Encrucijadas vitales

Menos indiferencia y más beneficiencia

No hace mucho cometí la torpeza de comprar una enorme valla metálica en unos grandes almacenes de las afueras de la ciudad y no verifiqué si por sus medidas podía entrar en el coche. Mi coche es de pequeño tamaño y no tiene vaca ni remolque. Me encontré sólo en el aparcamiento luchando a brazo partido empujando la valla desde el maletero con los asientos traseros bajados, o introduciéndola de forma oblicua. Nada, siempre quedaban fuera unos centímetros que impedían cerrar las puertas.

Incluso abrí las ventanillas para que el ángulo de la valla asomando ganase un espacio; también probé a dejar el maletero abierto para que asomase la valla, pero unos diez centímetros de anchura lo impedían.

A continuación intenté doblar la valla (era metálica y por algo su marca se denomina “Hércules”). Nada.

Descansaba y volvía al ataque, por si la fortuna me sonreía o si la valla encogía. Me preguntaba que hubiera hecho en mi situación un Pitágoras, un Einstein o Newton, si tuviesen que encajar una pieza en un volumen inferior. Estaba a diez kilómetros de mi casa. Sopese la derrota: devolver la valla o intentar dejarla en depósito en el centro comercial y regresar a mi casa “lamiéndome las heridas” y con baja autoestima.

Mientras miraba a distancia mi pequeño coche (nunca me pareció tan pequeño) y mi gran valla (nunca me pareció tan grande) intentando que las musas me visitasen, aparcó otro coche cerca y se bajó una familia. El patriarca, hombre enorme y barbado, la madre y dos hijas, las tres enormes pero sin barba. Se ofreció a ayudarme. Le expliqué mis intentos de asedio inútil y mi agradecimiento por si tenía alguna idea. ¡Intentémoslo! Dijo sonriente. Ahí volvimos a intentar embutir la valla en el coche: yo desde un lado empujando y el desde el otro tirando; ambos desde el mismo lado, uno empujando la valla y otro empujando el asiento hacia abajo; tras agotar todas las combinaciones posibles, nos paramos ambos a mirar la fortaleza que no conseguíamos asediar.

Llegó un tercero, joven con gafas estilo John Lennon y aspecto de bibliotecario sin trabajo, y se ofreció a ayudarnos. En la siguiente escena estábamos los tres intentando colocar la valla: dos empujando y uno dirigiendo. Ante lo infructuoso, el tercer recluta se excusó por la prisa y se marchó. El hombre barbado, que llevaba quince minutos allí con su familia esperando, me dijo que iba a comprar muebles de cocina y que si yo continuaba ahí fuera cuando saliese, iría a su casa que estaba a tres kilómetros y traería una furgoneta para llevarme la valla a la mía. Se lo agradecí vivamente, pero le expliqué que no podía aceptarlo. Que ya había hecho bastante y que su familia tenía una gran paciencia. Que yo tenía la culpa de mi torpeza y que me habían demostrado lo buena gente que eran. Les rogué que siguieran su vida, pese a lo cual, insistió en decirme que cuando regresase me ayudaría.

Nuevamente estaba sólo frente al coche y la valla. Recordé infinidad de coches que pasan las fronteras con cargas imposibles, o ciudadanos de la zona rural que conseguían embutir troncos, animales y maletas en espacios ridículamente pequeños. O el ingenio de los narcotraficantes para meter la droga en lugares increíbles estirando al máximo los huecos de los coches. Es más, pese a lo angustioso de la situación recordé un chiste malo de la infancia: «¿Cómo meterías un elefante en un frigorífico? ¡Abres la puerta, metes el elefante y cierras. la puerta?», y a continuación, «¿Cómo meterías una jirafa en el frigorífico? ¡ Abres la puerta, sacas el elefante, metes la jirafa y cierras la puerta!».

Me consoló que, afortunadamente, no había una cámara oculta ni un impertinente grabando con su móvil para subir la situación a las redes sociales.

Era la hora del mediodía, cuando cae ese sol que ilumina los duelos del oeste, y tomé una decisión. No se reiría de mí la valla. Coloque la valla en la parte exterior apoyada en la puerta y la até a la manilla con el cinturón (no para portearla, sino para que ningún aprovechado que tuviese un coche con vaca, aprovechase para adoptarla y hurtarla). Y me fui al interior del Centro Comercial. Busqué una cizalla, la compré (54 euros) y regresé al parking. Recorté los tres centímetros de la parte más larga con paciencia (unos diez minutos) e intenté embutirla por atrás…¡Voilá! Lo conseguí. La valla quedó en el coche. Recogí todo. Tomé un papel del coche, y lo dejé en el parabrisas del vehículo del hombre barbado (porque seguramente cuando regresase se preguntaría por mí) y le escribí algo así:«Muchas gracias por su ayuda y la paciencia de su familia. Al final, corté la valla y pude cargarla. Son ustedes muy buenas personas y les deseo lo mejor, y que encuentren buenos samaritanos como ustedes si los necesitan».

Me subí al coche sonriente, con la serotonina a tope, pleno de satisfacción y con la autoestima recobrada.

La moraleja del caso, absolutamente real, que personalmente extraigo y quiero compartir, es múltiple.

Primero: pensar antes de actuar, y actuar sin precipitarse. Si hubiese medido y tomado en cuenta lo que necesitaba antes de ir al centro comercial y comprarlo, me hubiese ahorrado el trance.

Segundo: hay personas maravillosas y generosas. No tiene que ver con la cultura, edad o poder. Tiene que ver con el corazón. Personas que sin recibir nada a cambio te dan su tiempo para ayudar. Buenos samaritanos. Sí.

Tercero: siempre hay una solución, o al menos hay que buscarla antes de resignarse. Y hay que sopesar las alternativas en términos de utilidad: los cincuenta euros que pagué por la cizalla son una enorme inversión pues me devolvieron autoestima, satisfacción, evitaron otro viaje de ida y vuelta y recompra, y además ahora tengo disponible en casa esa cizalla para solventar mil y un problemas futuros (¿quién me dice que no tengo que cortar un alambre, barrote o candado, mío o del vecino, para solventar un problema urgente?).

Cuarto: por mucha edad, lecturas y cosas que sabemos, siempre la experiencia acecha como la mejor maestra, tanto de humildad por los errores que cometemos, como de agradecimiento por la providencia que nos lo solventa.

El suceso me recordó un sermón religioso que ilustró el sacerdote con una parábola. Un viejo estaba en la esquina de la calle sentado y riendo a mandíbula batiente.

-¿De qué te ríes? Le preguntó un transeúnte.

-¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Llevo observando toda la mañana y han tropezado diez personas en ella, han maldecido, y ninguno se ha tomado la molestia de retirarla para que otros no tropezasen.

-¿Y tú por qué no las has retirado?— le dijo el paseante.

En fin, personalmente seguiré con mi compromiso de ayudar sin esperar nada a cambio, si realmente me tropiezo alguien en problemas. Menos lavarse las manos como Pilatos y más ensuciárselas haciendo algo bueno. Soy de los que cree en la teoría de los seis grados, lo de que cualquier persona puede llegar a contactar con cualquier otra persona del mundo en seis pasos o intermediarios (por ejemplo, «tú conoces a uno, que a su vez conoce a otro, y éste a un tercero… y así , con el sexto que llegaría a conocer al Papa»). Y lo soy, en una vertiente distinta, propia del efecto carambola de la bondad: «Lo que tú haces a otro, ese lo hará a un tercero, que a su vez puede que haga algo bueno por un cuarto… y al final, el enésimo hará algo que te beneficia a ti o al círculo de personas que aprecias». O sea, aunque hay que hacer el bien sin mirar a quién, ni esperar nada, la bondad no queda impune (soy tremendamente afortunado pues lo he aprendido al menos de tres íntimos amigos que predican con su ejemplo y me lo han inculcado). Son de la secta de la buena gente, que cada vez cuenta con menor número de adeptos.

En fin, que la vida es bella, sin duda, aunque muchos intenten no verlo así, o estropearla.


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2 comentarios

  1. Querido José Ramón, decía Leonardo que el poco conocimiento hace que las personas se sientan orgullosas, mientras que el mucho hace que se sientan humildes. Usted, que de saberes y reflexiones está más que acopiado, con esta simpática -aunque sufrida- anécdota personal con sabor a fábula y final feliz, viene a confirmarlo.

    Mientras nuestra capacidad para crearnos problemas evitables (por precipitación, imprudencia, impulsividad, temeridad o torpeza natural) es infinita, nuestra destreza para resolverlos es limitada. Sin embargo, como irracionales seres racionales que somos seguimos repitiendo la misma jugada.

    En estos casos, tan pronto se nos suben los colores y comenzamos a sudar conscientes de haber metido la pata, soñamos con la llegada de un buen samaritano (no con la pesadilla -casi siempre real- de un observador pasivo, un fisgón chismoso, un entrometido inútil o un crítico desinhibido y negativo) que traiga consigo un manual milagroso de soluciones. Lamentablemente no suele aparecer (anda por otros lares o dedicado a causas mejores). Y si comparece carece de destreza y no pasa de buen (pero no llega a samaritano).

    Al final, como en el presente caso, puede que nos frotemos la nariz (a falta de lámpara mágica) como si fuéramos Vicky el Vikingo y nuestra cabeza acabe alumbrando una idea (bombilla) que nos permita salir del embrollo.

    P.D. 1. Las grandes oportunidades para ayudar a los demás rara vez vienen, pero las pequeñas nos rodean todos los días -Sally Koch-. ¿Por qué no las aprovechamos?

    2. La solidaridad es la ternura de los pueblos. -Gioconda Belli- ¿Por qué somos tan fieros e indiferentes?

    3. El mejor ejercicio para el corazón es agacharse y levantar personas -John Holmes- ¿Por qué hay tan pocos corazones cinco estrellas?

    4. “Las hormigas reunidas pueden vencer al león.” -Proverbio Persa- ¿Por qué no queremos darnos cuenta que tenemos más cosas en común de las que nos separan y que unidos (no divididos, ni polarizados por intereses bastardos)  somos los que mandan?

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