
Vaya por delante que en vez de años, estoy en la edad con daños. Lo digo para contextualizar debidamente lo que diré.
A mi edad he entrado a una discoteca. Sí, al Kudeta, en Santander, un local de renombre y éxito nocturno. Allí estaba yo pasada la medianoche entre un aluvión de jóvenes, bajo el reguetón o sabe dios que sonaba allí.
Como es sabido que no me gustan las multitudes, ni el aturdimiento, ni simular que me gustan las copas y los agites desmelenados, explicaré mi presencia.
El pasado viernes tuve el honor de ser padrino de la XII Promoción de los Graduados en Derecho de la Universidad de Cantabria, y tras un hermoso acto, seguido de un espléndido y relajado ágape con l@s graduados, ante la insistencia de algunos de ellos decidí acompañarles a la discoteca en que habían reservado un espacio para el jolgorio propio de la edad, la ocasión y la hora. Al fin y al cabo, un padrino debe estar con los ahijados.

Me adentré en la discoteca con el asombro de Herodoto. Con los ojos de un explorador ante una tribu de caníbales.
La discoteca contaba con dos vías de acceso. La de lo que tenían pase y pasaban, y la de los que no tenían pase y esperaban para pagar. Por supuesto, un portero de discoteca clásico, macizo y con gesto duro, custodiaba el acceso como el desfiladero de las Termópilas.
Pagué mi entrada y se ve que los tiempos no cambian, porque al igual que hace treinta años, la entrada va con una o dos consumiciones según lo que pagues. Te estampan un sello de tinta negra en la muñeca como al ganado por si te extravías o deseas volver, y ya estás en lo que la mayoría creen que es el paraíso pero para mí parecía el infierno.
Infinidad de gente joven. Como debe ser. Dado que yo triplicaba la media de edad, deberían haberme cobrado el triple por entrar. No digo que intenté mezclarme entre el gentío que trotaba, danzaba, bebía y festejaba, porque pese a que me quité la corbata por aquello de mimetizarme, creo que resultaba llamativa mi presencia. Quizá alguno pensaba que era un progenitor espiando a su hijo, un policía de la secreta, o alguien que había envejecido allí dentro por no encontrar la salida.

Lo cierto es que logré refugiarme con un grupo de amabilísimos graduados en la parte superior, reservada para su promoción. Lo bueno era que desde las alturas podía verse a la gente como disfrutaban lo que me parecían sardinas enlatadas con ataques epilépticos. También me llamó la atención que, dada la densidad de apiñamiento, como no había sitio para colgar los brazos o agitarlos, la mayoría optaban por levantarlos por encima de sus cabezas. Quizá pedían auxilio para salir del ahogamiento en ese océano de cabezas congestionadas.
Por supuesto, el ruido imperante (y digo “ruido” porque lo de “música” le quedaba grande) apagaba casi cualquier comunicación y hacia sospechar que se estaba aproximando el apocalipsis.
Me agradó muchísimo que varios graduados y graduadas me prestasen atención y me mimasen, como mimaría un abuelo a los nietos para que no se perdiesen en el hipermercado, pero al revés. Me hablaban, me querían invitar, se hacían fotos conmigo, me contaban sus sueños, algunas confidencias extrañas, e incluso como estuve casi dos horas, pude comprobar la evolución etílica de alguno de ellos, que pasaba de su impecable traje y corbata con educada expresión, a volver a saludarme desmadejado y con voz pastosa. Confieso que me sentí complacido de que los jóvenes graduados eran claros, abiertos, nobles y buenos, y tan desorientados sobre la vida o el amor como lo había estado yo a su edad. Lo que no saben ellos es que cuando tengan mi edad, seguirán igual de desorientados pero harán como que no lo están.
Cuando consideré que llevaba ya bastante tiempo de penitencia, o en la trinchera de aquélla guerra de tambaleos, opté por salir, pero no sabía que para atravesar ese lago Tiberíades de juventud frenética, el atajo hubiera exigido caminar sobre sus cabezas. No era posible, así que tuve que soportar casi veinte minutos de progresiva y lenta aproximación hacia la salida. Y digo soportar, porque el olor a gato muerto y sudado me rodeaba. Por cierto, entre el tumulto, un joven delgado de cara colorada y pendientes imposibles, me ofreció marihuana. Por el ruido pensé que me preguntaba por Juana o que quería irse a la cama y puse gesto indiferente, negativo y de pardillo (ciertamente la cara de pardillo no me costó nada ponerla).

La paradoja es que ese local de ambiente estaba decorado con figuras de Buda (¡pobre budismo!). No creo que fuera para promover la meditación o la liberación de los placeres, sino más bien creo que el propietario las compró en algún mercadillo pensando que eran esculturas de capos de la antigua Alemania Oriental, y que bien colocadas en el local taparían lo que me resultó evidente: esa discoteca se sitúa en un antiguo garaje o almacén que no oculta su origen, paredes de cementos, despintado, desconchado ni vigas. De todos modos, aunque no existieran esos budas ni decorados de cartón piedra, la juventud frenética no sería capaz de detectar un gorila a su lado.
Y en la salida, la cola de entrada seguía alimentándose de gente sedienta o hambrienta de ruido. Se ve que allí dentro no se aplicaba el principio de Arquímedes porque los cuerpos que se sumergían en la discoteca experimentaban un empuje hacia adentro pero sin desalojar a nadie.

Tomé un taxi y partí al hotel como quien se siente en el refugio.
No hay como salir de fiesta para regresar a casa… indemne y sin sufrir resaca el día después. Realmente me sentía como el protagonista de «Jo, ¡qué noche!» (1985, Scorsese).
Se ve que soy un tipo aburrido, pero feliz de serlo.
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Por un momento creí estar leyendo una adaptación actualizada de el padrino de «La Gran Familia» -aquí representada por los graduados de Derecho de la última hornada de la Universidad de Cantabria-, el inolvidable personaje que bordara el gran López Vázquez. Solo me faltaba Alberto Closas, su contrapunto («su» inseparable Antonio Arias, que, largo como es, se olió la tostada y y presumo se reservó para una menos arriesgada y comprometida ocasión).
Para alguien que puede presumir de ser «edición limitada»: renunciar u olvidarse por una noche de pareceres, coherencias y gustos propios; dejarse enredar por sus apadrinados y acudir invitado -pagando, claro- a «su» fiesta; pasar por la supervisión visual de porteros/guardias de seguridad (ignoramos si también por su cacheo) con la excusa de que éste es un sitio serio y aquí no entra cualquiera; tatuarse la mano (a modo de pasaporte discotequero) para evitar ser deportado por estancia ilegal -sin derecho a recurso- y salir retratado en los diarios del día siguiente; ser tentado a consumir y no precisamente bebidas espirituosas (¿sería una tentativa de delito provocado instada para desacreditarle por algún envidioso enemigo de gremio o miembro del -por fin- difunto CGPJ?); y encajarse entre ruidos (¿por qué le llaman música si quieren decir reguetón?), empujones, estrecheces y contorsionistas en guerra que invadían la pista. Demuestra una generosidad rayana en lo temerario…que su escritura transforma en humor.
(…) Quizá alguno pensaba que era un progenitor espiando a su hijo, un policía de la secreta, o alguien que había envejecido allí dentro por no encontrar la salida (…).
(…) «Por cierto, entre el tumulto, un joven delgado de cara colorada y pendientes imposibles, me ofreció marihuana. Por el ruido pensé que me preguntaba por Juana o que quería irse a la cama y puse gesto indiferente, negativo y de pardillo (ciertamente la cara de pardillo no me costó nada ponerla)» (…)
P.D. La Potencia Intelectual de un Hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar (Nietzsche)
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