
He visto el maravilloso documental sobre la vida del compositor Ennio Morricone (Ennio: The maestro, 2021- Amazon Prime), quien falleció en 2020 a los 91 años. Ya saben, el autor de las deliciosas composiciones musicales que nos acompañaron en películas tan inolvidables como: “Por un puñado de dólares””, “La misión”, “Los intocables de Eliot Ness” o “Cinema Paradiso”.
Mas allá del inmenso valor de las partituras que enriquecían la película, cautivaban al espectador y añadían significado, me llamó la atención su evolución profesional.
Siendo un creador que dejó huella en varias generaciones, que elevó el papel de la música en el cine, no obtuvo hasta la edad tardía el reconocimiento de sus colegas, siendo pasto de las envidias de los compositores reconocidos, que desdeñaban su música. Lo que más sufrió Ennio fue el desdén y crítica feroz de su maestro Goffredo Petrassi, quien consideraba que al dedicar su talento al cine, “prostituía la música”.
Me impresionó la situación. La película deja ver un hombre sencillo, sensato y soñador, perfeccionista en el arte, explorador de horizontes musicales, que sufrió el acoso de la jauría de los envidiosos. Llegó al punto de ser ninguneado en actos y reconocimientos por parte de los grandes músicos italianos, que lo veían como una oveja negra, un traidor o vendido al populismo cinematográfico.

Sin embargo, la luz del túnel llegó en su última etapa. Primero, demostró con la banda musical de La Misión (Roland Joffé, 1986) que sabía componer como los grandes dioses del olimpo musical clásico, por la que obtuvo el Globo de Oro a la mejor banda sonora. Segundo, tras ser nominado seis veces para el Óscar a la Mejor Banda sonora original, obtuvo el Óscar en 2015 por la película “Los odiosos ocho”(Tarantino), ¡diez años después de recibir el Óscar honorífico por su aportación musical al cine!.
Insisto en la trágica ironía de que el joven y esforzado Ennio fue recibido en el Conservatorio como un paleto de clase baja. Su maestro, el compositor Goffredo Petrassi se burlaba de él, y lo trataba como un paria por salirse de la “partitura” de la vida que quería para él.
Sin embargo, en la última etapa de su carrera, tuvo lugar el abrazo de reconciliación entre el viejo maestro (Goffredo) y el nuevo maestro (Ennio), y la inmensa mayoría de los compositores que lo habían menospreciado, reconocieron su creatividad y su fecundo legado a la música.

Me resulta llamativa esa relación entre Maestro y discípulo. Normalmente, el Maestro debería estar orgulloso de que su discípulo tenga vida propia. Igual que el sueño de un padre es que su hijo lo supere. Sin embargo, sea en la música o la ciencia, por ejemplo, muchísimos Maestros son celosos de su pedestal y mantienen a raya a sus discípulos pretendiendo que sigan sus líneas de pensamiento, hasta el punto de que algunos imponen lealtad feudal so pena del desprecio o destierro.
No es extraño que, en el ámbito académico, muchos discípulos al alcanzar el reconocimiento del rango de Maestro, se alejan violenta y ostensiblemente del campo de influencia de su propio Maestro, y le devuelven el desdén sufrido. Eso explica que en el mundo universitario impera un estremecedor lema: “¡Al Maestro, puñalada!».
Sin embargo, en el caso de Ennio Morricone, fue a la inversa. ¡Al discípulo, puñalada! Y no fue por falta de reconocimiento de talento, sino por salirse de la pauta convencional marcada.
Si cada Maestro esperase que su discípulo no lo superase, es evidente que tras varias generaciones se produciría una decadencia de la sabiduría, mientras que si el Maestro alimenta la superación del discípulo, se producirá el enriquecimiento del fruto de la sinergia entre ambos.
El mejor maestro es el que prepara a los discípulos para seguir su propio camino, y que reconoce que un día el mismo fue discípulo, y que nunca dejará de aprender.
Me llamó mucho la atención de mi admirado Jorge Luis Borges cuando le preguntaron si se consideraba maestro de una nueva literatura y respondió: “No soy maestro de nadie, sino aprendiz de todos”, lo que acompañó de su conocida afirmación de que “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”. Qué lección de humildad de quien podía permitirse no ser humilde.

Todos en la vida somos fruto de las enseñanzas que nos da la experiencia, la familia, los amigos, las lecturas, los viajes o de aquéllas personas que el azar cruza en nuestras vidas, y que nos iluminan y hacen estremecer el corazón de admiración. Cuando tropezamos con una persona que sabe y que comparte lo que sabe, y que saca lo mejor de nosotros mismos, ahí está un Maestro.
Lamentablemente, confesaré que mis únicos Maestros con mayúsculas en la vida han sido un puñado de libros que me tallaron en conocer, comprender y soñar. No recuerdo en mis estudios juveniles como escolapio a un solo profesor al que deba admirar por su estímulo intelectual (algunos buenas personas y otros no tanto, unos más cálidos que otros, pero ninguno poseía voluntad de iluminar las mentes de los que allí pululábamos). Aunque quizá debo agradecer que no me estropearon del todo y que lo que había era el modelo de enseñanza pasiva propio de la época (pasiva de los alumnos y profesores, que coincidían en no esforzarse).

He contado muchas veces la anécdota personal de que, tras realizar las pruebas de selectividad para la universidad, el entonces prefecto del centro escolar mantenía en su despacho una breve conversación de despedida con cada alumno, lo que estaba muy bien pues se rompía el cordón umbilical con el colegio tras muchos años de incubación. En mi caso, tengo grabado que cuando me entrevistó en su despacho “el padre”(pues era sacerdote), “de cuyo nombre me acuerdo pero no quiero perjudicar”, con su pelo canoso (no toda cana es signo venerable ni de sabiduría), rostro arrugado (no precisamente por los rictus de sonrisas), y gafas de concha con visible alzacuellos, me dijo con voz de verdugo:
«Chaves, a usted no se le dan bien las letras —me miró con cara de lástima— ni tampoco creo que las ciencias sean lo suyo” (¡Caramba! Me quedé patidifuso… ¿qué era lo mío?).
Por si fuera poco, continuó la lapidación:
«Si usted va a la universidad, me temo que acabará friendo huevos»— ¿queeeeeee?, pensé, ¿eso era animar a los alumnos?, ¿qué mensaje encerraba tan críptico anuncio?, ¿o quizá quería convertirme en un personaje gris como él, una especie de “asesino en serie de ilusiones”?…
Afortunadamente las profecías tampoco “eran lo suyo”, y conseguí salir adelante en la vida con ese importantísimo apoyo que son los amigos vivos (te enseñan a sobrevivir), y “los amigos muertos” (o sea, los escritores que me hablaban desde libros clásicos, abriendo inmensas ventanas a ideas, mundos y personas).

Acaso lo mejor sea no hablar de maestros ni discípulos, sino de personas ilusionadas en hacernos mejores con paciencia y generosidad, y de personas agradecidas con los que nos han ayudado a serlo. Cada uno sabemos en una mirada hacia nuestro interior, lo mucho que debemos y a quién lo debemos.
Y como esto es el final, aquí va el final de la película «Hasta que llegó su hora» (Once Upon a Time in the west, 1970)… Escuchen la melodía y verán que no hace falta saber música para sentir vibrar el corazón y transportarse.
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No sé si conocen a Anton Bruckner. Supongo que les sonará. Se trata de un gran compositor y también maestro organista del siglo XIX, cuya obra forma parte imprescindible del repertorio de las principales orquestas sinfónicas y corales del mundo. Sin embargo, entre su persona -simple, insustancial, vulgar y anodina- y su obra –asombrosa, majestuosa, cromática, armónica e imperial- la desvinculación es absoluta. En palabras de uno de sus biógrafos «su vida no dice nada sobre su trabajo, y su trabajo no dice nada sobre su vida«.
Si como hombre era: sencillo, humilde, ingenuo e introvertido; de inconmovible fe en Dios, desapegado de las corrientes intelectuales de su tiempo, muy enamoradizo y de amores platónicos nunca correspondidos (están documentadas hasta nueve proposiciones de matrimonio a jóvenes destinatarias). Como músico era todo lo contrario. Sin embargo, la encopetada sociedad musical vienesa, sin hacer distingos respecto de su doble condición (humana y musical), lo desairó y menospreció por sus modales campesinos, su pobre apariencia personal, sus escasas habilidades sociales y su nula intelectualidad. Al punto que toda la vida de Bruckner fue una continua lucha por su promoción profesional y el reconocimiento de su ignorada genialidad como compositor [Mahler, que lo consideró su precursor, puso manuscrita a continuación de su Te Deum esta frasea: «para la lengua de los Ángeles, los que buscan a Dios, los corazones que sufren, y las almas purificadas en el fuego».
Musicalmente Viena era dominada con puño de hierro por el influyentísimo crítico Eduard Hanslick. Como Bruckner, en la rivalidad musical entre Wagner y Brahms que condicionaba esa época, se posicionó a favor del primero, involuntariamente se ganó un enemigo inmisericorde. Tan duras fueron sus críticas que despertaron la inseguridad de la parte más humana del genio. Lo que le llevó a dejarse aconsejar por sus “amigos” (otros críticos, directores y discípulos) para hacer «cambios» y «revisiones» en sus obras y acercar su música al público. Estas concesiones, no impidieron que, la parte más musical de Bruckner, siguiera creyendo en la validez de sus partituras originales, que legó en testamento a la Biblioteca Nacional de Austria.
Lo anterior provocó con el tiempo el llamado «Problema de Bruckner». Se refiere a las dificultades y complicaciones resultantes de las numerosas versiones y ediciones que existen para la mayoría de sus sinfonías (se salvan la 5ª, la 6ª y la 7ª). Hay varias versiones y ediciones, principalmente las 3ª, 4ª y 8ª, que han sido profundamente enmendadas por discípulos o amigos de Bruckner, sin que sea posible saber si las enmiendas tenían su autorización directa y sello. La solución pasa por una revisión crítica a partir de sus partituras originales. Se inició en el siglo pasado pero, tras interrumpirse con la 2ª Guerra Mundial, sigue abierta.
Y es que, como reza el artículo, maestros y discípulos juntos pero no revueltos.
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