar que el dinero puede servir para ocultar al personaje (de los focos) y esconder a la persona (del mundo), pero no evitar su decrepitud (física y mental) y, por ello, su desconexión de la realidad. Advertir que el azar (la mala suerte) también cuenta y mucho (la muerte repentina e impredecible de su -mucho más joven- esposa). Y añadir que el Alzheimer no hace prisioneros.

    Sin embargo, como ni la persona, ni el personaje merecen tan fea apostilla, me permitiría proponer la siguiente explicación alternativa.

    Hackman no se correspondía con ningún estereotipo. De hecho ese fue uno de los secretos de su éxito: no ser previsible; saber adaptarse a cualquier personaje; y hacer creíble cualquier historia por sorprendente que fuera.

    Era un hombre que se reconocía agradecido a la vida y admitía haberla disfrutado, ser capaz de ver su lado espiritual -que no religioso- y tener sentido artístico -su mujer era pianista y él también fue escritor-.

    Amaba profundamente su libertad e independencia y pidió expresamente a sus amigos (como el viejo Eastwood) que respetaran su soledad, aislamiento y despedida prematura.

    A partir de lo anterior quisiera creer que Hackman (en su día y de acuerdo con su mujer) tomó la decisión (libre y consciente) de reírse  de la Parca (perderle el miedo) y negarse a esperarla (rodeado de cuidadores o encerrado en una residencia) para, a la postre, tener que capitular e implorarle clemencia. Aunque eso aumentaba notablemente los riesgos (accidentes, crisis, infortunios),  quiso morir en su casa, de muerte natural y acompañado de su esposa. ¿Y saben qué? Lo consiguió. Esa es la auténtica noticia. Lo demás son solo detalles truculentos.

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