
Corren tiempos en que no hay mes que no asista al tanatorio, a un hospital o a una jubilación. Nada que ver con la feliz infancia en que el programa de actividades era totalmente despreocupado y sin sombras.
Se impone una cura de humildad, aunque debo señalar que uno de los momentos más luminosos de mi vida, pues me demostró con crudeza el valor de las cosas pequeñas y lo transitorio de lo terrenal, fue cuando visité hace veinte años en México, la pirámide de Kujulkán, en Chichén Itzá. Una experiencia asombrosas e inolvidable. Una cura de humildad en toda regla.
Brevemente, compartiré mis tres lecciones inolvidables, que hoy reverdecen.
PRIMERA LECCIÓN

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Por entonces se permitía subir la enorme escalinata frontal de 91 peldaños (multiplicados por cuatro dan 364, con la plataforma final, refleja la duración del año civil maya de 365 días).
Debo confesar que la subí casi atléticamente: con rapidez y seguridad, pero tras estar en la cúspide, pude contemplar las vistas de la selva y el curioso diseño para jugar con el sol y sombras de los mayas, pero también sentir el escalofrío de pisar el mismo lugar donde los sacerdotes hacían sacrificios humanos.
Cuando iba a bajar, resultó una experiencia aterradora. Los escalones eran tan estrechos y empinados, que sentías que ibas a precipitarte rodando. Tuve que bajar escalón a escalón, sentado para deslizar el trasero y sentirme seguro, agarrado a una soga a ras de suelo que se fijaba a modo de pasamanos (no era una barandilla porque sería un atentado arqueológico). Un paso en falso y se hubieran acabado mis aventuras. Un traspiés y quizá debería convivir con una silla de ruedas o derrame cerebral, todo por subir donde no debía.
Por eso, fue una bajada inspiradora: subimos por la vida con firmeza y optimismo pero debemos ser conscientes de que cuando bajemos lo haremos con inseguridad y dudas. En la vida es fácil subir, pero difícil bajar. Fácil tomar decisiones y difícil retractarse. Fácil ver la vida optimista cuando crecemos, nos desarrollamos y tenemos energía, y difícil cuando la decadencia de la edad nos va presentando fallas. Fácil ser ambicioso y trepar, y difícil ser humilde cuando nos apena del pedestal.
SEGUNDA LECCIÓN
Ya en tierra firme, entre el arbolado, pude visitar el Cenote Sagrado, un cráter en el subsuelo donde se almacena agua verdosa que se filtra por el suelo calizo, y que era lugar de sacrificios ancestrales, pues se consideraba la puerta al inframundo (al Hades maya).

Aquél agujero negro encerraba secretos, sacrificios humanos, joyas y esculturas, todo lo que para la cultura maya merecía ser cubierto bajo el manto de lo sagrado. Dos mil años después el misterio aguarda bajo las aguas y solo quedamos un puñado de turistas armados de móviles y suspirando por el calor para regresar por una cerveza o refresco.
Me di cuenta de que todo el oropel, toda la solemnidad y los bienes terrenales que adoramos, están llamados a ser enterrados por las capas de los siglos. Incluso el amor que los enamorados califican como eterno, más allá de la muerte, quedará reducido a polvo, aunque bien es cierto que como bellamente dijo el soneto de Quevedo, «serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado».
TERCERA LECCIÓN

La civilización maya colapsó. Creció, se desarrolló en ciencia y cultura, pero desapareció. Muchas hipótesis pero ninguna concluyente, aunque los científicos consideran que entre el 1.200 y 1400 d.C. o tuvo lugar una inmensa, intensa y reiterada sequía por décadas que acabó con los cultivos, debilitó el poder de sacerdotes para conjurarlo y comportó migraciones y abandono del lugar.
Una gran cura de humildad para nuestra civilización. No deberíamos ignorar el calentamiento global, los avisos de terremotos, tornados e inundaciones. Los mayas tenían otras tierras lejanas donde encontrar salida a sus vidas, pero si dañamos de muerte el planeta (corteza, atmósfera y medio ambiente), me temo que tenemos serios problemas para buscar otro planeta. Especialmente porque me inquieta el dato de que cuando yo era niño el planeta contaba con 3.500 millones de habitantes, y ahora que ya estoy al borde de la tercera edad, el planeta cuenta con… ¡8.200 millones!
En suma, tres grandes enseñanzas que dejan claro que somos muy pequeños en este gran mundo. Que nuestra vida es muy corta en las grades edades de la tierra. Y que ninguno somos imprescindibles, aunque queremos creérnoslo.
Por eso me hace sonreír la anécdota del director de periódicos estadounidense que cuando el famoso presidente del grupo empresarial William R. Hearst (1863-1951) le preguntó la razón de no irse de vacaciones, repuso: «Me temo que, si me voy, reinará el caos; todo será un desastre. Pero aún me daría más miedo descubrir, si me voy, que las cosas seguirán como si nada, lo que demostraría que realmente no se me necesita».

Mas curioso resulta que el citado magnate de prensa W. R. Hearst fue quien inspiró la película “Ciudadano Kane” (Orson Welles), buena reflexión para los megalómanos, con delirios de grandeza por el cargo o riqueza, por prepotencia o presunción. El empresario murió igual que el “ciudadano Kane”, en la soledad de su dormitorio y encontrado por la enfermera. En la película, antes de su muerte, Kane está solo y crispado, rodeado en su imponente mansión de obras de arte apiladas y artefactos extraños, pero él añora el trineo de su infancia, y la sencillez de esa diversión. Cuando muere, las obras de arte se retiran, el trineo de infancia se arroja al fuego como chatarra, y sus cinco hijos reparten su imperio. Vanitas, vanitatis.
En fin, la moraleja de lo expuesto no es abandonarse al pesimismo sino a la justa perspectiva:
Nadie es tan joven como para ignorar lo que le espera en la vejez, ni nadie es tan viejo que no pueda soñar y disfrutar el presente sin complicarse la vida.
Entre ambas fases, la del joven y el viejo, nos encontramos un puñado de mi generación, los que sentimos que maduramos porque hay cosas que no son como nos habían dicho que serían y que el mundo es menos justo de lo que debería serlo. ¡¡Y nos atrevemos a ser libres de pensamiento!!
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Quizás la vida, querido José Ramón, solo sea eso. Descubrir nuestro propio ser. Asumir nuestro verdadero valor por pequeño que sea. Saber darle brillo. Y estar rodeados de personas que sepan apreciarlo y compartan el suyo.
Así, lo narra Jorge Bucay en este microcuento.
«Un rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo. El Roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el Pino. Volviéndose al Pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la Vid. Y la Vid se moría porque no podía florecer como la Rosa. La Rosa lloraba porque no podía ser alta y sólida como el Roble. Entonces encontró una planta, una Fresia, floreciendo y más fresca que nunca. El rey preguntó: ¿Cómo es que creces saludable en medio de este jardín mustio y sombrío? No lo sé. Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste, querías Fresia. Si hubieras querido un Roble o una Rosa, los habrías plantado. En aquel momento me dije: «Intentaré ser Fresia de la mejor manera que pueda».
Al final, estamos aquí para ser nosotros mismos. Podemos hacerlo como la Fresia: creciendo, floreciendo y dando flagrancia. O como el Roble, el Pino, la Vid y la Rosa de la historia: marchitarnos en la condena de no aceptarnos y querer ser otros. Tal vez por eso el mundo es como es.
Así, lo relata Eduardo Galeano en este microrrelato
«Un hombre del pueblo Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado desde arriba la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende».
De esta forma, nuestra fragilidad, pequeñez y diferencia particular, debidamente congeniada con la de los otros y mirada en su conjunto, se transforma en enormidad, abundancia y fortaleza. En simbólica pirámide de Kukulkán que con firmeza nos aferra a la tierra (el más acá) pero a la vez nos acerca al cielo (el más allá).
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