Con humor sabe mejor

Malditos cócteles

  Hace poco participé en una espléndida jornada en una noble ciudad española. Una charla seguida de posterior intercambio de impresiones, efusiones y algo de ciencia con los asistentes. Llegó la hora del almuerzo y el programa contemplaba un cóctel gratuito en un gran espacio, con varias mesas circulares diseminadas y una flota de camareros con bandejas.

 Veterano en estas lides, con discreción, sugerí un “golpe de estado” a los asistentes más próximos: irnos a almorzar en cualquier restaurante, sentados como seres civilizados y no sometidos al revoloteo y picoteo propio del escenario de cóctel.

 Es cierto que hay muchos tipos de cócteles: desiertos y abarrotados (en los primeros te sientes un reyezuelo caprichoso, y en los segundos un siervo luchando por las migajas); clásicos y creativos (en los primeros coincide lo que ves y lo que esperas, y en los segundos, ni sabes lo que ves, ni a qué sabe); austeros y copiosos (en los primeros el hambre acecha, y en los segundos, la indigestión); festivos y tristes (en los primeros, reina energía y cordialidad, y en los segundos, parece una reunión de “huraños anónimos”).

También hay los cócteles “para salir del paso” y los “cócteles estratégicos”; los que salen del paso, son los que andan escasos de presupuesto y quieren ofrecer algo vistoso pero que no sea costoso (hasta las gambas han tenido que empeñar “la gabardina”);  los cócteles estratégicos son los propios de algunas bodas, que entre la ceremonia y el condumio te tienen tres horas de pie alimentado por el goteo de pastelitos y fritos varios, lo que asegura el juicio favorable al banquete posterior, aunque sea escaso.

 Me referiré ahora a la tónica general de los cócteles propios de jornadas, seminarios y congresos.

De entrada, se plantea el problema de que, al no tener una mesa y una silla asignados, dónde dejar la chaqueta, el bolso o la carpeta, lo que te obliga a depositarlo en la lejanía, confiando en que te esperen a tu retorno.

 Después llega la hora de la caza del canapé. He vivido muchas ocasiones avizorando como un halcón la llegada de la bandeja, con las croquetas o cualquier canapé sustancial, mientras mi estómago lucha por salir a campo abierto. Cuando se consigue pillar algo, si se trata de cocina creativa (algo pequeño y cubista, de composición indescifrable) el trance se convierte en una “cata a ciegas”. 

En otras ocasiones, es difícil abrirse paso sin dar codazos o discretos empujones hacia los oasis de comida, o cazar al lazo al camarero con su bandeja. Al retorno de la pesca, es difícil maniobrar para comer sin mesa mientras sostienes la bebida. A veces uno regresa feliz de la mesa de refrigerio con un café en una mano y un pastelito en la otra, teniendo que rogar a un tercero que te eche el azúcar y lo remueva, o que te sujete el platito mientras tú lo remueves (cosas de no haber evolucionado con tres manos).

El problema se agrava si retornas con un platito que te has autoservido laboriosamente porque, al no poder apoyarlo, hay que mantener el equilibrio para sostenerlo en una mano y en la otra la bebida, propiciando que otros se sirvan directamente de tu plato, pues al fin y al cabo, ahí estás ofreciéndolo extendido. El apuro crece si estás conversando en grupo de dos, porque es difícil mantener la atención y mirar los ojos del que te habla mientras intentas localizar el sustento, y si localizas el sustento próximo, debes ser delicadamente grosero para pescarlo (suele servir un  rápido “Discúlpame”… y lanzarte a zamparlo de un bocado, mientras miras al que te sigue hablando, a la vez que asientes con tu cabeza que se mueve a la par que tus mandíbulas).

En cambio, si el grupo en que estás inmerso es de tres o más, la rotación de las intervenciones permite una fugaz distracción para recolectar algo.

Algunos trucos da la experiencia:

  • Procure situarse en la proximidad de las mesas más alejadas de la entrada al lugar y de su centro, donde disminuye la demanda – menos personas– y aumenta la oferta – más canapés–. intente no levantar la mirada para evitar cruzarla con quien pueda verle y desee saludarle para hablarle, pues le impedirá emplearse a fondo en eso del alimento.
  • Cuando se aproxime a una mesa con viandas, en ese fugacísimo intento de soledad no sea prudente para llevarse un único pedacito, sino que aproveche para “comer varias piezas” de una tirada como el parchís.
  • Si algo no le gusta “a primer mordisco”, devuélvalo con discreción y elegancia en cualquier plato de residuos, y repóngalo de inmediato, que el tiempo apremia.
  • El mejor truco: disfrute de un buen desayuno preventivo.

Comprendo que a veces ese cóctel persigue la finalidad de incrementar las relaciones entre los asistentes, multiplicando contactos y saludos, pero entiendo que eso se consigue con el “coffee-break” o café de descanso a mitad de la mañana. Y también admito que hay que venir alimentado de casa, y que el refrigerio es un obsequio que intenta aliviar la penuria del estómago, tras una jornada intensa, porque después de concentrarse el alma y la mente en lo que dicen los ponentes, le toca el turno al cuerpo. Sin embargo, soy de los que piensan que ayuda mucho estar sentado mientras con calma nos alimentamos y mantenemos conversaciones cruzadas con buena compañía.

Por eso, en vez de un tentempié, prefiero un “tentesentado”. Y ello porque los «simposios» tiene su origen en la antigüedad griega, – sympósion- en el momento de relajo en que se tumbaban a degustar dulces, miel, queso y vinos fuertes, mientras hablaban de lo divino y lo humano.

Entiéndase lo dicho en clave de humor, pues como decía Sigmund Freud, “con el humor se puede decir todo, hasta la verdad”.


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5 comentarios

  1. Una de las razones por las que me incomodan los cócteles «gratuitos» entre descansos de charlas, jornadas y congresos es porque me reconozco obtuso, negado y tardo para desenvolverme en ellos. Ese teatro anárquico, ruidoso e improvisado de público aparente, incapaz de disimular su ansiedad por llegar, pillar y hasta hacerse ver y llamar la atención, me pone malo. A estas alturas, José Ramón, a pesar de sus sabios consejos de general estratega y partícipe en miles de eventos, poder cambiar, como decían con dignidad fatalista los héroes perdedores de las películas de cine negro de los 40 y 50, ¡ya es tarde para mí!

    Me puede el pudor y me gana la vergüenza ajena. Y consciente de que aquél, como decía el gran Jardiel, es un sólido que solo se disuelve en alcohol y en dinero, huyo de la tentación de acabar transformado en «converso». Francamente, en este tema soy incapaz de ver «poesía», porque no soy de los que «sienten» la lluvia, sino de los que se «mojan» con ella. Por eso tiendo a ponerme a cubierto.

    Serán cosas de la edad o debo haberme convertido en un cascarrabias, pero, en estas jornadas o congresos «sólo» quiero aprovechar al máximo mi escaso tiempo, estar atento a lo importante, centrar mis esfuerzos en asimilar y aprovechar lo que dicen los ponentes y, cuando llega la hora o el momento, comer cómodo y relajado y acompañado de quienes espontáneamente surgen o deseo. Es decir, solo busco jugar bien «el partido», a ser posible no perderlo e irme a casa con la tranquilidad del deber cumplido. Nada más…y nada menos. Lo demás me sobra.

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  2. Buenas tardes.

    Has conseguido definir con muy buen atino y un especial sentido del humor la realidad de los cócteles de los que suelo huir siempre que puedo.

    Me he reído con «la caza del canapé» que es algo que odio con todas mis fuerzas, siempre digo que para comer todo el mundo en el siglo XXI tiene en su casa y sino, siempre habrá un Mac Donalds cerca que aunque no es mi estilo, es barato y puede servir para apagar el hambre después de algún cóctel en el que «se ha levantado la mirada» sin intención de entablar conversación.

    Qué buenos los artículos de los domingos, suelo terminar el día con una sonrisa.

    Saludos Chaves.

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  3. Magnifica reflexión, tengo guardado en el recuerdo haber pasado por muchas de las vivencias que relatas, solo añadir que tuve hace poco la ocasión de ser invitado a la jubilación de un sacerdote, y sabiendo que las viandas y manjares que servia el cátering de la iglesia, eran de calidad «celestial», cometí el craso error de acudir a la despedida sin haber cenado antes, y cuando el jubilado párroco empezó a dar su discurso de despedida en medio de todas esas mesas con bandejas repletas de exquisiteces, no pude por más que desesperar.
    El buen padre, conocido por su don de palabra, parecía haber elegido ese preciso momento para demostrar que sus sermones dominicales habían sido solo un calentamiento para esta ocasión.
    Mientras él hilvanaba anécdotas de sus décadas de servicio pastoral, yo mantenía una lucha interior entre el respeto debido y el impulso de acercarme sigilosamente a las bandejas que me llamaban como cantos de sirena. Como bien apuntas, ni siquiera tenía el consuelo de poder distraerme «pescando» algún aperitivo durante las pausas de la conversación, pues el discurso era un monólogo ininterrumpido que requería toda nuestra atención y respeto.
    Definitivamente, la próxima vez seguiré el sabio consejo del «almuerzo preventivo», aunque se trate de una cena. Al fin y al cabo, como dice el artículo citando a Freud, «con el humor se puede decir todo, hasta la verdad», y la verdad es que el hambre es muy mala consejera, incluso en los eventos más celestiales.

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