
Todos los hemos sufrido. Al que disimulando te adelanta en la cola de espera de una taquilla o de entrada a un restaurante o espectáculo. Al que maniobra rápidamente para quitarte la plaza de aparcamiento que tu avistaste primero. Al que en un almuerzo con raciones compartidas se abalanza para ser el primero en elegir y tomar la mejor o mayor ración. El que tiene memoria para reclamarte lo que te prestó pero amnesia para devolverte lo prestado. El que te deja adelantar con tu vehículo en la niebla para que tú le abras paso. El que en tiempos de la universidad te decía que no había estudiado nada y casualmente sacaba excelentes calificaciones. El compañero de oficina que simula trabajar mucho y bien, pero realmente es un «escaqueado» que se dedica a lo suyo y a descargar su trabajo en los demás.
Todos son casos de listillos, que se diferencian del sabelotodo o enterado, en que éste no es un tunante, mientras que aquél se aprovecha de su picardía para perjudicar a otros.
Los que se creen más listos que los demás y se aprovechan, quizá nos enojen transitoriamente, pero no debemos dejar que nos invada la ira. Al contrario, olvidemos al listillo y sigamos nuestra hoja de ruta. No tenemos obligación de demostrar que nosotros somos igual de listos, pues nos basta nuestra convicción interna de que somos más educados, prudentes y respetuosos.

Una variante común es el listillo de la comunidad de vecinos, quien está siempre proponiendo medidas que le benefician, buscando las menores cargas económicas para él, o que el presupuesto de la comunidad le pague el felpudo, la luz de su trastero o le repare unas humedades que son ajenas a la comunidad. Su mérito es la insistencia del moscardón ante el administrador, y que te asalta en el ascensor para convencerte de sus derechos, pero que realmente es un caradura que ignora sus obligaciones, y que se aprovecha de la paciencia del resto del rebaño de los vecinos que no quieren problemas, los que cuando le escuchan hablar en ruegos y preguntas alzan la vista al cielo implorando paciencia.
También es común la variante del parásito amigable, que te llama para saludarte, te visita en tu hogar, y no sabes cómo, pero lo acabas teniendo en tu casa como huésped que no eres capaz de echar porque eres más educado que él. No me resisto a contar que hace unos años, tuvimos la «infeliz ocurrencia» de invitar a una familia formada por los padres estadounidenses de dos hermanos compañeros de mis hijos, a visitarnos en la casita del pueblo.
Quizá su conocimiento del español no llegaba a entender que “visitar” no es “mudarse a vivir”.
Lo cierto es que, en pleno julio, llegaron con más maletas de lo que nos parecía una visita breve y con menos dinero de lo que supone compensar a los anfitriones. Fue una semana de “todo incluido”, en que no solo fuimos guía de la familia visitante y animadores culturales, sino anfitriones y hosteleros (de hecho eran judíos que manifestaban tener prohibido comer cerdo, pero se ve que no sabían de qué animal viene el buen jamón, que desaparecía por ensalmo a su paso). Además, la familia visitante desconocía que cuando iba con la familia anfitriona (la nuestra) a almorzar o pagar la entrada a un castillo, festejo o espectáculo para niños, impera en España la sana y justa costumbre del pago de turno alterno; pero no, no pude conocer el color de la cartera de los padres americanos ni conseguir saber si usaban tarjetas de crédito.
Tampoco compensaba nuestro gasto económico y recorte de intimidad del hogar, el que la familia de depredadores aportase una especie de alegría, amabilidad o saber estar. No era que no supiesen bien el castellano, sino que no decían nada. Abrir la boca solamente para pedir y comer, no por este orden. Comprendí la expansión de Estados Unidos mediante la ocupación pacífica de territorios y no irse. También entendí el refrán castellano: «El pez y el huésped al tercer día, huelen”. Era una situación incómoda y me cansé. Fue una semana larga, porque aquello no tenía trazas de que se fuesen, pese a las numerosas indirectas. Antes de que se apropiasen de nuestra casa, o que “nuestros fondos tocasen fondo” inventamos un fuerte pretexto para que buscasen otros “primos”, o volviesen con Trump o con cualquier otro que no fuese la familia Chaves.

Es curioso que quienes teníamos la razón de nuestra parte, tuviésemos que inventar excusas para recuperar el hogar, pero más sorprendente que quienes no la tienen y son “ocupas de hecho”, conviertan la hospitalidad en un derecho, y el acogimiento temporal en una especie de adopción de otra familia en bloque.

Otra variante actual de listillo es el chupasangre judicial, que se refiere a quienes juegan con plantear demandas para obtener más de lo que tienen derecho, aprovechándose de la elasticidad de la justicia, según lo que puede probarse. Suelen apoyarse en abogados expertos en buscar la trampa en la ley, para tenderla a los demás y al propio juez, mediante astucia procesal. Es el caso de quien sufre una leve embestida en la parte trasera de su auto, y tras bajarse ambos del vehículo sin lesiones ni dolor alguno, unos días después, el que sufrió el impacto exhibe un collarín al cuello y cojea con pierna escayolada, solicitando la baja laboral y preparando un informe pericial para reclamar una indemnización por daños y perjuicios físicos que no se corresponde con la realidad. O el de quien tropieza en una baldosa en la calle y tras sufrir un esguince, plantea una millonaria demanda al Ayuntamiento por ser la causa de sus males. Y cómo no, aquellos parientes de infortunados que fallecen en hospitales, que recuerdan el parentesco para reclamar indemnización por indebida asistencia sanitaria a quien no atendieron en vida.
Quizá con la inteligencia artificial, algún día se invente un detector de “listillos”. Mientras tanto, hay que recordar que hay que tener coraje y no ser educado con quien no lo es.
En todo caso, si se nos cruza en el camino un listillo, mostremos indiferencia, y en todo caso, tengamos presente la máxima del escritor estadounidense HERMAN MELVILLE (1819-1891): “No sé todo lo que puede venir, pero sea lo que sea, lo afrontaré riendo”.
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Ser listillo, parásito amigable, chupasangre judicial -o de lo que sea- o perfecto tocapelotas, se ha convertido en la razón de ser y hasta profesional de algunos muchos. Estas subespecies humanas tienen tal diversidad, pues descienden de una rica variedad de animales de los que solo sacan lo peor (Vbgr. avispones, raposos, buitres, serpientes, ratas, garrapatas, sanguijuelas, cornejas, camaleones, escorpiones, tiburones,…), que, para poder garantizar nuestra seguridad y supervivencia, habría que llevar a rajatabla esa frase, en apariencia absurda, del político americano Dan Quayle (vicepresidente de Bush padre): «estamos listos para cualquier hecho imprevisto que pudiera, o no, ocurrir«. Y eso incluye, claro, nuestro derecho a la legítima defensa por medios racionales y proporcionados, como el de inventar excusas, que hagan de vacuna, antibiótico o repelente, o el de huir, como de la peste, de ellos.
Decía Robert Graves (autor de Yo Claudio) que había conocido listos que se fingían tontos y tontos que se fingían listos, pero nunca a un tonto se fingiera tonto. Creo que se quedaba corto. La faltaba el listillo. Ese que finge ser normal, dudar, no saber o ver. Y/o que aparenta esforzarse, trabajar, ayudar o ser generoso. Para, a continuación, aprovechándose de la bajada de guardia, discreción, prudencia y confianza ajena, pasarte por encima, adelantarte como un avión, utilizarte como parapeto, obligarte a realizar un sobreesfuerzo y/o criticarte con doblez y fariseísmo (eso ocurre, sin ir más lejos, con ciertos analistas turbios y comentaristas sibilinos).
El problema de los listillos (y sus variantes) es que, como se consideran personas diferentes, superiores, más listas y mejores que el resto, no quieren dejar de serlo.
Por eso, no hay que dudarlo: ¡si quieres estar contigo, debes estar sin ellos!
P.D. Brillante, instructivo, práctico y divertido ejercicio literario, José Ramón. ¡Qué buen final de domingo!
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