Claves para ser feliz

Coleccionar emociones a través de cartas de celebridades

Lo de coleccionar viene de la niñez. Cuando en el recreo del colegio o en la calle llevabas el tesoro de los cromos de fútbol, de personajes famosos, de jeroglíficos, de animales o futbolistas…

Intentabas tenerlos todos, acudías al quiosco a comprar, cambiabas los repetidos…

Visto con la perspectiva de la madurez pierde todo su encanto: ¿qué sentido tenía acumular cromos de una colección que solo conducía cuando pasara la moda, a tenerlos enterrados en un cajón?, ¿para qué sufrir, ilusionarse, negociar, frustrarse en pos de los cromos, si bastaba comprar un libro con todas las ilustraciones de los cromos, de una vez, más barato y completo?, ¿acaso con esos hábitos se alimentaba la vanidad de ser poseedor del cromo buscado o de completarlo?

Lo cierto es que cumplió cierta misión educativa. Te esforzabas en cumplir pequeñas metas, adquirías dotes de negociación, aprendías algo de matemáticas en las permutas de cromos, te robustecías frente a la frustración de no acabarlo, disfrutabas al completarlo… No sé lo que coleccionan los niños de hoy (además de ampollas en los dedos por jugar al móvil o la playstation), pero desde luego, no creo que sean cromos.

Ahora y mayorcito, confesaré que solo colecciono tres mercancías.

Colecciono libros, destinados a ser leídos, pero todos son atesorados con mimo y mirados con el respeto de un camposanto.

Colecciono barajas, sin ninguna fiebre ni angustia, de todos los tipos y países (un centenar de los motivos y lugares más insólitos). Nunca la terminaré, pero cuando viajo, me traigo una del lugar de destino, e incluso cierta amiga viajó a Japón y me trajo una valiosa pieza. Con eso no hago mal a nadie, no pierdo el tiempo, y de tarde en tarde, las contemplo o incluso las abro y barajo.

Y sobre todo colecciono momentos. No cualquier momento, sino buenos momentos en familia, pareja, amigos o compañeros. Esos recuerdos son el mejor pasaporte a la felicidad al rememorarlos.

Viene el tema del coleccionismo a cuento porque el pasado jueves tuve el honor de conocer a un coleccionista de cartas de escritores célebres. Y digo el honor, porque el gran escritor Alberto Zurrón Rodríguez (cuya última obra se titula “Sexo, libros y extravagancias”, La Esfera de los libros, 2024” tuvo la amabilidad de mostrarme un primoroso álbum cuajado de cartas de escritores famosos, la inmensa mayoría manuscritas y otras mecanografiadas pero firmadas; la autenticidad se garantiza con el certificado del vendedor.

Añadiré que solo hay que verlas, tocarlas, olerlas, para experimentar una emoción singular. Cartas de Alejandro Dumas (hijo), Oscar Wilde, Artur Conan Doyle, Bernard Shaw, Tennessee Williams, Artur Schopenhauer, Herman Hesse, Thomas Mann, Henry Miller… y muchos más. Son cartas entrañables porque demuestran el lado humano del escritor que está detrás del biombo, la personalidad que acecha en la espesura de la vida común. Algunas cartas son intimistas, otras familiares y otras formales; unas en tinta azul, otras verde y otras de color desvaído; unas son de formato cartesiano y otras garabateadas con estilo picassiano; unas abusan de las mayúsculas, otras acuden a rayas o dibujitos, pero la mayoría demuestran que el escritor ponía la atención de un pintor minimalista al escribirlas; unas escritas en hoteles, otras en la intimidad del hogar y otras en la urgencia; unas de agradecimiento, otras de condolencia, e incluso de reproche… Hay de todo.

Me llamó especialmente la atención, el que eran cartas escritas en su mayor parte con una caligrafía espléndida y cuidadosa (las anteriores al siglo XX con pluma).

Da escalofríos pensar que el alma viva del escritor que escribió la carta ya no está.

Da que pensar que el talento del escritor formalmente expuesto en sus poemas, novelas u otras obras literarias, aflora en esas cartas de forma más espontánea, fresca y personal.

Da rubor asomarse a leer una carta que no fue escrita para nosotros.

Al tocar la carta viene la sensación maravillosa de estar en contacto con el autor pues, al fin y al cabo, lo microscópico no desaparece y la fuerza de evocación de una carta es asombrosa. Un puente tendido entre autor y lector, que además se debe al tercero que recibió la carta quien, traicionando la presunta confidencialidad, la sometió al frío mercado o la cedió por filantrópica admiración. No debemos olvidar que no se trata de cartas abiertas sino de relaciones bilaterales, del escritor con otro escritor, con sus amigos, amantes, admiradores, anfitriones, deudores, colegas, etcétera.

Lo triste es que el ordenador ha matado las cartas en papel. Ha acabado con la técnica de la escritura a mano y el arte de la caligrafía, y además las “cartas” de ahora (rebautizadas horriblemente: “emails”) se pierden con un borrado o avería de ordenador y se entierran para siempre. La generación adolescente no escribe cartas postales y lee pocos libros. O sea, la funesta manía de leer libros o cartas pertenece al pasado que, al decir de Bécquer, no volverá.

Pero no todo está perdido, seamos optimistas, porque por fortuna los escritores contemporáneos han sido plasmados videográficamente con entrevistas, conferencias o charlas, y eso nos permite contemplarlos y escucharlos directamente, las veces que deseemos, un auténtico lujo. Y quien dice escritores, dice músicos, pintores, científicos, aventureros o filósofos. ¡Qué gozada!


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