Nos acostumbramos a que la televisión nos ofrece imágenes y palabras, evitando el esfuerzo de descifrarlas con la lectura e imaginación. Nos acostumbramos a que todo se nos puede servir a domicilio. A recibir correos electrónicos en el móvil. A felicitarnos fiestas y eventos por mensajitos sin las viejas y entrañables cartas.
En definitiva, a considerar que todo sin esfuerzo sabe mejor. Parece que la galvana y la pasividad nos van ganando la carrera.
Y lo que es peor, los adolescentes se van encasillando en la exigencia. En la perspectiva de reclamar en vez de en esforzarse. En la de invocar el agravio comparativo (“todos lo tienen”) en vez de preguntarse si es necesario y qué pueden hacer para solucionarlo por sí mismo. En esperar que la suerte llame a la puerta.
Sin embargo el sabio dicho de “Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente” no pierde actualidad. Y no hace falta irse a Bill Gates o Steve Jobs para darse cuenta que con sueños y desde un garaje, con un puñado de amigos y esfuerzo puede conseguirse el éxito.
1. Lo comentó porque casualmente mientras leía un librito de ciencia para torpes (¡Eureka!, Leslie Alan Horvitz, Paidós, 2006) me entero de que la televisión, esa cajita tonta que a todos seduce, nació como invento en 1928 y su artífice fue un tal Philo Farnsworth (confieso que mis mantras de infancia son Edison para los inventos y Fleming para los descubrimientos, pero poco más).
El hallazgo radica en que el inventor nació en 1906 en Utah y se mudó en 1919 a una granja de Idaho con su familia, donde por primera vez se asombró pues había… ¡había electricidad!. Mientras trabajaba en el campo, estudiaba física en ratos libres por su cuenta y construía motores eléctricos para la granja; leyendo libros de viejo supo que la transmisión de imágenes era una quimera porque nadie había conseguido convertir la luz en electricidad y ésta en imágenes, pese a los esfuerzos de la General Motors y los Laboratorios Bells.
Para sorpresa de todos, mientras Philo estaba encadenado a una máquina de cosechar tirada por un caballo, cosechando patatas con una rastra, se le ocurrió que igual que la rastra recolectaba patatas podría barrerse un haz de electrones y desviarlo magnéticamente.
Consiguió ser admitido en primer año en la Universidad de Brigham Young pero tuvo que abandonarla por la muerte de su padre para cuidar de su familia primero en la granja y luego reparando radios gracias a un curso por correspondencia sobre ello. Estando desempleado, dandole vueltas a la cabeza y con los bolsillos vacíos, cuando contactó con un empresario que precisaba ayudantes para hacer encuestas, al que le contó su idea para solucionar el problema de la transmisión de imágenes. Éste, impresionado por la vehemencia e ilusión del joven, le financió la construcción de la máquina que podía transmitir la imagen diseccionándola en elementos o puntos individuales y después convirtiéndolos en una corriente eléctrica. El resultado fue un dispositivo que transmitía imágenes línea a línea de manera similar a como se lee la línea de una página de u libro. Tras unas luchas con las grandes empresas para defender su patente, al final en 1935 las primeras televisiones salieron al mercado.
Y colorín colorado. Lo impresionante del caso es la fuerza interior de alguien que con sueños, con ingenio y sin medios, consiguió salir adelante.
2. Dos cosas sencillas pero valiosas nos enseña esta historia.
Lo primero. No desanimarse cuando hay una idea que nos anima. La creatividad no abunda y hay infinidad de buenas ideas que están en el cementerio de la teoría porque sus dueños se quedaron abúlicos, pasivos y jugando en maquinitas, viendo pasar el tiempo, en vez de rumiar la idea y luchar por su plasmación. Si se pusiera tanto énfasis en las ideas creativas como en conseguir pareja o que el equipo de fútbol favorito gane, viviríamos en un mundo mejor.
Lo segundo. Al igual que Philo tuvo su idea mágica mientras cosechaba, cuanto menos se espera, salta la liebre. Cuando hay un problema a veces hay que apartarse y dejar la mente libre y suelta como un potro salvaje. Son los llamados momentos “¡Eureka!. Las ideas vienen por el esfuerzo lógico de razonamiento pero también por la brusca inspiración. Basta con dejar volar la mente, libre de los prejuicios racionales, para que se la creatividad aflore.