
Siempre estuve orgulloso de no medicarme, ni de necesitar ir al hospital. Me precipité, porque ahora, por primera vez en la vida tengo un puñado de medicinas que debo tomar para aliviar los dolores de ciática, lumbares, nervios y otros bárbaros que atacan la tranquila Roma de mi vida.
Las tengo que tomar con disciplina, pese a que me parecen demasiadas: protector de estómago, paracetamol, Enanplus contra el dolor, crema para músculos, brebaje para los cartílagos, pomada para las articulaciones… Me pregunto si existe algún complot de Estado para envenenarme, o si estoy en la lista negra de Putin, pero lo descarto porque no soy tan importante.
Lo de los “Efectos adversos” del prospecto de información al usuario tiene miga. Tomo uno al azar y tengo que desarrollarlo en docena de pliegues que equivalen a quince folios de letra pequeña. Menos mal que tomar la pastilla no es urgente porque sí hay que leerlo entero… con el tiempo que lleva ultimarlo ya no será necesaria. Y digo leerlo, porque si se trata de comprenderlo, ni siquiera su autor podría hacerlo, pues me temo que es fruto de la inteligencia artificial (solo así se explica el lenguaje frío, mecánico, sobrio y ramificado en enumeraciones asfixiantes). De hecho, el prospecto es un eficaz «somnífero» de regalo.

Además lo de los “Efectos adversos” tiene canto, porque por ejemplo, el Enanplus (mi pastilla amiga, todos los días tenemos dos vis a vis), distingue con letra negrita, para que se preste atención: Efectos adversos muy frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 10 personas) y enumera “vómitos” y otros 8 perjuicios; Efectos adversos poco frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 100 personas) y enumera “sofocos” y otros 30 perjuicios; Efectos adversos raros (pueden afectar hasta 1 de cada 1000 personas) y enumera “Ataques epilépticos” y otros 30 perjuicios; Efectos adversos muy raros (pueden afectar hasta 1 de cada 10.000 personas) y enumera; “úlceras” y otras 10 dolencias; Efectos Desconocidos (frecuencia no estimable a partir de los daños disponibles): Enumera “alteración en el habla” y otros 40 daños.
¿Pero que es esto? Intuyo que el laboratorio pretende lavarse las manos indicando cualquier daño probable, posible o imaginable, y dejar en manos del paciente jugar a la ruleta de la decisión, de manera que si sucede cualquier cosa… pueda refugiarse en una simple frase: ¡Se lo advertí en el folleto!.
Quizá sería mejor y más realista, enumerar diez efectos típicos secundarios y señalar que puede haber otros, y basta. O sencillamente que el prospecto citase a Nietzsche: “Lo que no te mata, te hace más fuerte” (Así habló Zaratustra).

De la manera actual, el folleto no informa, sino que desinforma, y confunde. Si comparamos la extensión de los prospectos en las tres últimas décadas, comprobaremos que cada vez la letra es más pequeña y la extensión se expande como el universo hacia el infinito. De seguir así, nos encontraremos con prospectos que se adjuntarán como libro al frasco o cajita de medicamentos, que por su minuciosidad recordarán lo dicho por Borges en su relato “Del rigor de la ciencia” (El Hacedor):
En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.

Es más, viendo la retahíla de efectos secundarios me extraña que no se utilice ese medicamento como arma silenciosa en el espionaje o en la guerra. En vez de decir lo que cura, debería decir lo que daña y que puede tener efecto beneficioso sobre algo. Quizá ese desmesurado afán de advertencia en los prospectos de los medicamentos por aquello de proteger al consumidor, se extienda hacia la gastronomía y quizá algún día no lejano, antes de degustar una fabada asturiana, tenga el comensal que prestar un “consentimiento informado” o al menos darse por enterado de que: “Efectos adversos muy frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 10 personas) y enumeraría “pérdida de apetito”, “Somnolencia”, entre otros; Efectos adversos poco frecuentes (pueden afectar hasta 1 de cada 100 personas) y enumeraría “flatulencia” o “pérdida de conciencia” (durante la siesta posterior) y otros perjuicios; Efectos adversos raros (pueden afectar hasta 1 de cada 1.000 personas) y enumeraría “aumento de sudoración” o “hinchazón de estómago”; Efectos adversos muy raros (pueden afectar hasta 1 de cada 10.000 personas) y enumeraría “reacciones alérgicas”, no alérgicas, sino de la alegría de volver a degustarla.
Además, cuando alguien como yo se ve sometido a este aluvión de medicamentos, para que el paciente sufra más, nada de alcohol, nada de grasas, nada de dulce, nada de cualquier cosa que me guste… Y por si fuera poco, la meta es adelgazar. O sea, que para vivir tengo que renunciar a la vida.

Eso me lleva a reflexionar, pues al menos pensar no está contraindicado (por ahora) sobre las medicinas en los tiempos actuales, que hay pastillas y medicamentos para cualquier tipo de enfermedad, prevención o espejismo. Hoy día coexiste todo un mundo de medios para sentirnos mejor y más sanos: las clásicas farmacias ya han superado su reservada y críptica misión de fórmulas magistrales para convertirse en auténticos tenderos de pastillas, jarabes, pañales y cualquier cosa similar; las “parafarmacias” (¡que no son farmacias!) están cuajadas de productos que no son medicinas pero que prometen similar resultado. Y los hipermercados ofrecen productos biológicos que mejoran y reparan músculos, piel, huesos, articulaciones o riego sanguíneo y como no, la memoria. Ante tan numerosos y enormes escaparate de medicinas es imposible no identificar un padecimiento que pueda ser mejorado por alguna de ellas. Y es difícil resistir a una propuesta de mejora de salud al alcance de la billetera. El medicamento hace al enfermo. La propia industria farmacéutica se expande, y con ello su oferta, hacia un ciudadano que quiere sentirse bien. Ello sin olvidar la eclosión de medicinas alternativas, muchas de las cuales se ofrecen discreta, pero rápidamente por internet.
Por si fuera poco, los medicamentos son la respuesta a los grandes miedos de una sociedad en la que ya hemos cubierto el mínimo de bienestar: ¿estrés? Ansiolíticos; ¿impotencia? Viagra; ¿depresión? Prozac; y cómo no, ahora se agita la solución para la gordura, nuevos fármacos para perder peso, como el Ozempic, que originariamente pretendía tratar la diabetes y se está generalizando su uso de forma exponencial.
En paralelo, la consulta a psicólogos y psiquiatras se incrementa porque el ser humano sigue buscando la felicidad más allá de las cosas simples, olvidando la confesión del ya citado Jorge Luis Borges:
He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz.

Por eso, el ser humano debe acudir a la medicina como lo que es, un remedio necesario, no como una moda, ni una oportunidad de experimentar, ni para mejorar hacia ninguna parte. No debemos dejarnos seducir por un contexto de medicinas al gusto, sino confiar en la propia naturaleza y cómo no, en la medicina clásica, que al menos es clásica porque sus respuestas funcionan.
Y en este punto, es hora de tomar mi pastilla, esperar la inyección, hacer los crípticos ejercicios recomendados por el fisioterapeuta, mirar por la ventana codiciando volar como un pájaro o caminar como un perro callejero, aplicar la crema al muslo y esperar… que deje de dolerme la pierna derecha. Para los que piensan que es cosa de mi edad, digo lo del chiste: “¡¡La otra pierna tiene la misma edad, y no me duele!!”.
En lo único que coinciden todos los que conocen mi caso es en que “Tranquilo, va lento” (el mismo guión el traumatólogo, el médico del centro de salud, el fisioterapeuta y el carnicero de mi barrio). Y se quedan tan anchos ¡Qué revelación! ¡¡Me lo van a decir a mí!! El problema es que, con la teoría de la relatividad de Einstein, no va igual de lento para el que no lo padece que para el que lo sufre: el menda.

Siento el desahogo, pero ya termino porque este es el tope de tiempo de posición sentado ante el teclado. Me toca intentar mantenerme sobre una pierna como la posición de la grulla de Karate Kid.
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Señoría, leer sobre sus desventuras farmacológicas me ha echo pasar un buen rato que ojalá pudiera servirle a usted de mínimo bálsamo. Me viene a la cabeza el dicho «La salud es la corona invisible sobre la cabeza de la persona sana que solo el enfermo puede ver». Confío en que pronto deje de ver testas coronadas por doquier.
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