
Cierto día llamé a un gran centro comercial de bricolaje para que hiciese el presupuesto para colocar las mosquiteras en las ventanas de mi casa de campo. Vino el operario y con visible dejadez, comenzó a tomar medidas de las ventanas… ¡a ojo de buen cubero! Cuando le indiqué si no usaba una cinta métrica, me replicó que no hacía falta, que conocía su trabajo. Ni que decir tiene que, cuando envió el presupuesto la empresa, era disparatado por alzarse sobre mediciones erradas.
Eso me llevó a pensar sobre lo que se llama “profesionalidad” y recordé a algún mecánico que te dejaba el coche peor que lo llevabas, cocineros que solo sabían mezclar y recalentar, fontaneros que se entretenían con las tuercas como niño con un mecano, abogados que enredaban y cobraban sin solucionar, jueces que zanjaban los litigios por economía personal más que procesal, médicos que se limitaban a mirar con ojos vacunos y diagnosticar por intuición, arquitectos que diseñaban proyectos de edificaciones que luego se desplomaban, etcétera.

Errar es humano y nadie es perfecto. Sin embargo, una cosa es el profesional que sufre contratiempos, que no se deben a su actuación o que son comprensibles por la incertidumbre propia de su labor, y otra muy distinta el profesional incompetente, bien por demostrar torpeza suma y grave, o bien por la reincidencia en errores. El profesional incompetente es un impostor. Alguien que se anuncia, se califica y ofrece servicios como profesional en quien se puede confiar, pero que realmente no conoce su oficio, ni se actualiza, ni asume sus responsabilidades. Lo peor es que, desde la audacia de la ignorancia resulta peligroso para los demás.
En los tiempos actuales, todo el mundo ofrece y se confiesa “un profesional”, al igual que todo pescadero o frutero al que se le pregunta por la calidad de su mercancía, afirma que es excelente. Pero los profesionales no nacen, sino que se hacen; el jardinero al que periódicamente contrato para arreglar el jardín, me comentaba un día que sus treinta años de experiencia le avalaban: “tras un año en la empresa de jardinería, supe en qué consistía el trabajo y lo que quería cada cliente. Tras tres años, supe cómo hacerlo. Otros tres años me llevó asumir mis errores y admitirlos con el cliente, para buscar soluciones en vez de dar disculpas. Solamente después, me sentía seguro, e incluso resultaba divertido”.

¿Qué es un profesional? El que soluciona, o es capaz de explicar por qué no puede solucionarlo alguien capacitado.
El profesional nunca es arrogante, pues sabe que siempre hay cosas que no se esperan ni se sabe cómo se presentarán, por eso siempre está dispuesto a sorprenderse y aprender.
El profesional nunca es complaciente con el cliente pues no debe decirle lo que quiere oír ni hacer lo que éste le indica; debe saber decir la verdad porque él es el experto.
El profesional nunca se acomoda en el pasado, pues la vida impone estar al día de novedades, problemas y soluciones en esa parcelita en que se supone es un experto.

Los manifiestamente incompetentes no son la regla general, y es verdad que, si el cliente puede elegir, van quedando apartados del mercado, pero a quien le toca un impostor, sufre las consecuencias en sus carnes.
Podemos calificar a los impostores según la fuente de la creencia de su estatus que, como algunos trajes, aprietan o sobran, y no se ajustan a quien los lleva.
a. Impostores por sobrevaloración personal. Creen firmemente que la etiqueta da la calidad, y no a la inversa. Es el caso de quien se pone una toga, una sotana, una bata de médico o un uniforme de capitán, o el rótulo en la puerta del cargo, y automáticamente se sienten imbuidos de un liderazgo y ciencia ajenas al común de los mortales. Así, por ejemplo, nada impide que un cirujano pueda encerrar a un impostor, pese a su flamante titulación, si los exámenes que superó no tienen nada que ver con la práctica hospitalaria, o si no se molesta en actuar con la diligencia exigible, olvidando el juramento hipocrático.
b. Impostores por sobrevaloración ajena, por haberse promocionado a su cargo por inercia o circunstancias ajenas al mérito o la capacidad. Se trata del fenómeno de la incompetencia por elevación, que se encuadra en el conocido “principio de Peter”, debido a LAWRENCE J. PETER quien lo formuló en su ensayo titulado “El principio de Peter: por qué las cosas van siempre mal” (1969). Consiste en que los empleados de una organización se promocionan hasta alcanzar su nivel de incompetencia, y es que, por haber probado su eficiencia en un nivel, se les asciende al superior de mayor exigencia, en el que no han demostrado nada, y es entonces cuando se revelan como incompetentes. Es el caso de quien es estupendo coronel pero torpe general. O un vendedor genial que es ascendido a gerente de ventas, donde se precisan habilidades de dirigir equipos de las que carece el buen vendedor.

c. Impostores por sobrevaloración social. Campan en dos escenarios donde la valoración de las capacidades es muy subjetiva y difícil de medir. En la política, donde la atribución de un cargo, comporta que muchas autoridades se crean superiores al común de los mortales, reencarnación de reyezuelos o señores feudales. Y en el mundo del arte y la cultura, donde una hábil campaña publicitaria con la complicidad de unos críticos complacientes, pueden convertir en poeta admirable a un juntapalabras y pintor a un manchalienzos. Eso sí, cuando se trata de juzgar las manifestaciones artísticas o literarias, hay que tener mucho cuidado con calificar de impostor al que no nos gusta, porque existen unos mínimos cánones de estética que quizá no conocemos.
d. Impostores por accidente. Los que son colocados en su rol, cargo o posición por circunstancias azarosas, y se lo creen. Es el caso de quienes heredan una empresa y asumen su dirección por la fuerza de la sangre y no del talento o el esfuerzo. O de quienes reciben una titulación o cargo por una disposición transitoria de la Ley que generosamente iguala a quienes se esforzaron con los que tuvieron la fortuna de estar en el momento adecuado esperando el reconocimiento.
Frente a los impostores, nada mejor que seguir el propio criterio, la propia experiencia, sin confiar ciegamente en que ese que exhibe petulantemente su título, cargo o profesión, necesariamente sea un experto profesional. Es útil analizar por sí mismo sobre si el trabajo que hacen es admisible y caso contrario, tener el coraje para rechazarlo y apuntarlo en la lista negra de personas poco interesantes y que jamás volverán a quitarte tiempo. Mejor equivocarse por sí mismo que persistir en el error provocado por el impostor.
Frente al impostor al que se le ha quitado la máscara, solo cabe alejarlo, borrarlo de la agenda de profesionales, o incluso denunciarlo por su incompetencia. En los tiempos actuales la incompetencia es una falta leve y con pocas consecuencias en quien disfruta y se aprovecha de su propia incompetencia; lejos quedan los tiempos del rey persa JERJES (519 a.C.-465 a.C.), quien mandó tender sobre el Helesponto un doble pontón formado con embarcaciones, para que pudiesen pasar sus tropas hacia Grecia, y como la tormenta lo destrozó, el rey mandó azotar el mar (por falta de respeto al rey) y decapitar a los ingenieros (por falta de profesionalidad).

Eso sí, hay que diferenciar la “incompetencia” del “síndrome del impostor”. La incompetencia es el valor de la conducta que no se ajusta al estándar socialmente exigible. La fuente de la incompetencia es la propia conducta torpe que nace de la imprudencia y sobrevaloración (te ven como un fraude, porque posiblemente lo seas). El “síndrome del impostor” es un sentimiento de quien cree que no merece el valor que le atribuye la sociedad o la opinión ajena, pero realmente no es tal impostor. La fuente del síndrome del impostor es la propia reflexión interna, desde la prudencia y la modestia (el afectado se siente un fraude, aunque realmente no lo sea).
En definitiva, que ni es oro todo lo que reluce, ni «profesional» el que se anuncia así.
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