
Ayer paseé con mi perro, y digo “con mi perro” porque realmente el “me pasea a mí”, por como me arrastra y manda. El paisaje ayudaba porque anduvimos por los caminos de la zona rural de Asturias (nada de senda urbana, ni recorrido turístico o camino habilitado donde pierde más tiempo saludando a quien te cruzas que disfrutando del paisaje), en un entorno silvestre que me hizo sentirme protagonista del sueño del poeta latino HORACIO que disfrutaba de las fuentes, manantiales y bosques (de hecho, pocos saben que el emperador Augusto le reclamó para que fuese su Secretario –honor bien pagado– y hábilmente Horacio lo rechazó aduciendo lo feliz que era en el campo).
Recordemos el “Beatus Ille” (Dichoso aquél…) , traducido del latín:
Dichoso aquél,/ que lejos de los negocios, como los antiguos,/ labra la hacienda heredada con bueyes propios, libre de toda usura y créditos;/ ni como soldado es despertado por el duro clarín,/ ni teme al mar embravecido,/ ni tiene que ir al foro,/ ni al altanero umbral de los señores poderosos.
Bellísimo y evocador de la belleza de la tranquilidad, de la serenidad, de la lentitud… o sea, de lo que no existe hoy día, en que estamos atrapados por la velocidad, el consumismo, lo tecnológico, el estrés y la ambición.

Pero volviendo a mi paseo campestre con estas reflexiones, me percaté de algo inquietante. El contexto parecía normal: el sol del atardecer perdía su claridad; los árboles agitaban su ramaje por una suave brisa; unas vacas y sus becerros rumiaban con mirada perdida; o sea, todo enmarcado en varios verdores de distinta tonalidad (hojas, ramaje, hierbas, bosques), pero faltaba algo.
No había pájaros. Ninguno. Curioso. Un cielo limpio sobre árboles, arbustos y prados, y no había pájaros ni arriba ni abajo. Entonces pensé que, pese a pasar por senderos entre arbustos tampoco había visto arañas ni sus telas. Y más sorprendente que, pese a que examiné el suelo circundante, no pude ver ninguna hormiga. Preocupado, levanté varias piedras y solo encontré una lombriz que se fugaba, pero no había escarabajos.
No pude menos de recordar que en mi infancia, antes de cumplir los doce años, en las afueras de la ciudad de Oviedo, donde acababan las casas se abría el “non plus ultra”: una puerta abierta a mis entretenimientos favoritos, pues era el único que me podía costear.

Consistía en salir con un amigo por el campo a explorar la naturaleza, armado con un palo y una bolsa o un frasco, por lo que pudiéramos encontrar. Ahí empezaba la fiesta. Hora de avistar pájaros y buscar nidos. Jugar con las telas de araña y capturar ejemplares. Sorprender alguna lagartija cogiéndola por la cola y comprobar como huía sin ella. Dejarnos sorprender por alguna culebra que siempre pensábamos que era venenosa, aunque los auténticamente venenosos éramos nosotros. Coger renacuajos del agua estancada o ranas despistadas. Si encontrábamos salamandras, nos sentíamos héroes. Si caía un ratón de campo, mala suerte para él. Si encontrábamos un pájaro caído del nido, buena suerte para él. Si tropezábamos con un perro vagabundo, o bien huía él, o huíamos nosotros. En fin, éramos los cazadores de un safari sin pretensiones. Disfrutábamos de lo lindo. Por supuesto regresábamos cargados de rasguños, sucios y con algún jirón de ropa, pero felices.
Eso era el pasado en que supongo que intentaba experimentar la vida de novela de mi héroe Guillermo Brown, el ocurrente gamberro británico.
Pero hoy día, los niños urbanos no tienen esa libertad de adentrarse a explorar la naturaleza viva, y por lo que veo, esa naturaleza viva que son los animalitos, ha desaparecido. Y los manantiales manan menos y menos limpios. Y los árboles enferman.

No nos queda la asilvestradas y espontánea compañía de los animalitos menores ni mayores (salvo los jabalíes y algunos halcones). No sé si es que los estamos eliminando, o si se esconden de nosotros. Lo que tengo por cierto, es que somos los culpables de ser la especie dominante que cambia el ecosistema y no para bien. No para bien de los dominados ni para los dominantes. La culpa de que la biodiversidad sea cada vez menos “vida” y menos “diversa” puede tenerla el cambio climático, el uso de pesticidas o la expansión urbanística que se lleva por delante prados y bosques (no están libres los océanos, donde hasta los plásticos se han convertido en trampas mortales para miles de especies).
Me temo que la extinción de estas pequeñas especies, anuncia la extinción del ser humano, que visto desde fuera del planeta, es otra pequeña especie que juega a ser dios y me temo que ha perdido el juego.
Mientras tanto, nos queda disfrutar de la paz y tranquilidad. Lo que, inspirado en Horacio, evocaba Fray Luis de León, en su «Canción a la vida retirada”:
¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido.

Sé que no digo nada nuevo, pero es triste que lo que es viejo y conocido, vaya a peor. Parece que no queremos verlo ni hacer nada.
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