Reflexionaba el otro día sobre cómo nos quejamos de los cambios y sorpresas pero cómo las echamos de menos si no suceden. A veces la curiosidad nos lleva a la sorpresa. Otras veces el azar la pone en nuestro camino.
No sabemos como, pero el cerebro se sorprende, el corazón se emociona o altera, las piernas nos tiemblan, el pelo se eriza… El impacto de la sorpresa explica las numerosas palabras para expresar esa sensación: asombro, estupor, fascinación, estupor, pasmo, conmoción, impresión, shock…
Eso me llevó a escribir un artículo para el diario La Nueva España en que me planteo el papel de las sorpresas en nuestras vidas, buenas y malas. Adelante, amigos…
Pensaba que cumpliendo años se reduciría mi capacidad de sorpresa porque menores serían las novedades y la curiosidad se calmaría con mas información y mas experiencia. Sin embargo, reconozco que mi capacidad de asombro crece y se desorbita de día en día.
Hay sorpresas políticas, como el Brexit, pues jamás hubiese supuesto que el Reino Unido se saliese de la Unión Europea. O que alguien como Trump pueda dirigir el destino de su mundo y el nuestro, a golpe de twitter y ocurrencias. Claro que también me sorprendió en su día que Clinton fuese tan frívolo con su becaria o que un país mayoritariamente blanco eligiese a Obama.
También hay sorpresas culturales, como el retroceso de la lectura de libros, con el escalofriante dato de que la mitad de los españoles no lee ningún libro al año y la consecuente conversión de las grandes librerías en camposantos.
Y sorpresas científicas, cuando una nueva conquista soluciona problemas de salud o técnicos que considerábamos insalvables; e incluso nos impresionan sus límites al comprobar que por mucho que nos esforcemos en hinchar pecho investigador, no es capaz de explicar que sucede en las simas insondables del interior de un átomo, ni que pasa más allá de las cumbres del cielo: ¿hacia dónde se expande el universo y que nos espera allí?
Algunos se sorprenden tras sufrir en sus carnes una experiencia negativa de que la población crea en los abogados o jueces (tras perder un litigio) o confíe en los economistas (tras sufrir la burbuja inmobiliaria) o tenga fe en los políticos y banqueros (visto lo visto y oído lo oído) o que todavía se dejen engatusar por los cantos de sirena de la publicidad de las compañías de telefonía o de los servicios de urgencia en fontanería, cerrajería o similares. O sorpresas judiciales, como los culebrones del caso Urdangarín, Pujol, ERE o similares, que asombran porque nunca terminan y como las muñecas rusas, ofrecen escondidas tramas.
Sobrevivimos rodeados de sorpresas. Las da la televisión, la prensa y las redes sociales. Y a veces Hacienda, claro. Día a día, convertimos el cerebro en pararrayos de sobresalto y desconcierto. Nos encallecemos ante las tragedias de oleadas de inmigrantes. Nos sorprendemos de que en Venezuela no exista una guerra civil o de que en Corea del Norte todavía sigan en la edad de piedra.
Mientras tanto, nos sorprende en el sofá, los famosos de medio pelo que nos toman el ídem. Tertulianos desvariando sin que nadie les quite la palabra. Deportistas o artistas colosales que tienen apuros para sobrevivir mientras otros mediocres dilapidan fortunas. Programas como First Dates donde nos sorprende que buena parte de los invitados, por su palabra y obras, sean representativas de los primeros eslabones de evolución de la especie humana ¿Son ellos los raros o yo? ¿los dos?.
Otras veces son sorpresas íntimas como cuando ves a tus compañeros escolares que ahora parecen disfrazados bajo cuerpos muy distintos de los que recordabas. O cuando personas que te quieren tienen detalles inesperados. O sorpresas dobles, como cuando el Llar de Viri, en Candamo, un restaurante acogedor de una guisandera increíble fue medio pasto de las llamas, pero con una fortaleza y ánimo encomiable lo resucita y sigue ofreciendo las delicias que las cenizas no pudieron extinguir. La vida cotidiana es un escenario de sorpresas. Desde la que sentimos al proferir eso de “¡cómo has cambiado!” (sin mirarnos al espejo) o la que padecemos cuando no somos capaces de recordar un nombre, cita o suceso porque las neuronas comienzan a prejubilarse.
O esas emocionantes pequeñas sorpresas espontáneas, como el ramo de flores que un repartidor trajo hace unos días para la esforzada camarera del bar donde suelo tomar café de las mañanas y que aplaudimos sus clientes mientras gozábamos con su complacido sonrojo. ¿Y qué decir de esa sorpresa ante un inmenso cachopo, la fabada primorosa o un seductor vino tinto de esos que te demuestran que es posible viajar al paraíso sin moverse?
Y también sorpresas que cambian definitivamente nuestra vida. Ninguna como la sorpresa de la paternidad o maternidad y las sorpresas que te irá dando el nacido hasta que vaya a dar sorpresas en otra familia. O la de contar con amigos que te ayudan sin pedir nada a cambio y están a tu lado.
Claro que también hay sorpresas terribles como el diagnóstico cercano del tumor innombrable, situación que llevó a Woody Allen a identificar la palabra mas bonita del Diccionario: “Benigno”. En fin, a veces pensamos que las sorpresas hacen la vida digna de ser vivida pues si lo vivido es lo recordado, los neurólogos nos enseñan que se recuerda mejor lo que nos emociona o fascina que lo que es rutinario e indiferente.
Pero otras veces buscamos el refugio de la soledad y pensamos lo bello que sería dejar fluir el tiempo sin sorpresas. Sin embargo, aunque tuve ocasión de visitar el verano pasado el monasterio burgalés de Santo Domingo de Silos donde el tiempo se detenía, donde el silencio y la lentitud nos envolvían, y donde no había espacio para las sorpresas, confieso que al salir al aire libre me sorprendió que necesitaba el ruido, el móvil, las noticias y la agitación. Sorprendido porque vivimos pendientes de las sorpresas.
Por eso hay que alimentar el hábito de la curiosidad para sentirnos vivos. Y de sorpresa en sorpresa he ido llenando la mochila de mi experiencia y he podido atreverme a hacer inventario de las cuarenta cosas que me ha enseñado la vida en los últimos treinta años. Y sigo aprendiendo.
Reblogueó esto en ACALANDAy comentado:
Sorprendido porque vivimos pendientes de las sorpresas.
Me gustaMe gusta
Hola , supongo que todos estos pensamientos los tenemos todos en algún momento,pero lo que te agradezco es tu forma de contarlo, clara, llana ,cercana y sobretodo entendible.
Me ha sorprendido tu articulo,hago mía tu forma de ver las cosas,y prometo sacar tiempo para poder seguirte.
Un abrazo.
Rafael Maqueda
Me gustaLe gusta a 1 persona