Lo cotidiano Situaciones absurdas

Crónica de un asesinato veraniego impune

ecologista
¿POR QUÉ?… ¿QUÉ MAL HICE?

Un jardinero profesional me indicó la conveniencia de talar un peral de una pequeña finca familiar en un pueblecito de La Bañeza, por estar aquejado de un hongo devastador. Ante su sonrisa engañosa, que me invitaba a encargarle tal trabajo con la correspondiente facturación, tomé la decisión del conquistador Pizarro, cruzando la raya de la fama, y decidí acometer tal labor por mí mismo.

Al fin y al cabo, me dije, servirá de aprendizaje, gastaré calorías y ahorraré dinero. Esa labor me enseñó cosas que no están en los libros ni en las Universidades.

1. Para hacer ese “trabajo de campo” examiné el “campo de trabajo”: una pequeña parcela cuajada de maleza hasta tal punto que podría atravesarla una jirafa segura a la vista de los depredadores.

En el centro, lo dos perales juntos, como acusados de un delito ante el inquisidor y cuajados de peras como si ofrecieran un soborno para pedir clemencia. Uno de los árboles, el que tenía el manto de hojas contaminadas, fue condenado de inmediato y el otro quedó en libertad condicional hasta ver su conducta futura.

2. Para ganar tiempo, a primera hora de la mañana, momento en que el calor no amenaza derretir las neuronas, me encaminé provisto de una hacha herrumbrosa y de nula experiencia agrícola sobre tala de árboles.peral

Previamente acudí a Google buscando aquello de “como talar un árbol”, cuyos consejos leí pero que desatendí pues en verano hasta la prudencia se toma vacaciones: despejar la zona circundante, ponerse casco, atar el árbol para evitar su caída hacia lado peligroso, protegerse las manos con guantes, utilizar gafas protectoras, asegurarse que el hacha esté afilada, etc (en verano hasta la prudencia se va de vacaciones).

A continuación, puse los ojos en el lado izquierdo del tronco y agarrando el hacha por el mango con ambas manos comencé a asestarle hachazos. Tras veinte minutos de forcejeo, el resultado fue:

  • Mis hachazos eran como patadas en el lomo de un elefante: apenas los notaba.
  • Conseguí al menos que parte la corteza de la zona saliera en todas direcciones (un trocito en la cara me enseñó la razón de que Google recomendase gafas protectoras).
  • El hacha en cada mandoble quedaba clavada en el tronco, con lo que hacía mas esfuerzo arrancándola como la espada Excalibur en el yunque de la leyenda del Rey Arturo.
  • Mi único consuelo era que nadie observaba el espectáculo (se ve que lo de contemplar curiosos y jubilados las obras públicas es patrimonio de la ciudad), pues allí estaba solo, jadeando, doblado y con la autoestima bajo mínimos. Derrotado por la naturaleza: allí seguía erguido el árbol con el rasguño lateral que le había provocado.

3. Entonces ataqué como Napoleón con la caballería en Austerlitz pero con distinto resultado: asesté mandobles por otro lado inesperado, de forma rápida y continuada, por la espalda. Nada. El árbol seguía inmutable.

No era un secoya, sino un peral. Yo no era un leñador, sino un empleado “de oficina”. Recordé lo de “zapatero a tus zapatos” y hubo espacio para la filosofía al comprobar como la naturaleza sin armas podía vencer al ingenio armado.

4. Pero no todo estaba perdido. Parafraseando el dicho popular, “mientras hay amigos, hay esperanza”.

Gabriel, amigo con mayúsculas y con mayúscula paciencia, desde la experiencia que da la jubilación que en su día comenté, se ofreció a ayudarme. Sentí su apoyo como los aliados en la segunda guerra mundial al contar con Estados Unidos antes del desembarco de Normandía.árbol

Miré el árbol con cierta lástima al ver a Gabriel equipado por un amenazante hacha de filo afilado y unos ojos de francotirador apuntando al punto o flanco débil del árbol. Comenzó a asestarle hachazos: hábiles, continuados, como puñetazos de púgil en el bazo del oponente, y en quince minutos el árbol ofrecía un boquete respetable. La técnica era el golpe seco continuado, uno por arriba y otro por abajo, de la misma intensidad y con precisión en el mismo punto.

En ese momento, en que contemplábamos la fragilidad de la naturaleza ante la técnica, un agricultor que escuchaba nuestros forcejeos con el árbol, se acercó y se ofreció a ayudarnos para completar la labor. Con una habilidad admirable le asestó el tiro de gracia o mas bien el hachazo de gracia al árbol que quedó como la torre de pisa, aguantando pero inclinada.

Entonces, los tres mosqueteros, como mozalbetes abusones y al estilo Fuenteovejuna, empujamos el árbol que con un crujido inolvidable y lento se desplomó con su ramaje intacto y algunas peras sobre la parcela doblado sobre el tarugo que seguía enraizado.

5. No estábamos orgullosos, pero se imponía el despiece como carnicero ante la pieza de caza cobrada. Y Gabriel con mano experta, manejando un pequeño hacha, fue podando ramaje y ramas, limando yemas y dejando limpio, claro y majestuoso, el esqueleto del árbol.

Ante tan hermosa visión de naturaleza desnuda y vencida bajo el hacha criminal, sugerí aprovechar el tronco para una función ornamental en el jardín y que permitiría asegurar la continuidad del servicio del árbol que tan buenas peras ofreció en vida.

6. Quedaba la labor menos gratificante pero mas necesaria: limpiar la finca.

Nuevamente acudimos la “brigada de la muerte”, armados de sendas guadañas (la mía oxidada, para no perder la costumbre) y una horquilla para acarrear la hierba cortada; como complemento sendas gorras para protegernos del sol, y vistiendo ropa propia de excombatiente de Vietnam convertido a hippy en Ibiza.

7. Eran 600 metros cuajados de hierbas, hierbajos y rastrojos sobre tierra irregular. Aplicamos la división del trabajo para mayor eficacia: cada uno por su lado hacía lo que le daba la gana.

naturalezaPoco a poco, la cosa fue ganando forma. En menos de tres horas conseguimos dejar la parcela como una patena, con toda la maleza cortada y apilada en una esquina. Dejamos además algunos cientos de gramos de grasa. Asimismo, revalorizamos el trabajo manual y especialmente el trabajo de campo.

8. Cuando mis niños de seis y siete años de edad, guiados por la curiosidad, vinieron a ver nuestra labor (ya que el mayor “nos ayudaba” mientras dormía por haber regresado de la fiesta del pueblo a altas horas de la madrugada), les indiqué lo que podían aprender de esa experiencia.

Primero aproveché, con la ayuda de Gabriel, para darles una lección de botánica sobre plantas, sus partes (raíz, tallo, hojas), la savia y fotosíntesis, unido a la reflexión sobre el pobre árbol que había prestado buen servicio (peras, sombra y arraigo a la tierra) hasta que, por su bien, ante su enfermedad mortal, habíamos tenido que cortarlo (por supuesto, no hablamos de “eutanasia” aunque la idea flotaba). Aquí les enaltecí la profesión de leñador ya que no gozaba de buena reputación a sus ojos pues recordaban que en el cuento de Hansel y Gretel el padre leñador abandonaba a sus hijos en el bosque.

9. Después, continué con las moralejas a retener de la experiencia:

  • Que es importante tener amigos porque te ayudan cuando lo necesitas sin escatimar esfuerzo, paciencia ni pedir nada a cambio.
  • Que algo limpio y ordenado siempre es mas gratificante que algo sucio y desordenado.
  • Que el trabajo manual es útil y puede ser entretenido e incluso divertido.
  • Que todo trabajo tiene su recompensa y que por eso nos íbamos todos a la piscina a remojarnos con agua, y luego al patio de la casa a remojarnos los trabajadores con sidra.

observarY lo cierto es que con esa labor manual, agotadora y bajo un sol de ajusticiar, comprobé que ese día vacacional había sido fructífero.

¡Seguiremos informando amigos!

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